Hacía frío la mañana del 26 de febrero de 1993 en la isla de Manhattan poco antes de que se abrieran las puertas de un infierno. Minutos después del mediodía, una furgoneta entró al garaje subterráneo del World Trade Center, el complejo que incluía las famosas Torres Gemelas, y estacionó. Eran exactamente las 12.18.
Las cámaras registraron a un hombre que se bajaba del vehículo y caminaba con tranquilidad hacia la salida, un movimiento como cualquier otro entre los miles que cualquier viernes, como ese, ocurrían en uno de los lugares más concurridos de Nueva York.
Se podría decir que nadie imaginaba un atentado allí: faltaban más de dos años para que Timothy James McVeigh hiciera explotar un camión bomba frente al edificio del FBI en Oklahoma y matara a 167 personas y dejara heridas a casi 700; pasarían más de ocho años hasta que dos aviones de línea fueran estrellados contra las torres, las derrumbaran y dejaran miles de muertos en el mayor atentado de la historia registrado en territorio estadounidense, el 11-S, precisamente en el World Trade Center.
Por eso, en febrero de 1993, que una furgoneta estacionara en el garaje subterráneo debajo de la Torre Sur y su conductor saliera a la calle no llamó la atención de nadie. Los siguientes 13 minutos, las cámaras registraron entradas y salidas de autos y de gente, lo normal.
El reloj del estacionamiento marcaba las 12.31 cuando se produjo la explosión. En la furgoneta había 600 kilos de dinamita que, al estallar, hicieron un cráter de cuarenta y cinco metros de ancho y de unos cinco pisos de profundidad. Todo tembló en medio de un ruido infernal y una nube de humo asfixiante. Después se conocería el saldo: seis personas muertas, entre ellas una mujer embarazada, y más de mil heridos.
Había ocurrido el atentado contra las Torres Gemelas del que hoy casi nadie guarda memoria, porque quedó aplastado por el espanto del 11-S.
El objetivo fue también derribarlas. Al planificar la acción, los perpetradores imaginaron que la explosión derrumbaría la Torre Sur y que, al caer, ésta se llevaría puesta también a la Norte. Fallaron al calcular la cantidad de explosivos y también su ubicación.
Las primeras hipótesis
La brutal explosión también desconcertó a la policía y a las agencias de seguridad estadounidenses. No habían previsto un atentado de esas características y menos en Nueva York. Tampoco tenían idea de quién podía haberlo perpetrado.
“Faltaban ocho años para que Estados Unidos y el mundo entero se conmocionasen con el atentado del 11 de septiembre de 2001. Todavía términos como ‘Al Qaeda’, ‘Bin Laden’ o “terrorismo yihadista” no estaban incorporados al vocabulario general del ciudadano estadounidense medio —y al de algunas agencias de seguridad tampoco—, sin embargo, el yihadismo ya había golpeado en el corazón de Nueva York”, escribió Álvaro de Béthencourt, investigador del Observatorio Internacional de Estudios sobre Terrorismo (OIET), en su análisis del atentado.
En un primer momento, el FBI estimó que unas diez organizaciones conocidas, entre ellas el Cartel de Medellín y los guerrilleros peruanos de Sendero Luminoso, tenían la capacidad de realizar una acción de ese tipo.
Entre las hipótesis, la que ganó fuerza al principio estaba vinculada con la guerra de los Balcanes, en la fragmentada Yugoeslavia. El entonces director del FBI, William Sessions, informó que estaban siguiendo la pista de un desconocido Frente de Liberación Serbio, que se había adjudicado la acción mediante una llamada telefónica.
La carta de un narco
Otra teoría fuerte involucraba al Cártel de Medellín, liderado por el narcotraficante colombiano Pablo Escobar. Se basaba en que en las Torres Gemelas tenían oficinas las aduanas de Nueva York y de Nueva Jersey, involucradas en la lucha contra el tráfico de drogas.
Preocupado por las consecuencias, el propio Escobar se ocupó de desmentir esa hipótesis con una carta que envió al embajador de los Estados Unidos en Colombia, Morris D. Busby, y que también entregó a los medios de comunicación para que tomara estado público.
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“Después del atentado terrorista ocurrido en Nueva York, ninguno de los cuerpos policiales ha descartado la posibilidad de que el cartel de Medellín fuese uno de los principales sospechosos. Quiero decirle que yo no he tenido nada ver con esa bomba porque en mi país, su gobierno no ha estado tomando parte en las explosiones, secuestros, torturas, masacres de mi gente y mis aliados. Si todo este tipo de acciones no ocurrieron cuando estaba en vigor el tratado de extradición, no hay razones para que esto vaya a ocurrir ahora que no lo está. Puede ir quitándome de la lista, porque de haberlo hecho, le estaría diciendo por qué y lo que quiero”, decía.
