Los funcionarios de migraciones del aeropuerto londinense de Gatwick no prestaron mayor atención a los dos turistas rusos que desembarcaron, junto a muchos otros, de un vuelo de línea de Aeroflot la tarde del viernes 2 de marzo de 2018. Los pasaportes estaban en regla y los identificaban como Alexander Petrov y Ruslan Boshirov, dos amigos dispuestos a pasar el fin de semana en Salisbury para visitar, entre otras cosas, su famosa catedral.
El escaneo de los equipajes –llevaban apenas una valija pequeña cada uno, con lo indispensable para un fin de semana– tampoco hizo sonar ninguna alarma: algo de ropa, utensilios para afeitarse, un libro pequeño que seguramente era una guía turística y un frasco de perfume.
Los dos amigos pasaron la noche en Londres y el sábado se subieron a un tren para recorrer los poco más de cien kilómetros que los separaban de su destino. Apenas una hora y media de viaje. Visitaron la catedral, admiraron su aguja de 123 metros de altura, recorrieron el lugar donde confluyen los ríos Nadder, Ebble, Wylye y Bourne para desembocar en el Avon, otro de los atractivos de la ciudad.
Esa noche volvieron a Londres, pero al día siguiente se subieron nuevamente al tren para regresar a Salisbury. Les quedaba pendiente visitar el templo de Stonehenge, dijeron en el hotel.
Pero ese domingo no fueron a ningún templo sino que se dirigieron a una casa ubicada a unas treinta cuadras de la catedral, se acercaron a la puerta y uno de ellos, con las manos enguantadas, roció el picaporte con el spray del frasco de perfume que llevaba en uno de sus bolsillos. Sabían que en la casa no había nadie. De allí fueron a la estación y se subieron al primer tren a Londres.
En la capital británica no regresaron directamente al hotel sino que antes hicieron una larga caminata por los jardines Queen Elizabeth, un predio de 250 hectáreas en el West Side. Allí, en algún momento, arrojaron el frasco de perfume entre la vegetación. Un verdadero desperdicio tirar un Premier Jour, de Nina Ricci, casi sin uso.
A última hora de la tarde, Petrov y Boshirov abordaron el último vuelo de Aeroflot con destino a Moscú. La escapada turística de un fin de semana de los dos amigos había terminado.
El espía y su hija
Poco después del mediodía del domingo 4 de marzo, el ex oficial del Ejército ruso y doble agente de los servicios de inteligencia británicos Serguéi Skripal y su hija Yulia regresaron a su casa de Salisbury –para lo cual, inexorablemente, uno de ellos debió accionar el picaporte– y permanecieron unos minutos para dejar unos paquetes de compras.
Volvieron a salir para almorzar en el restaurante Zizzi e, inexorablemente, uno de los dos –muy probablemente el otro– volvió a accionar el picaporte. Llegaron a Zizzi a las 14.20, comieron y, seguramente para hacer la digestión, decidieron hacer una caminata.
A las 16:15, una llamada de los servicios de emergencia informó que Serguéi Skripal, un residente de Salisbury de 66 años, y su hija Yulia, de 33 –todo esto según sus documentos- habían sido encontrados inconscientes en un banco público y echando espuma por la boca cerca del centro comercial The Maltings, en el centro de Salisbury, por una jefa de enfermería oficial del Ejército Británico y su hija que pasaban por el lugar.
Los trasladaron de urgencia al hospital donde, en un primer momento, se los atendió como si se hubieses intoxicado con comida. Después, los médicos descubrieron que se trataba de otra cosa.
Ni el espía ni su hija pudieron explicar nada. Durante días estuvieron inconscientes, peleando entre la vida y la muerte. Yulia fue la primera en despertar, gracias a un tratamiento con antropina, una droga utilizada para contrarrestar armas químicas. Estuvo cinco semanas en el hospital. Serguéi, quizás por su edad, tardó más en recuperar la conciencia y lo tuvieron casi tres meses internado.
Un arma química letal
Mientras Serguéi y Yulia luchaban por sus vidas en el hospital, el ciudadano británico Charlie Rowley encontró, durante un paseo por los jardines Queen Elizabeth, un frasco de perfume con rociador Premier Jour, de Nina Ricci, casi lleno.
