Hubo un momento en el inicio de su gobierno en que Francisco cambió el Pontificado. Fue una bisagra. En septiembre de 2013, Estados Unidos amenazaba con un bombardeo a Siria como respuesta al uso de armas químicas del gobierno de Bashar al-Assad contra los insurgentes sobre la zona oriental de Damasco. Francisco decidió escribir una carta al líder ruso Vladimir Putin. Quizás un Papa europeo, o más decididamente occidental, hubiese apelado a Alemania, Francia o Inglaterra para que persuadieran a Estados Unidos, su aliado en la OTAN, de evitar el ataque a Damasco y promover la paz en Medio Oriente.
Pero el Papa sorprendió.
En su carta a Putin, en ese momento a cargo de la titularidad del G20 que se reunía en San Petersburgo, reclamó a los líderes de las veinte economías más poderosas, que retienen el 90% del PBI mundial, que abandonaran cualquier “vana pretensión de una solución militar” y se empeñaran en “perseguir, con valentía y determinación, una solución pacífica a través del diálogo y la negociación entre las partes interesadas con el apoyo de la comunidad internacional”.
Putin la leyó frente al presidente de Estados Unidos, Barack Obama.
Con esta primera intervención en el escenario internacional, Francisco signó su Pontificado. Marcó el nuevo lugar de la Santa Sede en la geopolítica, junto a las potencias del mundo, y acompañó esa intención con una convocatoria de oración y ayuno global en favor de la paz.
Dos días más tarde, la noche del 7 de septiembre de 2013 en Plaza San Pedro, el Papa repitió: “Nunca más la guerra”.
Sus palabras resonaron como las de Pablo VI en las Naciones Unidas en 1964, en contra de la Guerra de Vietnam, o las de Juan Pablo II en vísperas de la Guerra del Golfo Pérsico en 1991 o, doce años más tarde, las de la invasión de Estados Unidos a Iraq.
La Guerra Fría había quedado atrás con el papado de Juan Pablo II, y Benedicto XVI había intervenido con una voz apagada, casi inaudible, en el nuevo escenario globalizado.
Después de la caída del Muro de Berlín y de la condena al capitalismo neoliberal en la década del noventa, en los últimos años de Juan Pablo II, la Iglesia, en la práctica, no fue gobernada por nadie.
Un poco con humor, pero también con realismo, en el estado Vaticano se decía que estaban atravesando “el cuarto año del Pontificado de monseñor Stanislaw Dziwisz”, el secretario del Papa Wojtyla, quien gran parte del día dormía o descansaba por el tratamiento con barbitúricos contra el mal de Parkinson.
Aun ganado por la enfermedad y el padecimiento —reconocido como un martirio de su ministerio—, Juan Pablo II se manifestó en contra de la intervención militar unilateral de Estados Unidos en Iraq, por la inestabilidad que provocaba en Medio Oriente, además del odio que generaría contra los cristianos en la región. Pero la invasión ocurrió.
Benedicto XVI, por su naturaleza reflexiva, prefirió expresarse a través de encíclicas y libros, y enfrentó el secularismo cultural, el laicismo y el relativismo, por sus consecuencias sociales en la educación o la economía, pero su concentración en Europa hizo que su papado tuviera una influencia geopolítica menor.
Los problemas internos de la Iglesia que Ratzinger heredó de Juan Pablo II, y que la opinión pública de Occidente puntualizó con mayor énfasis —el “lavado de dinero”, la corrupción, el silencio sobre los abusos sexuales y la pedofilia, y las luchas de poder en el interior de la curia romana—, lo condujeron a defender la sacralidad de su papado, ofreciéndole a la Iglesia su producción teológica y pastoral, mientras los cardenales de la curia se enfrentaban entre sí y el gobierno pontificio se desmoronaba.
Ya sin fuerzas para luchar contra esos males, decidió renunciar para salvar el ministerio papal, y permitir que su heredero afrontara los desafíos.
Ratzinger abre las puertas a la Iglesia latinoamericana
Sin embargo, aunque tenía una formación intelectual eurocéntrica, Benedicto XVI, había entendido que estaba surgiendo algo nuevo en América Latina. En el Cónclave de 2005, el cardenal argentino Jorge Bergoglio fue su competidor más severo. No podía prescindir de esa lectura: había un núcleo en la Iglesia que buscaba otro rumbo. Bergoglio había sido su contrafigura. Le reconocía su ascendiente en la iglesia latinoamericana, que a su vez influía en sectores de críticos del conservadorismo de la iglesia europea, y también en la asiática y la africana.
Benedicto XVI respetó a la oposición que no lo apoyó.
