Cerrá los ojos, lector, lectora, son unos segundos nomás. La palabra clave es “infancia”. ¿Qué te viene a la mente cuando evocás la tuya? ¿Cómo te ves hoy cuando mirás hacia atrás y te ves de chiquito, de chiquita?
El recuerdo puede ir para cualquier lado. El más amable, si lo tuviste -el barrio en verano, las bombuchas llenas, los ñoquis de la abuela, a la colonia en bicicleta, la siesta con mamá, a cococho de papá-. También para el lado oscuro, hacia donde va directo -como una flecha precisa y filosa- la mente de Azul Ibarra Lescano, que ahora tiene 22 años.
“Nosotros siempre vivimos en un contexto precario, y nos criamos en esta villa donde bueno, sucedió lo que sucedió”, dice a Infobae. No está hablando de la villa en sí misma -la Villa Azul, en Wilde- porque los abusos sexuales que sufrió y está por despellejar en esta entrevista podrían haber sucedido en una mansión.
Está hablando de la familia, del círculo que se supone que es tu red, precisamente de su abuelo.
“Vivíamos con mis abuelos, ahí era donde sucedían los abusos. Mis viejos trabajaban mucho y cuando mis hermanos se iban al colegio yo me terminaba quedando sola con él”, cuenta. La nena de la que ahora habla la Azul adulta tenía “4, 5 años con toda la furia”, había nacido con la esquirlas del estallido social del 2001.
“4, 5 años, con toda la furia” es la frase que usa: bueno. La cuestión es que se mudaron de esa casilla de un día para el otro a una casa que les prestaron en Lomas de Zamora. Azul no supo en ese entonces el por qué de la huida, porque ella no se lo había contado a nadie.
“Es que mi abuelo era un abusador, no sólo lo había hecho conmigo. Y en ese momento saltó que una vecina, una nena también, contó lo que él le había hecho. Yo no dije nada porque todavía no entendía lo que era el abuso sexual, mi abuelo en ese momento me decía que estábamos jugando, ¿entendés?”, pregunta.
“Después lo convertí en un sueño. Cuando recordaba lo que me había pasado yo me decía ‘no, eso no pasó, lo soñé; soy una mala persona, ¿cómo voy a pensar que mi abuelo podría hacerme algo así?”.
La mudanza no la apartó del todo del peligro. “Seguíamos yendo de visita a veces. Claro, porque a la vecinita nadie le había creído, era otra época, qué se yo...”. El contexto socioeconómico hacía las cosas más simples para un abusador:
“Era una villa, abrías la ventana y ahí estaba la nena de al lado”.
Azul no había podido ponerle palabras pero sí un límite: un día, cuando ya tenía 6 años, “fuimos, comimos, se quedaron todos afuera y nos dejaron solos adentro, mi abuelo y yo. Él intenta nuevamente tocarme (esta parte la cuenta en presente), yo lo saco y me voy”.
La pequeña Azul se quedó pegada a su mamá, pero no logró decir lo que había pasado.
Al año siguiente su abuelo murió pero la muerte del perro no acabó con la rabia. La rabia, de hecho, siguió avanzando adentro de su cuerpo.
“Tenía como ataques de epilepsia, unas crisis de ansiedad terribles... Cuando él murió yo no lloré. Nada, no me salían las lágrimas. Pero tenía 7 años y eso también me daba culpa: las otras nenas se ponían tristes cuando se morían sus abuelos”.
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Iba a la primaria y era una nena de 11 años cuando lo vomitó por primera vez.
“Se lo conté a una compañerita del colegio, ya no aguantaba más. ‘Fui violada por mi abuelo’, así le dije”. Esas cinco palabras habían destapado un pozo ciego.
“Como que de repente crecí, dejé de ser niña, y me cayó todo el peso de la realidad encima. Y empecé a escribir para descargar el dolor. Cosas súper oscuras, yo literalmente no tenía más ganas de vivir”.
Azul lloraba de día y de noche. Había dejado de dormir. “Tuve varios intento de suicidio, pero lo peor eran los pensamientos, porque eran constantes. Iba caminando, pasaba el tren y era un infierno porque me quedaba parada pensando ‘me tiro, no me tiro, me tiro, no me tiro’”.
En una de esas crisis de llanto se lo pudo contar a su mamá: “El abuelo me violó”, le dijo. La madre la abrazó, le creyó. “Sé que no fui la única abusada por él en la familia, pero bueno, hubo mucho encubrimiento, porque mi abuela lo cubría”, sostiene Azul.
En ese cuaderno le escribía directamente a él, que llevaba años muerto:
“Le decía que me había dejado sin ganas de vivir, sin nada, que me sentía perdida. Escribía con bronca, con rencor. También escribía mucho sobre la pérdida de inocencia que me había generado, porque sentía que en la infancia había sido toda una adultita, ¿entendés?”.
Un recuerdo concreto habla de eso. “Me acuerdo que en los cumpleaños yo soplaba las velas y en vez de pedir un juguete, o cualquier boludez, pedía siempre el mismo deseo: ser feliz. Ahora que lo pienso digo: capaz que sentía que nunca iba a poder estar bien, que nunca iba a poder ser feliz”, piensa.
