Hacía años que Howard Carter vivía casi en soledad cuando murió de muerte natural el 2 de marzo de 1939, a la edad de 64 años, en su departamento de la calle Albert Court 40 de Londres, muy cerca del Royal Albert Hall.
En los últimos tiempos se había aislado del mundo y solo recibía a unos pocos amigos íntimos, con quienes, en ocasiones, hablaba de la única gran alegría y de las dos grandes tristezas que tenía en su vida.
Se sentía orgulloso de tener un lugar prominente en la historia de la arqueología moderna con su descubrimiento de la tumba del faraón Tutankamón, pero le dolía que los sucesivos gobiernos británicos jamás hubieran reconocido sus méritos y, más que nada, que su nombre quedara asociado para siempre con la famosa maldición.
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Siempre se creyó que esa melancolía del final se debía a las razones que Carter no se cansaba de mencionar, hasta que a mediados del año pasado tomó estado público por primera vez una antigua carta que, por un lado, podría explicar la reticencia de las autoridades británicas para galardonarlo con el ansiado título de “Sir” y, por el otro, el aislamiento voluntario que se impuso en famoso arqueólogo en sus últimos cinco años de vida.
La carta salió a la luz en agosto de 2022, cuando el diario británico The Observer publicó algunos fragmentos, pero data de 1934, doce años después del descubrimiento de la tumba del faraón egipcio y precisamente cinco años antes de la muerte de Carter.
“Saqueador de tumbas”
El texto está escrito y firmado de puño y letra por el filólogo Alan Gardiner, que fue parte del equipo de excavación y tuvo un papel fundamental en la traducción de los jeroglíficos hallados en la tumba. Es la carta de un hombre indignado, que no vacila en acusar a Carter, destinatario del texto, de ser un vulgar saqueador de tumbas.
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Y de algo todavía peor, porque se sentía dolorosamente traicionado: el arqueólogo le había regalado, como reconocimiento a su labor, un objeto que el filólogo recibió inocentemente y que luego descubrió que había sido “indudablemente robado de la tumba” por el propio Carter.
El reproche de Gardiner a Carter no tomó por entonces estado público, pero eso no quiere decir que no haya corrido, como un susurro, por el ambiente de la prestigiosa – y saqueadora, para decirlo todo – arqueología británica.
Eso explicaría el ostracismo en el que cayó Carter entre sus pares, aunque ninguno se atreviera a denunciar abiertamente al autor del descubrimiento arqueológico más impactante del Siglo XX.
El descubrimiento
Howard Carter llevaba dos años de trabajo en el Valle de los Reyes cuando el 4 de noviembre de 1922 descubrió el primer indicio de la existencia de una tumba. Sabía que estaba en el lugar indicado, pero el descubrimiento se debió a una casualidad. Uno de los aguateros del equipo tropezó con una piedra que resultó ser el comienzo de una escalinata descendente.
Carter y sus colaboradores excavaron siguiendo los escalones hasta que, ese mismo día, se toparon con la puerta de barro que tenía sellos de escritura jeroglífica. Era la entrada a una tumba.
Al arqueólogo le costó mucho contener sus ganas de abrir la puerta y seguir adelante, pero su expedición tenía un financista, George Edward Stanhope Molyneux Herbert, quinto conde de Carnarvon, que lo venía bancando con sus fondos desde hacía años y se molestaría mucho si no estaba presente cuando se abriera la tumba. Así que Carter ordenó rellenar nuevamente la escalera y le mandó un telegrama a su mecenas.
Lord Carnavon llegó desde Londres, acompañado por su hija Evelyn, el 23 de noviembre. Durante esos días de espera, Carter no se movió del campamento por temor a que la tumba sufriera un saqueo en su ausencia.
Al día siguiente excavaron la escalera y Carter le mostró a su mecenas la inscripción de la puerta: se trataba de la tumba de Tutankamón, un muerto a los 18 años, históricamente intrascendente, pero hijo de Akenathon, el hombre que había intentado instaurar el monoteísmo en el Egipto del Siglo XIV antes de Cristo.
El 26 de noviembre, Carter, Carnavon, Evelyn y el ayudante del arqueólogo, Arthur Callender, miraron el interior a través de una pequeña abertura que hicieron en la esquina superior izquierda de la piedra. El primero en hacerlo fue Carter, iluminando con una vela.
-¿Puede ver algo? – le preguntó Lord Carnavon.
-¡Sí, puedo ver cosas maravillosas! – respondió el arqueólogo.
Una tumba intacta
La abrieron al día siguiente, porque no podían hacerlo sin la presencia de un inspector del gobierno egipcio. Lo que vieron al explorarla los maravilló: había cofres, tronos, altares y divanes, hasta sumar cerca de cinco mil objetos.
Encontraron también otra puerta sellada, flanqueada por dos estatuas de Tutankamón, que llevaba a la cámara del sarcófago. Todo estaba intacto, salvo por las consecuencias del paso del tiempo. En miles de años nadie había entrado a esa tumba.