El 13 de mayo de 2007, en la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe (CELAM), junto a los obispos del continente que se habían reunido en el santuario de Aparecida, San Pablo, Brasil, Ratzinger dio una pista en su discurso de apertura. Expresó que todo lo que prescinde de Dios no es real. Y agregó: “Solo quien reconoce a Dios conoce la realidad. Quien excluye a Dios de su horizonte falsifica el concepto de ‘realidad’. Dios es la realidad fundante”.
Parecía casi una precondición de Roma para los obispos latinoamericanos para abrirles las puertas de la Basílica San Pedro.
A diferencia de otros sacerdotes y obispos que realizaban análisis de la realidad con la mediación de las ciencias sociales, casi desprendidos de la propia Iglesia, el cardenal Bergoglio, titular de la comisión redactora del documento conclusivo de Aparecida, estaba en comunión con la lectura de Ratzinger. Resaltaba la perspectiva de la fe: “Ver, juzgar, actuar, y decidir, pero con la mirada del discípulo, con la mirada del que tiene a Dios en sí mismo”, explicaría más de una vez como pontífice.
En su historia como jesuita, sus crisis con los intelectuales de la Compañía de Jesús se fundaron en esa tensión. La realidad, para Bergoglio, no partía de las leyes científicas de las ciencias sociales, sino de Dios, y desde ahí venía todo el resto. Dios era el centro. Sin Él, la Iglesia no tendría razón de ser. Aún más: cuando se refirió a la canonización del jesuita Pierre Faber, teólogo francés, compañero de Ignacio de Loyola, el papa Francisco expresó que “solo si se está centrado en Dios es posible ir hacia las periferias del mundo”.
La apertura voluntaria de Benedicto XVI a la nueva iglesia latinoamericana, que había puesto su semilla en Aparecida, era diferente a la de Juan Pablo II, que la había desafiado en la reunión de la CELAM precedente en Santo Domingo, en 1992.
Ese año, la Santa Sede observó el documento final de los obispos por temor a que aún continuaran posiciones cercanas a la Teología de la Liberación, por lo que sus sugerencias y observaciones sobre el documento de la CELAM condujeron a un texto híbrido, sin un claro sujeto de reflexión.
Ratzinger, en cambio, a los obispos latinoamericanos solo les puso como condición la primacía de la centralidad de Dios. Y en tanto Dios, como centro, estuviera presente en el documento de Aparecida, no presentaría objeciones. La Santa Sede lo aprobó.
La Teología del Pueblo llega a Roma
Esta nueva iglesia latinoamericana que proyectaba a Bergoglio como su emergente tenía raíces en la Teología del Pueblo (TdP). ¿Qué era? ¿Qué representaba? ¿Cuál era su novedad?
El eurocentrismo cristiano no entendía bien de qué se trataba. Era una teología extraña a su lenguaje, que llamaba a estar cerca del pueblo que Dios le había confiado y ponía en primer plano, con una praxis evangelizadora, la dimensión misionera de los discípulos de Jesús.
Una iglesia que, sin el marxismo como herramienta para el análisis social, inclinaba su preferencia por los pobres e iba al encuentro de las “periferias existenciales” con los más débiles, privados del amor de Dios.
En la Conferencia de Aparecida, Bergoglio agregaba un componente adicional a la eclesiología latinoamericana: la pastoral urbana.
Buenos Aires, como otras metrópolis y ciudades del continente, expresaba el lugar de la cultura moderna, diversa, dinámica, migrante y también pobre, sumergida —con sus tres millones de habitantes, más los doce millones del área metropolitana— en una vida cotidiana compleja y agobiante, en la que anunciar a Dios como realidad suprema se volvía un desafío pastoral.
La Iglesia, con la mirada de Dios, a través de la fe de Dios, y no con las leyes sociales como punto de partida, fue el canal de encuentro entre Ratzinger y Bergoglio.
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Tras regresar de Aparecida, el cardenal argentino radicalizaría en sus homilías las denuncias contra la corrupción, el narcotráfico, el trabajo esclavo y la explotación sexual en Buenos Aires.
Al mismo tiempo que la iglesia latinoamericana se expandía y ganaba vigor para anunciar el Evangelio a los pobres, el Vaticano eurocentrista enfatizaba a sus fieles las prohibiciones que emanaban de la doctrina y se encerraba en sus guerras vaticanas.
El paso del tiempo fue deteriorando el mundo benedictino. Reñido por las querellas de sus cardenales, la fidelidad y la lealtad al Papa se fueron relajando y eso afectó su ministerio. La información sobre temas en proceso, sujetos a discusiones, trascendía en la prensa con bastante anticipación al anuncio oficial.