Pensó que era su día de suerte porque sus bolsillos no daban para hacerle un regalo así a su novia, Dawn Sturgess. La chica se lo agradeció con un beso y se roció el cuello para probarlo. Murió pocas horas después echando espuma por la boca.
En el frasco, mezclado con el perfume, con conservaba su aroma, los forenses descubrieron un veneno: el agente nervioso de fabricación rusa Novichok.
El nombre Novichok significa “recién llegado” en ruso y se aplica a un grupo de agentes nerviosos avanzados desarrollados por la Unión Soviética en las décadas de 1970 y 1980.
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Actúan bloqueando las señales de los nervios a los músculos, lo que causa el colapso de las principales funciones del organismo. Entre los síntomas se cuentan los ojos en blanco, ya que las pupilas se comprimen, convulsiones, babeo y, en el peor de los casos, fallos respiratorios, entrada en coma y la muerte.
La acción letal de estos agentes se inicia con una ralentización del ritmo cardíaco y la obstrucción de las vías respiratorias, lo que conduce a la muerte por asfixia.
Teniendo en cuenta su poder letal, Serguéi Skripal y Yulia se salvaron de milagro.
El doble agente
La historia de Serguéi Skripal tiene todos los ingredientes de la Guerra Fría, aunque se desarrolló mucho después de la caída del muro de Berlín. Los rusos lo consideraban un buen agente de inteligencia hasta que, en 2004 y sorpresivamente, lo detuvieron en Moscú apenas se bajó del avión que lo traía de España.
El hombre había hecho viajes ocasionales al exterior, pero sobre todo a España y Malta. Nunca les había hablado a sus colegas de viajes a Londres, de donde realmente venía. Pero que no lo dijera no significaba que la contrainteligencia rusa no lo supiera. Llevaba meses vigilándolo. Se sospechaba que era la fuente de no pocas filtraciones de información a los servicios de inteligencia extranjeros.
Descubrieron que el insospechado espía de la agencia de inteligencia militar GRU se reunía con diplomáticos británicos que tenían base en Moscú y también con espías de la agencia de espionaje británica MI6.
Prefirieron no detenerlo de inmediato para permitirle hacer un último viaje y descubrir con quiénes se reunía en el exterior. Lo arrestaron a su regreso.
Confesó de inmediato que trabajaba para los británicos desde 1995, cuando fue enviado a España como agregado militar de la embajada rusa.
Años después, Valery Malevany -un Mayor-General retirado del GRU e historiador de los servicios secretos- le revelaría a la BBC que Skripal había caído en una “clásica trampa de miel”, es decir, que había sido seducido para que tuviera relaciones sexuales, y luego obligado a convertirse en un doble agente.
En su confesión, Skripal también contó que había recibido pagos por sus servicios y que tenía una cuenta bancaria de más de 100.000 dólares en un banco español.
Condenado e intercambiado
Lo condenaron a 13 años de cárcel por “alta traición en la forma de espionaje”, pero apenas cumplió seis. Las autoridades rusas le otorgaron el “perdón” en 2010, no por generosidad sino porque lo necesitaban para un típico intercambio de espías.
En realidad, la inteligencia rusa se oponía a que lo liberaran y más aún a que fuera intercambiado, porque todavía conocía las identidades de muchos agentes rusos distribuidos por Europa y los Estados Unidos.
Debieron hacerlo porque los ingleses y los norteamericanos pusieron como condición que lo incluyeran junto a otros tres espías detenidos en Rusia. A cambio, les devolverían a los rusos diez agentes detenidos por el MI5 británico y el FBI estadounidense.
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Al mejor estilo de la Guerra Fría, el intercambio se concretó en la pista de aterrizaje del Aeropuerto de Viena. De allí, el doble agente viajó al Reino Unido, donde le habían prometido refugio en agradecimiento por sus servicios.
Se radicó en Salisbury, donde poco después se reunieron con él su esposa Liudmila y sus hijos Aleksandr y Yulia.
Pero el “perdón” de los rusos fue simplemente formal. Seguían considerando que Skripal seguía siendo un peligro para la seguridad nacional y por eso enviaron a dos supuestos turistas a visitar Salisbury con un frasco de uno de los perfumes más caros de Nina Ricci en una valija.
