Era un barco viejo, que flotaba casi de milagro. Una cáscara de nuez que se hamacaba en el invierno por las heladas aguas del Mar Negro. El Struma había conocido épocas mejores a fines del siglo XIX, cuando era un yate de lujo británico y todavía se llamaba Xantha. Pero ahora, mientras la Segunda Guerra Mundial incendiaba Europa, ni siquiera estaba en condiciones de cumplir el destino al que había sido rebajado: la navegación por el río Danubio como transporte de ganado. El motor había sido arrancado de un buque que había naufragado, una sola canilla brindaba agua dulce, tenía apenas un baño con ocho retretes en pésimas condiciones -en rigor, agujeros-, la madera del casco se pudría sobre un armazón de hierro corroído y la radio funcionaba cuando quería. Además, carecía de chalecos salvavidas y tenía apenas dos botes en caso de un naufragio. Con suerte, en sus 15 metros de eslora por seis de manga podían navegar un centenar de personas. En la noche del 24 de febrero de 1942 se apiñaban 779 pasajeros, sumando los diez tripulantes de nacionalidad búlgara y el resto, todos judíos que escapaban de una muerte segura a manos de los antisemitas y nazis en Rumania a cambio de un costoso ticket. Un chispazo y el viaje -ya penoso de por sí- se convertiría en tragedia. Y fue lo que sucedió.
La Segunda Guerra Mundial había comenzado hacía poco más de dos años. El ejército alemán arrasaba con cualquier país que intentaba hacerle frente. En 1941, al espanto de la reclusión forzada en los campos de concentración, los nazis sumaron campos de exterminio para matar judíos: la macabra “solución final”. El Holocausto que pergeñó su abominable arquitecto, Adolf Eichmann. Las atrocidades fueron replicadas en cada país donde la svástica se imponía con su fuerza brutal. Y Rumania no fue la excepción.
En 1940, el Rey Carlos II, que intentaba mantener a su país en el pantanoso terreno de la neutralidad, abdicó en Bucarest. Asumió un militar pro nazi, Ion Antonescu, que casi de un plumazo aprobó 32 leyes contra los judíos y dictó 31 decretos en el mismo sentido. Adolf Hitler decidió enviar unos 300 mil efectivos a Rumania, pero reconoció a Antonescu como el Mariscal de ese país. Era una simulación de independencia, útil a sus fines. Al año siguiente, los alemanes ya controlaban el petróleo rumano -vital para sostener el andamiaje de la Wehrmacht, la maquinaria de guerra del Ejército- y el país pasó a colaborar con el Eje conformado por Alemania, Italia y Japón.
La seguridad de los judíos ya era mala en aquel país, pero un factor extra la hizo insostenible. Existía, desde 1927, una organización fascista, clerical y antisemita llamada la Legión de San Miguel Arcángel, luego conocida como La Guardia de Hierro. También los llamaban Camisas Verdes, por el uniforme que portaban. Azuzados por los alemanes, los nazis rumanos cometieron una infinidad de masacres. De los casi 800 mil judíos que vivían en Rumania antes de la Segunda Guerra Mundial, unos 420 mil fueron asesinados en apenas tres años. A veces, la monstruosidad de los crímenes en la propia Alemania nubla la visión de los cometidos en los países que se convirtieron en satélites del Tercer Reich.
En junio de 1941, en la ciudad de Iasi, más de 13 mil judíos fueron exterminados por turbas lideradas por la Guardia de Hierro, lo que es considerado el comienzo del holocausto en Rumania. Después de esa carnicería, metieron a 5 mil judíos en un “tren de la muerte” rumbo a un campo de concentración. Al llegar, sólo quedaban mil con vida.
Bogdanovka -hoy parte del territorio ucraniano- era una de esas “colonias” de la dictadura rumana donde se agolpaba a los detenidos de las regiones de Besarabia y Odessa. En noviembre 1941 se calcula que allí sobrevivían unos 54 mil judíos. A finales de ese mes se detectaron unos casos de tifus. La respuesta fue de una crueldad inusitada. En cuestión de días, a principios de diciembre, 40 mil judíos fueron asesinados. A los discapacitados y ancianos que se encontraban confinados los encerraron en galpones que rociaron con kerosene y prendieron fuego. Luego, en grupos de a 500, los llevaron a un bosque para fusilarlos. Casi todos los que aún quedaban con vida murieron congelados a orillas del río Bug del Sur.
A diferencia de lo que sucedía en Alemania, donde la masacre se intentó ocultar, allí el exterminio se hizo a la vista de todos. Pero en un alarde de cinismo supremo, los nazis alemanes reprobaron lo actuado por los rumanos. No porque censuraran la brutalidad contra los judíos, que celebraban. Sino porque, a diferencia de ellos, consideraban que los rumanos ejercían una violencia desorganizada, casi animal.