Como no ocurrió nunca en la historia de un papado, los documentos se filtraron desde el escritorio de Benedicto XVI. Su ayudante de cámara, Paolo Gabriele, se ocupó de reproducirlos en una fotocopiadora y entregarlos a un periodista para que el mundo conociera las inmundicias, conspiraciones y luchas de poder internas de la curia romana que rodeaban al Papa y lo mantenían atrapado en la Santa Sede.
Así se mostró la decadencia interna de un ministerio que avanzaba sin rumbo ni brújula, con la credibilidad de la Iglesia minada, cuando simultáneamente la Santa Sede perdía protagonismo en el escenario internacional. El 11 de febrero de 2013, Benedicto XVI se declaró sin fuerzas ni vigor para “gobernar la barca de San Pedro y anunciar el Evangelio”. Dijo basta. El Cónclave del 13 de marzo eligió a Bergoglio.
La gestación del “Código Francisco”
El mundo había cambiado durante los dos pontificados de Juan Pablo II y Benedicto XVI. De un enfrentamiento bipolar, simétrico, entre dos potencias mundiales, se habían incorporado en el escenario nuevas potencias emergentes.
En esa transición de un mundo a otro, la diplomacia vaticana había quedado opacada. Francisco, con aquella carta a Putin en la reunión de San Petersburgo del G20, se presentaba por primera vez en ese nuevo escenario global. Y el G20, luego de su carta, retiraría su apoyo a Obama para un ataque a Siria.
Al comando de la Iglesia, volvió a darle una dimensión universal. Retomó la misión evangelizadora hacia las periferias y trabajó sobre temáticas que la curia había abandonado o mantenido la distancia: el hambre, las víctimas del tráfico humano y la trata de personas, los refugiados de las guerras y excluidos del mercado. En resumen: la nueva esclavitud moderna. Ningún líder mundial denunciaba los dramas humanos, que no tienen nación ni diócesis, como lo hizo el Papa a partir de 2013. No bastaba la caridad cristiana para afrontarlos. Con su impronta de pastor, el Papa dio a esa agenda un carácter político y la introdujo en el centro de su geopolítica pastoral.
Con esa intención se fue gestando el “Código Francisco”.
El Papa fue construyendo prestigio y liderazgo con su carisma pastoral. Daba ejemplos de austeridad personal, pedía el cuidado de los ancianos, abrazaba a un enfermo con la cara deformada. Los creyentes lo percibieron como alguien que había recibido la señal de paz y libertad del Espíritu Santo.
Francisco utilizó los instrumentos religiosos y políticos del Pontificado para hacerse oír en los poderes mundiales. Lo hizo con urgencia. Demostró su necesidad de ser escuchado. Repitió, recordó, insistió. Lo hizo cada mañana, en cada homilía de la capilla de la Casa Santa Marta, con discursos que se transmitieron al mundo. Lo hizo en sus giras continentales. No buscó un mensaje para la historia, o para consolidar su legado. Su mensaje era para que el mundo lo escuchara “aquí y ahora”.
El valor de la oración para las decisiones geopolíticas
En la toma de decisiones, la oración es un elemento determinante para el Papa. Muchas de las críticas que recibe por la imprevisión de su gobierno se relacionan con ese espacio de silencio y quietud en el cual dialoga con Dios. Bergoglio reza para escuchar. Percibe la oración como una relación dialógica.
En el libro “La Oración”, de la Colección Diálogo Interrreligioso, publicado 2012, Bergoglio indica:
“No es un monólogo que uno recita y después no deja lugar a la respuesta del Señor. Puede ser en ese momento o después, pero fundamentalmente la actitud de oración es abierta a que me respondan. Ya sea que pida, que comente algo, que abra mi corazón, pero espero una respuesta. Y si orar es etimológicamente entrar en juicio con Dios, también está la respuesta que entra en juicio conmigo. La oración que no escucha no es oración, es recitar fórmulas que no dicen nada. La oración tiene que dejar un sitio en silencio, a veces no se entiende nada, a veces te parece que pasa algo, que el Señor dice algo, o a veces la inspiración viene después, Él se toma su tiempo para responder”.
La oración es su primera actividad de la mañana que también practica al caer la tarde. En el silencio de la oración, el Papa trata de interpretar lo que Dios quiere para tomar una decisión. Esa interpretación sucede a través del discernimiento que marcó su vida religiosa, y también deja abierto un interrogante: si Francisco toma una decisión en base al discernimiento, tras su diálogo con Dios en el momento de la oración, ¿cómo interpreta la voluntad de Dios para volcarla a la diplomacia de la Santa Sede?