Carter tenía una tarea faraónica por delante y no podía hacerla solo. Pidió ayuda a otro arqueólogo Albert Lythgoe, del Metropolitan Museum de Nueva York, que trabajaba en una excavación de las cercanías, y éste prestó a parte de su equipo, incluyendo a Arthur Mace y el fotógrafo Harry Burton, mientras que el gobierno egipcio envió al químico analítico Alfred Lucas para que se sumara.
Por su parte, Lord Carnavon le vendió la exclusiva, con fotografías incluidas, a The Times. Quería recuperar parte de su inversión.
Víctimas de la “maldición”
Cuando negoció con el diario más importante de Londres, a Lord Carnavon le quedaban apenas cuatro meses de vida aunque, por supuesto, no lo sabía, como tampoco podía imaginar que su muerte sería la primera de una cadena que daría lugar a los rumores sobre “la maldición de la tumba de Tutankamón”.
Todo empezó en marzo de 1923, cuando lo picó un mosquito y Carnavon se cortó la picadura mientras se afeitaba con su navaja. El corte le causó una infección que derivó en una septicemia. Murió a causa de la infección, agravada por una neumonía, el 5 de abril. Hay una versión incomprobable que sostiene que en el momento de su muerte se produjo un apagón en el Cairo que dejó a oscuras durante unos minutos a toda la ciudad. También se llegó a decir que al examinar en detalle la momia del faraón se encontró que tenía la marca de una picadura de mosquito en el mismo lugar que había sido picado Lord Carnavon.
A la muerte del mecenas de Carter se sucedieron otras. Su medio hermano, Aubrey Herbert, que había presenciado la apertura de la cámara donde se encontraba el sarcófago, murió poco después que Lord Carnavon. Era hombre de salud frágil, pero la coincidencia llamó la atención.
Arthur Mace, que se había sumado al equipo luego del descubrimiento, murió en El Cairo sin que los médicos pudieran explicar la causa. Sir Douglas Reid, encargado de radiografiar la momia de Tutankamón, se enfermó en Egipto, lo que lo obligó a volver a Suiza, donde murió dos meses después. Alby Lythgoe, el arqueólogo del Metropolitan Museum de Nueva York que cedió a parte de su equipo a Carter, perdió la vida a causa de un infarto en 1934.
George Jay Gould, un arqueólogo invitado por Carter a visitar la tumba, empezó a sufrir accesos de fiebre muy elevada pocos días de su regreso de Egipto y falleció. El secretario de Carter, Richard Bethell, murió de un ataque cardíaco en Egipto pocos meses después del descubrimiento de la tumba y su padre se suicidó la recibir la noticia.
Es posible que ese encadenamiento de muertes hubiese pasado casi inadvertido si alguien no hubiera establecido la conexión y escrito un artículo sobre ella.
Howard Carter siempre sostuvo que el culpable de inventar la leyenda de la maldición de la tumba de Tutankamón fue Sir Arthur Conan Doyle, por entonces en el pináculo de la fama por el éxito editorial de los relatos protagonizados por Sherlock Holmes.
En el artículo, Conan Doyle explicaba la serie de muertes como una maldición que perseguía a quienes habían molestado en su descanso eterno al espíritu del faraón. A los pocos días, todo Londres hablaba de “la maldición de Tutankamón”.
Ladrón de tesoros
El artículo de Sir Arthur sobre la supuesta maldición data de 1934, el mismo año en que Carter recibió la carta de su antiguo colaborador Alan Gardiner. Tal vez la leyenda de la maldición lo molestara, pero la acusación de “ladrón de tumbas” era algo mucho más serio: estaba en dañaba su buen nombre y su prestigio como arqueólogo.
De la carta se desprende que Carter le entregó a Gardiner un amuleto utilizado como ofrenda a los muertos en Egipto. Al dárselo, el arqueólogo le aseguró que no provenía del sepulcro, pero cuando el entonces director del Museo Egipcio de El Cairo, Rex Engelbach, lo contempló, dijo que estaba fabricado con el mismo molde que otros encontrados en la tumba y dio por seguro que ése era su origen.
“Lamento profundamente haber sido llevado a una posición tan incómoda. Naturalmente, no le dije a Engelbach que había obtenido el amuleto de vos”, le reprocha Gardiner a Carter en la carta, parte de una colección privada, que se publicó completa en octubre de 2022 junto a otras misivas en el libro Tutankhamun and the Tomb that Changed the World, del egiptólogo estadounidense Bob Brier.
En una entrevista con The Observer, Brier sostuvo que tanto los arqueólogos como las autoridades egipcias sospecharon siempre que Carter y algunos de sus colaboradores habían sacado del sepulcro algunos objetos que luego no incluyeron en la lista oficial para poder apropiárselos.
La lista de objetos encontrados en la tumba que entregó Carter a las autoridades incluye 5.389 piezas arqueológicas. Es imposible saber cuántas se sacaron sin registrar.
“Se sospechaba que habían entrado en la tumba antes de su apertura oficial y habían sacado artefactos, incluidas joyas, que fueron vendidas tras sus muertes”, explicó.
También se descubrió que, en uno de sus viajes desde Egipto a Londres, Carter le regaló a su amigo Sir Bruce Ingram varios objetos procedentes de la tumba. Pocos días después, la casa de Ingram se incendió.
En ese caso, la supuesta maldición y el robo de tumbas se dieron la mano.
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