El mensaje de Escobar tenía su lógica: el cártel no había actuado contra los Estados Unidos en su propio territorio cuando sus jefes podían ser detenidos en Colombia y llevados allá para ser juzgados. Hacerlo en ese momento, cuando la extradición estaba suspendida, hubiera sido tirar combustible a un fuego que no tenía interés en reavivar.
Cuando escribió la carta al embajador norteamericano, a Escobar que quedaban menos de diez meses de vida. Murió en su ley, a los tiros, acorralado por la policía cuando intentaba escapar por los techos de las casas aledañas a su último escondite, en el barrio Los Olivos de Medellín.
La célula yihadista
Pasado el desconcierto inicial, las pistas apuntaron hacia otro lado. El primer indicio que encontraron los investigadores del FBI fue un número de identificación en el motor de la furgoneta que había explotado. Habían intentado borrarlo, pero lo habían hecho mal.
Ese número les permitió saber que se trataba de una camioneta alquilada que había sido denunciada como robada el mismo día del atentado, temprano a la mañana. Siguiendo esa pista los agentes llegaron a cuatro sospechosos: Mohammad Salameh, Nidal Ayyad, Mahmoud Abouhalima y Ahmed Ajaj.
Al allanar el departamento en que vivían se encontraron restos de los elementos con que habían armado la bomba y también productos químicos, como gas cianuro, que pensaban utilizar en otro atentado.
Pronto detuvieron a otras diez personas, pero se les escapó el líder de la célula y verdadero planificador del atentado, Ramzi Yousef, que había llegado unos meses antes a Nueva York, proveniente de Pakistán. Venía de recibir entrenamiento en el armado de explosivos en Afganistán. El World Trade Center era el primero de los objetivos que se había fijado antes de pisar suelo estadounidense. También planeaba hacer explotar once aviones comerciales.
Al escapar del cerco del FBI, alcanzó a perpetrar un plan más: colocó una bomba en el vuelo 434 de Philippine Airlines el 11 de diciembre de 1994. Al estallar, el explosivo mató a un pasajero e hirió a otros diez, pero el avión pudo hacer un aterrizaje de emergencia que salvó la vida del resto de la tripulación y los pasajeros.
Como en la Torre Sur, Ramzi Youssef había calculado mal la cantidad de explosivos y su ubicación dentro del avión.
Después de eso huyó a Pakistán, donde finalmente fue detenido en 1995.
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La captura del jeque ciego
Además de un cabecilla, la célula yihadista que atentó contra el World Trade Center tenía también un ideólogo. Se llamaba Omar Abdel Rahman, pero era más conocido como “el jeque ciego”.
Abdel Rahman quedó ciego de niño y aprendió a leer el Corán en idioma braille, se formó en la Universidad de Al Azhar, en El Cairo, el centro de estudios religiosos más prestigioso del mundo islámico, y en los años setenta se autoproclamó jeque de la Gamaa al Islamiya.
En octubre de 1981 atrajo la atención mundial cuando fue acusado de haber dictado una “fatua” (decreto islámico) que llevó al asesinato del presidente egipcio Anwar al Sadat. Para fines de los ‘80 estaba en Estados Unidos, donde ejercía como imán en la mezquita de Salem, en Nueva Jersey.
El FBI lo tenía bajo una vigilancia discontinua, porque de alguna manera Rahman le había prestado un servicio al gobierno estadounidense cuando en la década de los ‘70 reclutaba combatientes musulmanes para ir a pelear contra las tropas soviéticas en Afganistán. Por esa razón le habían permitido entrar al país.
Lo detuvieron cuando los agentes descubrieron que algunos de los integrantes de la célula eran asiduos concurrentes a la mezquita del jeque ciego.
El 1 de octubre de 1995, luego de un juicio de nueve meses, Rahman fue declarado culpable del atentado contra el World Trade Center y condenado a cadena perpetua. La misma suerte corrió, después de ser extraditado desde Pakistán, el jefe operativo de la célula, Ramzi Youssef, con la sentencia dictada en 1998 por haber sido el organizador del ataque.
Ese mismo año, desde la cárcel, el jeque ciego emitió una fatwa en la que llamó a realizar más atentados contra judíos y cristianos.
“A los musulmanes de todo el mundo: destruyan sus países. Destrócenlos. Destruyan sus economías, quemen sus empresas, destruyan sus negocios, hundan sus barcos y derriben sus aviones. Mátenlos en tierra, mar y aire”, ordenaba.
Tres años después de que el jeque ciego dictara su fatwa mortal, las Torres Gemelas quedaron reducidas a escombros luego de ser impactadas por dos aviones comerciales secuestrados en pleno vuelo.
Omar Abdel Rahman murió de diabetes en la cárcel el 18 de febrero de 2017.
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