El mismo diciembre, Gran Bretaña y otros países del Commonwealth le declararon la guerra a Rumania. Estados Unidos lo haría en 1942. Antonescu advirtió que la guerra podía dar un barquinazo, como lo dio. Y en lugar de enviar a los judíos a la muerte, comenzó a cobrarles suculentas sumas de dinero a cambio de deportarlos. Por supuesto, los que habían sobrevivido a las masacres hacían todo lo posible por huir, ayudados por organizaciones judías. El destino más deseado por quienes escapaban del horror era el territorio de Eretz Israel, donde se asentaban los antiguos pueblos de Judá e Israel.
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Por entonces, el estado de Israel no existía. Recién fue creado en 1948. Ese territorio era Palestina, un protectorado británico. Durante el transcurso de la guerra, la monstruosidad de los campos de exterminio nazis aún no había estallado con la fuerza de una bomba en la cara del mundo. En ese momento era menester, para los británicos, tener a los árabes y su petróleo como aliados, y así evitar que negociaran el líquido vital con el Tercer Reich. La falta de combustible fue una de las causas, no la única, de la debacle militar de Alemania. De acuerdo al Libro Blanco de 1939, una suerte de reglamento que desde Londres imponía a ese territorio, sólo 75 mil judíos podrían ser aceptados como inmigrantes en el término de cinco años, para no romper el equilibrio previsto por Gran Bretaña con la población árabe. Pero la presión de la guerra hizo que la llegada de judíos fuera masiva. Los árabes comenzaron a protestar. Y los británicos optaron por negar el ingreso de judíos a la tierra de sus ancestros por fuera del cupo previsto.
El Struma y sus 74 años de fatigas en distintas aguas eran propiedad de un armador griego llamado Jean D. Pandelis, y navegaba bajo bandera panameña. A él lo contactaron de Betar, una asociación de jóvenes judíos, para asegurar el viaje hacia la salvación. El 12 de diciembre de 1941 se embarcaron en el viejo cascajo 781 personas, entre los que se contaban un centenar de niños y bebés. Lo hicieron en el puerto de Constanza, sobre el Mar Negro. Fundada en el año 600 AC, era la quinta ciudad en importancia de Rumania y su principal puerto. Cada uno de los embarcados podía llevar 20 kilogramos de equipaje. Por supuesto, antes de subir, los oficiales rumanos se dedicaron a robarles pertenencias de valor y comida.
El primer tramo del viaje fue de zozobra: las aguas que rodeaban Constanza estaban minadas y fue llevado por un remolcador rumano para evitarlas. Pero apenas los diez tripulantes intentaron mover el barco por sus propios medios, sucedió lo previsible: el motor no arrancó. Debieron pasar la noche invernal a una corta distancia del puerto, durmiendo de a cuatro por cada litera.
Por la mañana, la tripulación lanzó una señal de ayuda. El buque rumano regresó, pero para hacer las reparaciones los mecánicos pidieron un pago. Los pasajeros judíos, entre el gasto del pasaje y lo que el gobierno les había expropiado, ya no tenían dinero. Costearon los arreglos con lo último que les quedaba: las alianzas matrimoniales de los casados.
El 15 de diciembre, el motor volvió a fallar. Debieron ser remolcados hasta el puerto de Estambul, en Turquía. Un viaje que debía durar unas 15 horas, demoró tres días. Y fue allí donde se abrió la puerta de la tragedia.
Los turcos eran neutrales en la contienda mundial. Sin embargo, no permitía el ingreso de judíos. Los británicos, enterados de las intenciones del Struma, le pidieron al gobierno turco del médico Refik Saydam, que impidiera el paso del barco. A rajatabla, pensaban cumplir con las decisiones escritas en el Libro Blanco de 1939. Aunque en verdad, el Struma, en las condiciones que estaba, ya no podía navegar ni un metro.
Así, la tripulación tiró el ancla. Y mientras los gobiernos negociaban, los días comenzaron a transcurrir. A bordo, la comida empezó a escasear. Todo lo que había era sopa al mediodía y a la noche, una naranja y algunos pocos maníes por persona y, para los niños unas gotas de leche antes de dormir. Ante la imposibilidad de amarrar en el puerto, la única ayuda que recibía el pasaje provenía de un bote que enviaban los judíos de Estambul, que se arriesgaban a llegar con sigilo durante la noche con escasas provisiones.
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Las tratativas entre turcos e ingleses se empantanaron. Hubo un principio de acuerdo para entregar un visado palestino a los chicos entre 11 y 16 años, pero se fue a pique porque los turcos no querían que viajaran por su tierra y los británicos no permitían que otro barco los llevara. Los primeros permitieron el desembarco de una pasajera llamada Madeea Solomonovici, que había sufrido un aborto espontáneo, para que fuera llevada a un hospital. Los últimos apenas aceptaron que unos pocos pasajeros que probaron tener visado británico pudieran descender de la embarcación.