Venganza de espías
La investigación británica no demoró en identificar a los dos supuestos turistas como autores del atentado. Las cámaras de seguridad de una estación de servicio de Shell en Wilton Road los grabó deambulando por allí cerca, a las 11.58 del mediodía del 4 de marzo.
Una hora y media después, Serguéi y Yulia Skripal abrieron y cerraron la puerta de su casa en Miller Road, sin sospechar que el pomo había sido rociado con un agente nervioso, se subieron al BMW de la familia y fueron a comer al centro de la ciudad.
El MI6 quedó convencido de que Alexander Petrov y Ruslan Boshirov, no se llamaban siquiera así, sino que eran identidades falsas, algo común en los agentes del GRU. La prueba evidente era que los números de sus pasaportes diferían en un solo número.
Los servicios de inteligencia británicos también aseguran que los Skripal llevaban cinco años siendo espiados por Rusia. Pese a haberse beneficiado de una permuta de espías que le permitió afincarse con su propio nombre en Salisbury en el 2010, Sergei Skripal arrastraba aún el estigma de “traidor”.
Alexander Petrov y Ruslan Boshirov no habían hecho otra cosa que cobrarse una vieja deuda.
Putin y los venenos
Mientras tanto, la relación entre Londres y Moscú se tensó. Vladimir Putin negó que los dos “turistas del perfume” fueran espías rusos y aseguró que eran simples civiles.
No era la primera vez que ocurría. EL 23 de noviembre de 2006 Aleksander Litvinenko, exespía del KGB, moría en un hospital de Londres. Tres semanas antes, había comido en un restaurante con dos agentes de los servicios secretos rusos. Según las conclusiones de la investigación, ambos le hicieron ingerir una dosis de polonio-210, un material radiactivo que destruyó su organismo.
Otro caso fue el del activista Vladimir Kara-Murza, periodista y opositor al Kremlin, que sufrió no uno sino dos presuntos ataques. Luego de realizar múltiples denuncias contra figuras del oficialismo en la Fundación Open Russia, Kara-Murza quedó en coma en 2015 con un fallo múltiple de órganos vitales. Necesitó asistencia respiratoria y diálisis, pero sobrevivió. Dos años después, afirmó que sufrió un segundo envenenamiento que lo dejó varios meses hospitalizado, primero en Rusia y después en Estados Unidos, donde recibió transfusiones de sangre.
En 2005, Boris Volodarsky, un ex espía que vivía en Viena, escribió en The Wall Street Journal “La fábrica de venenos del KGB”. Meses más tarde de esta publicación comenzó a sufrir fuertes vómitos y fiebre muy alta, y se declaró envenenado. También sobrevivió. Médicos austríacos identificaron tres meses después un envenenamiento con dioxina del tipo TCDD, un agente cancerígeno que produce un acné en la piel.
Por eso la negativa de Putin a que se relacionara a la inteligencia rusa con el atentado contra Skripal y su hija resultaba, cuanto menos, poco creíble.
En Londres no le creyeron, y la primera ministra inglesa, Teresa May, ordenó la expulsión de 23 diplomáticos rusos para, según dijo, “desmantelar la red de espionaje rusa en el Reino Unido”, ya que estos diplomáticos habían sido identificados como “agentes de inteligencia no declarados”.
A todo esto, apenas dados de alta en el hospital, Serguéi y Yulia Skripal dejaron su casa de Salisbury y durante mucho tiempo su paradero fue desconocido.
Nuevas identidades
Durante el año que siguió al atentado, Serguéi y su hija Yulia vivieron en dos casas de seguridad del MI6 mientras se les proporcionaban nuevas identidades y se planificaba su futuro.
Durante ese período, también, la inteligencia británica sondeó a la CIA sobre la posibilidad de enviarlos a los Estados Unidos, opción que fue descartada por ser un destino riesgoso. También se exploraron posibilidades en Australia, Canadá y Nueva Zelanda e, incluso, la de que permanecieron en el Reino Unido.
En junio de 2020, el diario británico The Sunday Times informó que, según una fuente del gobierno, padre e hija se habían radicado en Nueva Zelanda, en una ciudad que se negó a precisar, con identidades nuevas.
Cuando fue consultado, el Ministerio del Interior británico se negó a confirmar o desmentir la información.
“No comentamos asuntos de inteligencia”, fue la respuesta.
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