Eran las 5 de la mañana cuando Karen se despertó sobresaltada. Estaba mojada -la bombacha, las piernas, el colchón-, y enseguida cayó en la cuenta: había roto bolsa, “el momento” había llegado. Tenía 30 años y estaba por nacer su primer hijo - “un bebé recontra deseado”-, y a pesar de los miedos típicos, había disfrutado del embarazo.
Todavía en el silencio de la noche, Karen despertó a su marido. Después, le mandó un mensaje a una amiga que tenía un bebé de un mes, la única que podía estar despierta a esa hora. “No voy a poder ir hoy a tu cumpleaños”, le escribió. “Me estoy yendo a parir”.
El resto lo cuenta a Infobae la propia Karen Barg, cinco años después de aquella madrugada. “Fue en ese momento que mi amiga me dijo la frase que me cagó la existencia”, suspira. ¿Qué frase? “Preparate porque vas a conocer al amor de tu vida”.
Fue un anuncio amoroso, por supuesto, una bienvenida a la maternidad. Pero a Karen le marcó lo que se suponía que debía sentir una buena madre.
“Y lo que pasó fue que en el año y medio que siguió sentí de todo menos felicidad”, cuenta. “¿Amor? Sabía que tenía que cuidarlo, y lo hacía, pero el amor por mi bebé no me nacía”.
Antes
Karen había tenido episodios anteriores -“situaciones”- pero, como suele suceder con la depresión, nadie les había puesto nombre.
“Un bajón” a los 21 años para el que le habían indicado un “elevador del estado de ánimo” (un antidepresivo llamado Sertralina) es lo primero que recuerda ahora que puede mirar la película completa y no sólo la foto. Durante años, además, había lidiado con ataques de pánico, aunque nada de eso le impedía tener una vida parecida a la de sus amigas.
Vivía en Vicente López y tenía 24 años cuando se puso de novia con un joven rosarino, se enamoró y se fueron a vivir juntos. “Yo venía en tratamiento, recuerdo que una de nuestras primeras citas fue el último ataque de pánico que tuve”.
Tres años después se casaron. “Queríamos formar una familia, pero éramos muy jóvenes, así que nos tomamos un año para viajar. Habíamos vuelto muy cebados de la luna de miel, estábamos felices”, recuerda ella, una forma de mostrar todo lo que después se llevó puesto la depresión.
“Yo tomaba un estabilizador del estado de ánimo. Así que cuando llegó el momento de buscar un embarazo se lo conté al psiquiatra y empezamos a sacar la medicación paulatinamente”, sigue ella. Una vez “limpia” comenzaron la búsqueda; tres meses después llegó la noticia: iban a convertirse en padres.
“O sea, fue un bebé recontra buscado, deseado”, remarca. El embarazo, aún sin medicación, transcurrió lo más bien. Karen no tenía dudas del cielo que estaba por tocar: aquello de “vas a conocer al amor de tu vida” no era el slogan de una marca de pañales, se lo había anunciado su amiga, también primeriza.
Nada de lo que siguió en la línea de tiempo, sin embargo, estuvo cerca de ese título.
“Llamé a mi obstetra y se había ido de viaje, así que vino una partera a la que no conocía. La cuestión es que como no dilataba, terminé yendo a una cesárea súper asustada y sin ninguna contención. Me acuerdo que me estaban por dar la peridural y le dije a la partera ‘¿me das la mano?’, y me respondió ‘ay, por favor, no seas exagerada’”.
Es probable que las depresiones no tengan puntos de inicio del todo nítidos pero ahora, con cierta distancia, Karen marca en ese nacimiento el comienzo de su depresión post parto. De hecho, distintos estudios indican que las mujeres que sufren violencia obstétrica tienen más riesgo de desarrollarla.
“Me ataron las manos, fue todo tan violento… Cuando finalmente mi hijo nació y me lo pusieron en la teta no pude conectar. Me acuerdo que lo miraba y pensaba ‘me quiero ir a mi casa’, ‘me arrepentí de todo’, ‘quiero volver al jardín de infantes’, ‘me quiero ir con mi mamá y con mi papá’”.