En el deber ser de la Iglesia, la naturaleza política de una decisión está en línea con el bien común, la paz, la reconciliación, la libertad religiosa, el progreso, una economía más justa y una vida más digna para el hombre.
Cuando el Papa interviene en un conflicto entre dos países o una guerra civil, no suele tomar partido por una u otra facción sino mostrar su voluntad de intervenir para que haya paz. Sobre la base de esta orientación, muchas de las decisiones claves del Pontificado de Francisco están unidas a la oración personal.
Con este sistema de decisiones, criticado por su personalismo, quizá nadie escuche tanto y decida tan solo como el Papa.
Un mensaje evangélico para Europa desde sus periferias
Bergoglio trabajó sobre una diplomacia realista, discreta y paciente para encontrar soluciones posibles. Sin despreciar el aparato burocrático de la Secretaría de Estado, se reservó, como Wojtyla, canales alternativos para la geopolítica de la Santa Sede con un estilo personal y la impronta del “aquí y ahora”, que signó la fuerza motriz de su gobierno.
Francisco es el primer Papa no europeo de la historia del Pontificado. No es la única brecha que lo separa del viejo continente. Mientras en la Edad Moderna el papado era en los hechos un monopolio de las familias de la aristocracia italianas y, durante el siglo XX, Europa sostuvo la universalidad de la Santa Sede, Francisco realizó un cambio radical: rompió con el eurocentrismo eclesiástico y orientó su gobierno hacia las periferias.
Hasta su designación, Benedicto XVI dialogaba con la Europa secularizada sobre razón, ciencia y fe. Era un diálogo fecundo sobre Dios en el mundo secular, que incluía a académicos e intelectuales, y que tomaba difusión en cartas y libros. Era un diálogo cómodo para la conciencia europea. Benedicto XVI lo creía necesario porque el cristianismo, habiéndose desarrollado en Europa, entendía que solo desde Europa podría recomenzar una evangelización que luego se irradiaría hacia otros continentes.
No fue ese el plan maestro de su sucesor. Con un copernicano desplazamiento del lenguaje de la cultura etnocentrista, Francisco incomodó la conciencia europea que antes dialogaba con Benedicto XVI sobre razón y fe.
Buscó una Iglesia joven, renovada, como pulmón del nuevo tiempo. Y apeló a sus “pastores” para la conversión misionera de los cristianos. En una corte de príncipes, como definía a la curia romana, llamó a tener “olor a oveja”.
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Francisco creyó que no encontraría eco en esa reconversión que promovía y sería poco lo que habría de rescatar de Europa. Habituada a pensarse a sí misma y desde sí misma con su estilo de vida mundano, veía a Europa como una sociedad perdida, vencida por la secularización, que también afectaba a las confederaciones episcopales del continente, con la fuga de fieles y la caída de vocaciones. No habría, en Europa, tierra fértil para una revolución evangélica.
En forma progresiva, la sociedad europea había ido perdiendo interés en la Iglesia. En Francia se vendían parroquias que las comunidades religiosas no podían mantener. Las demolían y vendían sus tierras. Descendía el número de sacerdotes y la mayoría de ellos superaban los 70 años. En Bélgica algunas iglesias se transformaron en mercados de frutas y verduras. Frente a la amplia gama de oferta para el consumo y el entretenimiento de la vida cotidiana, algunos fieles se habían alejado. Les resultaba más atractivo el paseo de los días domingos en las cadenas de supermercados antes que ir a escuchar la misa del párroco. Sin una Santa Sede como referencia misericordiosa, distanciada de los pobres y vaciada de espiritualidad, los fieles fueron tomando opciones seculares o inclinándose hacia otras confesiones religiosas.
Francisco no renovaría, con la agenda de Benedicto XVI, el diálogo con Europa. En parte porque no era su territorio teológico ni tampoco la praxis de su Pontificado. Se hubiese generado una zona de incomprensión mutua.
Francisco enviaría a Europa mensajes desde la periferia del continente, no como un sentido de conquista o colonización, sino como la toma de conciencia de otras realidades existenciales, los aglomerados marginales de las periferias que al Papa le obsesionan, mientras que Europa intenta protegerse de ellos.
Este contraste de visiones fue manifiesto en la exhortación apostólica Evangelii Gaudium. “Cuando la sociedad —local, nacional o mundial— abandona en la periferia a una parte de sí misma, no habrá programas políticos ni recursos policiales o de inteligencia que puedan asegurar indefinidamente la tranquilidad. Esto no sucede solamente porque la inequidad provoca la reacción violenta de los excluidos del sistema, sino porque el sistema social y económico es injusto desde su raíz”, escribió el Papa (EG, 59).