El 23 de febrero, oficiales turcos quisieron abordar el navío, pero fueron rechazados. Regresaron con botes y rodearon el Struma. El pasaje, en su desesperación, desplegó banderas pidiendo auxilio en hebreo e inglés. Esta vez subieron a cubierta y obligaron a la tripulación a levar el ancla. Un remolcador llevó el barco fuera del estrecho del Bósforo, de regreso al Mar Negro. Los intentos por hacer funcionar el motor fueron inútiles, y el Struma quedó a la deriva, a unos dieciséis kilómetros de la costa. La helada noche cayó sobre las 779 almas que estaban a bordo. A los costados del barco flotaban trozos de hielo, pequeños témpanos que delataban el crudo invierno.
Por la madrugada, la tragedia se pudo observar desde la costa. Una tremenda explosión sacudió al viejo barco, que voló por el aire y se fue a pique. Los que estaban en las bodegas murieron ahogados casi de inmediato. Aquellos que naufragaron aferrados a un pedazo de madera murieron más lentamente, por hipotermia. Por increíble que parezca sólo hubo un sobreviviente: David Stoliar, que tenía 19 años. Estuvo durante horas flotando sobre una puerta en compañía de un miembro de la tripulación, el primer oficial Lázaro Dikov, que murió congelado durante la madrugada del día siguiente. Luego, ya en la mañana del 25, pobladores turcos que vivían en la costa lo rescataron.
Stoliar había nacido en Chisinau, hoy la capital de Moldavia. De pequeño, junto a sus padres, se mudó a Francia, donde vivía uno de sus tíos. Regresaron a Rumania y Jacobo, su papá, puso en marcha una fábrica textil. Con sus padres separados y su madre con una nueva familia en Francia, David repartió su tiempo entre ambos países. La guerra lo sorprendió mientras estudiaba en el Liceo de Bucarest, de donde fue expulsado por su condición de judío. En 1940 fue enviado a un campo de concentración cerca de la capital, de donde lo rescató su padre sobornando a unos guardias. Jacobo también le consiguió el ticket en el Struma. David embarcó junto a su novia, Ilse Lothringer y los padres de ella. Los tres murieron en la explosión.
Luego de su rescate, fue detenido durante meses por las autoridades turcas. Hizo una huelga de hambre y lo entregaron a Simon Brod, un representante de la comunidad judía que enviaba refugiados a Palestina, vía Siria, por tren. Desde Londres, ahora sí, le entregaron la documentación requerida. Tiempo después se unió al ejército británico y combatió en el norte de África. Cuando terminó la guerra se reunió con su padre, Jacob. Allí se enteró de que su madre y su medio hermano habían sido enviados por los nazis a Auschwitz, donde fueron asesinados. Fue parte del ejército de Israel. Siempre quiso olvidar lo que sucedió en el Struma. Su primera esposa, con quien se casó en 1945 en El Cairo, jamás conoció esa parte de su historia. A la segunda, se lo confesó luego de dos años de matrimonio. En sus últimos años vivió en los Estados Unidos, donde murió a los 91 años en 2014.
Al principio, los motivos de la explosión del Struma quedaron envueltos en el misterio. Se manejaron diferentes hipótesis, como la detonación de una mina, pero recién en 1964 un historiador alemán, Jürgen Rohwer, dio a conocer la brutal verdad. Lo torpedeó un submarino soviético tipo X, el Shch-213. Esto fue confirmado, años después, por Moscú. En los archivos militares se lee una insólita felicitación por haber hundido al indefenso barco: “El submarino Shch-213 se encontró en la mañana del 24 de febrero de 1942 con un barco enemigo desprotegido Struma. El barco fue torpedeado con éxito desde una distancia de 1.118 metros y hundido. Comandante de unidad, suboficiales y el marinero de la Flota Roja que disparó el torpedo, han mostrado coraje”.
El trasfondo del ataque era una orden del dictador de la Unión Soviética Josef Stalin para que la armada de su país hundiera cualquier barco neutral en el Mar Negro. Buscaba evitar el transporte de un mineral clave para la industria militar de Hitler: el cromo. Y Turquía era el principal proveedor. Era un método habitual que el Tercer Reich aplicaba con las naciones neutrales para obtener materias primas: chantajearlas con su poderío militar o pagarles con migajas. Así hicieron con el hierro sueco o el wolframio portugués. El Shch-213 se fue a pique poco después, luego de colisionar con una mina y estallar.
El desastre del Struma no pasó desapercibido. Las autoridades británicas de Palestina fueron apuntadas por su inhumanidad. Y hubo consecuencias. El ministro para Medio Oriente Walter E. Guinness (Lord Moyne), fue asesinado en El Cairo; y el gobernador del territorio palestino Harold Mac Michael sobrevivió a varios atentados. Quizás, la inmolación de los 781 pasajeros judíos del Struma sirvió para que la comunidad internacional despertara y diera un paso más hacia la creación del Estado de Israel.
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