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El rayo de amor absoluto no la había atravesado en la clínica, tampoco cuando llegaron a casa. “Seguía sintiendo de todo menos felicidad”. Nada de la lactancia parecía fluir, las tetas le dolían tanto que no se podía abrochar el corpiño y en las horas de desvelo leía en Instagram muchos contenidos del tipo “el lado B de la maternidad”.
Creyó, entonces, que eso les pasaba a todas: que todas las madres nuevas se sentían horribles, hundidas, incapaces, desbordadas, que todas amamantaban llorando y todas, de repente, no podían estar sin sus parejas y las odiaban al mismo tiempo.
“Se suponía que eso era lo normal del puerperio. Miraba Instagram y parecía que todo lo que me pasaba estaba justificado: ‘Pobre, es que tiene un bebé complicado porque no duerme’, ‘lo que pasa es que es primeriza’”, enumera. Es que en el afán de habilitar el “hermana, es normal que te sientas mal, lo estás haciendo bien”, “nada -sigue Karen- encendía la red flag”.
¿Nunca había escuchado hablar de depresión post parto? Sí, pero bajo enormes confusiones. “Me acuerdo que leí una nota en la que Lourdes Sánchez (la bailarina de Showmatch) nombraba a la depresión postparto, pero decía ‘bueno sí, los primeros días fueron muy difíciles, pasamos dos semanas sin dormir’”.
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Karen tardó mucho tiempo en entender que había algo más: “Yo sabía lo que tenía que hacer con mi bebé. Sabía que lo tenía que cuidar, que era mi responsabilidad, y lo hacía, nunca lo desatendí, pero para mí era un trabajo enorme”, separa. “Sabía que lo tenía que querer pero el amor no me nacía. Lo que sentía era otra cosa... arrepentimiento”.
Había muchos mandatos vinculados a la maternidad en juego: “La madre sabe qué tiene que hacer, lo tuvo adentro nueve meses: instinto maternal”. O “el padre tiene que construir ese vínculo, a la madre no le hace falta”.
Karen estaba en las antípodas de todos, lo que la hacía sentir peor: “Seguía pasando el tiempo y yo me sentía una miserable. Quedarme sola con mi hijo me daba terror, siempre tenía que estar acompañada, sentía que no podía con nada”, enumera. “No sentía amor, tampoco rechazo. Sólo el deber de cuidarlo. Era la depresión la que estaba hablando, no la mamá, pero yo todavía no lo sabía”.
Fue la pediatra de Toto, su hijo, quien detectó algo en ella y le sugirió que consultara con una psicóloga.
“Fui. La psicóloga me pidió que le relatara el nacimiento. Le conté todo, entre esas cosas que el médico me había dicho que no tenía que hablar para no llenarme de gases, entonces yo había cerrado la boca durante todo un día. La psicóloga me preguntó ‘¿pero no le hablaste a tu bebé cuando nació?, ¿no le diste la bienvenida?, ¿no le dijiste que lo querías?’. Y no. Y eso me llenó de culpa, mal”.
Todo lo que siguió, de hecho, estuvo teñido por diferentes tonalidades de culpa. Todo, además, mostraba la diferencia.
“Tenía a mis dos amigas con bebés de casi la misma edad. Yo veía que ellas salían, paseaban con el cochecito y pensaba ‘¿por qué yo no puedo?’. Ellas me decían ‘pero dale, salí a dar una vuelta con el cochecito, te tomás un café y te despejás’. Y yo pensaba ‘¿salir? ¿vestirme? Si no puedo ni ponerme el corpiño’...”.
Hubo algunas finas hierbas de felicidad, sí. “Pero todo era como escalar una montaña con una mochila muy pesada”, grafica Karen. “La escalaba igual pero me costaba muchísimo. Sí, salía a dar la vuelta en el cochecito, pero no sabés lo que me costaba vestirme”.