La globalización de la indiferencia
En el primer viaje a un país europeo en su Pontificado, en septiembre de 2014, el Papa eligió Albania, que no pertenece a la Unión Europea, y donde la mayoría de la población es musulmana, que convive con católicos, ortodoxos y judíos. En una estadía de once horas, el Papa se desentendió de la posible amenaza de atentado yihadista, que trascendió esa misma semana, y llamó a no utilizar el nombre “de Dios para cometer violencia”. En su regreso a Roma dijo que su viaje a Albania había sido un mensaje, una señal que había querido dar a Europa.
Para sorpresa del catolicismo europeo, que poco o nada sabía sobre su formación teológica y práctica pastoral, Francisco cambió el eje del debate. Puso sobre la mesa temas de corrupción, mafias, tráfico humano y trabajo forzado. Habló de la crisis de solidaridad y de indiferencia frente al pobre.
La única metrópolis de Europa que el Papa visitó en tres años de su Pontificado fue la más pobre, Nápoles. Se internó en un barrio de la periferia, Scampia, golpeado por la violencia de los clanes de la Camorra, donde los jóvenes se inyectan heroína a la luz del día y son utilizados por el crimen organizado.
El Papa les habló a ellos, a los desempleados, abandonados por el Estado, que viven en una sociedad envilecida, contaminada por la mafia, constituida ya en un sistema de corrupción que envuelve a policías, jueces, políticos, infiltrados de tal modo en el Estado que componen un orden paralelo.
Sus denuncias contra las mafias que regenteaban el trabajo esclavo en talleres clandestinos de Buenos Aires, en una red de complicidad con funcionarios y policías, continuarían en su Pontificado.
También llamó a abrir los ojos frente al mar Mediterráneo, a abrir los ojos frente a las redes de traficantes que explotaban a los refugiados, que intentaban escapar de las guerras y la pobreza, en oleadas que se intensificaron a partir del 2011 por la Primavera Árabe, desde Túnez, Libia, Egipto, Siria o del África subshariana, y quedaban a merced del mar, a mitad de camino de su travesía, o caían en manos de mafias que los reducían al trabajo esclavo, la prostitución o incluso como víctimas del tráfico de órganos.
Con su mirada al Mediterráneo, el Papa señaló que el drama humano exigía otra visión, o, mejor dicho, una dimensión geopolítica relacionada con los conflictos políticos y la economía global.
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El 8 julio de 2013, antes de cumplir el tercer mes de su Pontificado, Francisco se embarcó en una nave y arrojó una corona de margaritas en memoria de los muertos que habían intentado llegar a Europa. En el muelle de la isla de Lampedusa, el mismo muelle en el que se descargaban los cadáveres de los naufragios, les habló a los refugiados, la mayoría musulmanes, para que el mundo los mirara a la cara; más tarde, destacaría la frase que sonó como un despertador de conciencias para Europa y produjo un cambio de perspectiva frente a la inmigración: “La globalización de la indiferencia”.
“Inmigrantes muertos en el mar, por esas barcas que, en lugar de haber sido una vía de esperanza, han sido una vía de muerte. Así decía el titular del periódico. ¿Quién ha llorado por la muerte de estos hermanos y hermanas? ¿Quién ha llorado por esas personas que iban en la barca? ¿Por las madres jóvenes que llevaban a sus hijos? ¿Por estos hombres que deseaban algo para mantener a sus propias familias? Somos una sociedad que ha olvidado la experiencia de llorar, de ‘sufrir con’: ¡la globalización de la indiferencia nos ha quitado la capacidad de llorar!”
A través de su viaje a la isla, Francisco anticipó que en su Pontificado sería un agente humanitario para excluidos y descartados de la economía de la globalización. Lo haría con una línea evangélica ya marcada en el encuentro de Aparecida de 2007: “Salir hacia fuera”, hacia las fronteras de la existencia y comprometer a la Iglesia en un proyecto misionero universal.
Lampedusa fue apenas una marca dentro de la pintura mayor. Los “esclavos del siglo XXI” eran los excluidos del mercado, las víctimas de un sistema que la conciencia cristiana no debía admitir ni esconder por cuestiones económicas o culturales. El Papa los consideraba víctimas de un crimen de lesa humanidad.
(*) Marcelo Larraquy es autor de Recen por Él La historia jamás contada del hombre que desafía los secretos del Vaticano, y Código Francisco. Cómo el Papa se transformó en el principal política global y cuál es su estrategia para cambiar el mundo. Ambos publicados por editorial Sudamericana
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