No fue eso lo que pasó y Azul ya no es (solo esa) nena sino La negra Azul, una cantante incipiente del género bonaerense RKT (el mismo de L-Gante, El Noba o La Joaqui). Lo que antes escribía y guardaba ahora lo escribe y lo hace canción.
Todavía no pudo hablar de los abusos sexuales en sus temas pero sí de todas las otras flechas que la atravesaron después. Haber elegido ser “trabajadora sexual” es una de ellas.
Después
Contar los abusos le permitió liberar algo de la angustia pero no borró las consecuencias.
“Fue caer, contarlo fue decir ‘esto fue real de verdad’”, sigue. Azul entonces empezó a cortarse los brazos. Lloraba y escribía: era un alivio, pero no generaba la descarga suficiente como para dejar de lastimarse.
Tenía 13 años cuando un entrenador de atletismo la vio correr en el colegio y la convocó: “Tenés condiciones para ser velocista”, le dijo.
La Azul adolescente empezó a entrenar profesionalmente con otros deportistas de alto rendimiento y llegó a estar entre las 10 atletas más rápidas de Argentina.
¿Correr le vaciaba la cabeza? No, no tan obvio.
“El atletismo tiene un montón de ramas, podés hacer pruebas más largas, correr 3.000 mil metros por ejemplo. Yo creo que elegí ser velocista porque me permitía explotar: tenía que llegar a mi máxima velocidad en 200 metros. Con la ansiedad que yo tenía por todo lo que había vivido, sólo esas explosiones me permitían descargar”.
Fue deportista de alto rendimiento durante más de 5 años. Dejó de entrenar de un día para el otro, “harta de la sobreexigencia de mi entrenador”, el mismo día en que empezó la pandemia.
Para entonces, una amiga ya le había hablado de lo que ella llama “el trabajo sexual”.
Las comillas están puestas sobre la palabra “trabajo” porque Azul dice que, aunque los prejuicios con los que ya cargaba se multiplicaron -a “negra de mierda” y “villera” se sumó “puta”- para ella “fue una forma de ganar plata, y listo, un trabajo. No me pongas como una puta sufrida porque la verdad es que no fue así”.
Arrancó a los 18 años “dando encuentros”, sigue. “Yo nunca mezclé las historias. No odiaba a los hombres en general, siempre supe que el único culpable de mis abusos tiene nombre y apellido y está muerto”.
Dice que sólo lo hacía por la plata, “un laburo, como alguien que labura en un supermercado”. Que el dinero que ganaba ofreciendo sexo lo usaba “para comprarme ropa o mis cosas. En realidad mi idea era laburar de eso hasta poder mantenerme con la música”.
Pasó de encuentros sexuales presenciales a “venta de contenido”. Esto es videollamadas sexuales, venta de fotos y videos eróticos a pedido a través de redes sociales.
Pero cuando su entorno se enteró “fue un escándalo”, sigue ella. “Fue más padecer lo que decían que el laburo en sí. Mi mamá pensó que yo me prostituía para drogarme, pero en vez de preguntarme a mí hizo todo un kilombo. A mí me cayó re mal, me sentí muy juzgada. Nadie me escuchaba, nadie me preguntaba qué me pasaba a mí con eso. Me juzgaba mi familia, mis amistades de toda la vida ya no se querían juntar conmigo”.
Fue en 2021 que Azul se sentó sola y escribió “El kilombo RKT”. Su abuela iba a formar parte de un evento antirracista en un teatro de Lomas y Azul quería hacer oír su voz.
“Ese día iban a estar todos en el público, mi mamá, mi papá... Era una oportunidad para pararme en frente de todos en un escenario y decirles de una: yo soy esto, esto y esto”.
“Ya tengo todas las contras para esta sociedad. Que por negra o por puta o por mujer bisexual (o por pobre de Lomas). Y mirá si muestro el orto en Instagram, uhhh. ‘A esta piba la tenemos que educar’. ¿Por? Por no saber manejar su libertad, mmm’”, dice su primer tema.
También, como feminista que es, le habló a una parte de los feminismos: “Me cansé de las blanquitas haciendo todo esto tan mal. Que soy mala y agresiva, me falta sororidad. Que se ponen como locos porque canto la verdad. De que a mí por negra villa no me tratan igual”.
Lo grabó junto a su hermano con una pista de YouTube y ella misma empezó a creer en ella misma: a creer que podía funcionar.
Lo subió a todas sus redes, consiguieron un representante y empezó a cantar en vivo (en Gesell, contratada por el gobierno provincial la semana pasada, en General Pinto este). Y acaba de sacar el segundo tema. Esta vez La negra Azul le habla al barrio que le dio refugio: de hecho grabó el video en la puerta de la casa en la que se instaló con su familia cuando huyeron de Villa Azul.
“Están acostumbrados a decirnos ‘negros de mierda’ como un insulto. Yo me paro y digo ‘yo soy negra, y orgullosa’. Cada vez que escribo me pongo de mi lado primero y de lo que yo viví, de lo que yo padecí, de lo que vivimos acá, ¿entendés? Y eso inevitablemente llega: hay gente que se siente identificada cuando nombrás todo lo que está invisibilizado: hay más Azules por ahí, yo lo sé”.
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