Era, a todas luces, un ejemplo de “mala madre”. “Había llegado a la conclusión de que a mí no me gustaba ser mamá. Ese pensamiento me tranquilizó porque es como que le pude poner palabras. No me animaba a decir ‘no lo amo’, pero sí ‘no me gusta ser mamá’. Ahora lo tengo más claro: no me gustaba ser mamá en esas condiciones”.
La depresión post parto es un tema todavía tan tabú que demoró mucho el pedido de ayuda.
“El click fue cuando mi hijo ya tenía un año y medio. Dos amigas se casaban y decidieron hacer las despedidas de solteras en Río de Janeiro. Lo contaron en el grupo y las que eran mamás de bebés contestaron ‘¡vamos!’. Cuando lo leí dije ‘¿qué?’, yo no puedo ir ni al supermercado. Me largué a llorar con una angustia tremenda y le dije a mi marido ‘esto no puede ser’”.
Fue en ese contexto que Karen llamó al psiquiatra y que el médico le puso nombre: “Depresión post parto”. Tuvo que dejar de amamantar -resistir a esa culpa también- para volver a tomar medicación, y empezar terapia. Para entonces, la enfermedad ya había dejado un tendal: su trabajo como maquilladora había desaparecido, había engordado mucho y su matrimonio pendía de un hilo.
Según la Organización Mundial de la Salud (OMS) al menos 1 de cada 10 madres sufre depresión post parto. “Al menos” significa que es una enfermedad subdiagnosticada. Hay dos razones por las que muchas no piden ayuda. El estigma que significa tener una enfermedad vinculada a la salud mental es una. La otra es que la depresión se produce en el supuesto “momento más feliz de tu vida”.
No hay que confundirla con el llamado “baby blues”, esa “montaña rusa emocional” que viven el 80% de las nuevas madres. El “baby blues” suele durar semanas, la depresión más de un año. El primero se atenúa con el tiempo, la depresión puede escalar hasta el rechazo por el hijo e incluso pensamientos sobre hacerse daño y dañar al hijo.
“¿Cómo afectó a la pareja? Nos cambió todo, al punto que hoy, cinco años después estamos separados”, lamenta Karen.
“Es que no es igual cuando la depresión está cruzada por la maternidad. Es muy difícil decir ‘no siento ese amor’ y pedir ayuda. Por eso creo que fue tan larga. La depresión post parto duró un año y medio; después yo tuve otro episodio que no tenía que ver con la maternidad y me duró un mes”.
Después
El tratamiento psiquiátrico sumado a la terapia psicológica le permitieron, tras varios meses “sentir que mi vida se empezaba a rearmar”, cuenta. “Aún así me costó un tiempo más sentir ese amor de madre a hijo, ese amor de ‘yo por vos doy todo’. Recién ahí entendí qué era eso del ‘amor de mi vida’”, sonríe.
Karen es ahora una maquilladora reconocida en redes, donde tiene 225 mil seguidores. Y esta semana, viendo reels de Instagram, escuchó a un pediatra que decía: “Estas son las frases que le podés decir a tus hijos y que los van a ayudar a sentirse seguros: ‘El día que naciste fue el más feliz de mi vida’”.
Escuchó y se marchitó: qué pesado el mandato de felicidad en la maternidad, ¿no? “A veces mi hijo me pregunta ‘¿cómo fue el día que nací?’. Yo no le quiero mentir, pero la verdad es que fue uno de los peores días de mi vida. Esto es como una estaca clavada, te lo cuento ahora y todavía se me parte el corazón”, confiesa.
“Ahora estoy bien pero igual hay algo muy curioso. La culpa es tan grande que todo el tiempo intento compensar ese año y medio. Como ‘yo no estuve para vos en ese momento, ahora…’. Sigo luchando contra eso, porque parece que siempre estoy en falta: sigo tratando de no caer en esa trampa”, se despide.
Todavía cuesta mucho ver la depresión como una enfermedad que no se cura con amor, tampoco con el de los hijos. Recién ahora Karen está pensando en correrse de ese lugar para contárselo a su hijo de otra manera: “Mamá estaba enferma, lo que pasa es que no lo sabía”.
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