La historia arrancó con un fracaso. Darío Giusepponi, el menor de los tres hijos de un taxista y de una ama de casa, recién había terminado el secundario. Trabajaba de bachero en un bar de Rosario pero quería ser médico en una emergencia: se imaginaba encorvado y haciendo equilibrio arriba de una ambulancia, tenía esa edad en la que nada parece quedar tan lejos.
Fue hace 20 años exactos, y con ese espíritu Darío se inscribió en la Universidad Nacional de Rosario. Empezó a estudiar desaforadamente para el ingreso, memorizaba en casa y repetía mientras fajinaba. Rindió el primer examen: aprobó, “bien pibe”, aplausos para el lavacopas. Tenía 17 años.
Rindió el segundo: lo bocharon.
“No éramos pobres pero vivíamos medio ajustados, al día digamos”, cuenta ahora a Infobae. Había que trabajar y aportar a la economía familiar pero ya lo dijo, él quería ser médico. En ese mismo bar logró ascender a mozo, y al año siguiente, 2004, volvió a estudiar desaforadamente, y a rendir el examen que necesitaba aprobar para ingresar a la Facultad de Medicina.
“Me bocharon otra vez”, se ríe ahora.
Desistió. Atendió en otro bar, en otro. Ya tenía 26 años cuando conoció a una chica que estaba en el final de la carrera de Medicina. La joven le contó que ya no había examen de ingreso: “Y me dijo ‘¿por qué no probás ahora?’. Había pasado una década desde el primer intento. Yo le respondí ‘naaaa, yo ya estoy grande’”, recuerda.
El deseo parecía haberse diluido. “Además, yo necesitaba trabajar porque vivía de mí, y mi trabajo de mozo era bastante inconstante. Había meses que estaba muy bien económicamente pero había meses que no llegaba a pagar el alquiler y por ahí uno prioriza el plato de comida”, sigue él.
Pero un año después de esa charla Darío dejó ese bar y entró a trabajar como “basurero” en una empresa de recolección y barrido de Rosario. Las comillas son de él, que dice “basurero para el resto, porque es un trabajo muy estigmatizado”.
“Basurero” también es poner una lupa sobre ese trabajo con todo lo que implica: los riesgos, el asco, el estigma, las señoras que lo saludaban apenas levantando la mano antes pero ahora que es doctor lo saludan con un beso.
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A favor, por fin tenía un buen sueldo. En contra, como era “el nuevo” arrancó por el trabajo más duro: la recolección nocturna en los barrios más peligrosos de Rosario.
“He estado hasta las 6 de la mañana trabajando, y en barrios complicados. No la pasé bien ahí la verdad. Me acuerdo de una vez que nos quisieron robar con un arma enorme, de otra vez que cortamos un perro a la mitad, sin querer, obvio. Fue terrible pero agradecí que no hubiera sido una persona, porque en esos contenedores pueden tirar cualquier cosa”.
El recuerdo tiene, además, olores: el vaho a pollo descompuesto atravesando las bolsas es uno.
Darío logró que lo pasaran a la recolección de día y finalmente, a barrendero. Las cosas habían cambiado: trabajaba de 6 de la mañana a 12 del mediodía, no tenía hijos, tenía un sueldo fijo. “Es ahora”, pensó. Tenía 27 años cuando hizo el tercer intento por ingresar a la carrera.
“Muchos me decían ‘dejate de joder’, ‘¿qué te vas a poner a estudiar Medicina ahora?’, ‘buscate un curso, algo más corto’, ‘¿a qué edad te vas a recibir?’, ‘después encima tenés que hacer la especialidad’”, enumera. Su mamá, en cambio, la misma que ya lo había visto caer dos veces, le dijo: “Probá”.
Darío entró a la carrera y enseguida empezó a convivir con un pensamiento: “Esto no es para mí”. Miraba células a través de un microscopio y no entendía nada, “sólo veía circulitos violetas y rosas”. Sus compañeros tenían mayormente 18, 19 años; ninguno trabajaba.
“Fue un año caótico, pensé que no lo pasaba”, recuerda.
Nada era como había imaginado desde la adolescencia: había docentes muy buenos y otros que “maltrataban bastante”. No explicaban demasiado: todo -al menos en ese primer año- le resultaba aburrido y lejano de la idea del joven encorvado y haciendo equilibrio en una ambulancia que sobrevivía en su cabeza.
“Había una materia que te permite cursar el segundo año y dije ‘si no la saco no estudio más’”. La materia se llamaba Crecimiento y desarrollo, abarcaba Histología, Fisiología y Anatomía. La rindió en diciembre: lo bocharon. La rindió en febrero: lo bocharon. Volvió a rendirla: aprobó.
Nada en la Facultad de Medicina estaba pensado para alguien que necesitaba trabajar: los seminarios se cursaban a las 11 de la mañana o a las 2 de la tarde, “y había tantos estudiantes que si no ibas una hora antes los veías literalmente desde el pasillo”. Las tutorías eran de noche.
Aunque fueran para estudiar, tener que pedir permisos especiales en el trabajo dos o tres veces por semana le resultaba, de mínima, incómodo. Así que Darío se acercó al Sindicato de Recolección y Barrido de Rosario y les pidió el apoyo que necesitaba para no abandonar.
Lo consiguió -lo autorizaron a salir antes los días en que tenía que cursar seminarios obligatorios- y esa confianza lo sostuvo. Le tenía que buscar la vuelta para poder estudiar también en horario laboral.
“No está bien lo que hice”, avisa. Pero ya no lo hace, por eso lo cuenta. Resulta que la pandemia, que fue tan cruel para tantos, a Darío le allanó el camino.
“De repente las clases se subían a YouTube, así que mientras barría me ponía los auriculares y las escuchaba”. ¿Qué pensarían los vecinos que estaba escuchando el barrendero? ¿Cumbia? ¿la radio?
“Digo que está mal lo que hice porque, con los auriculares puestos, si me atropellaba un auto iba a ser culpa mía. Pero bueno, tenía que capitalizar todos los medios”, sigue.
No todo el mundo tiraba buena onda: “Hay mucha gente que está esperando que fracases. Conocidos, porque amigos no eran, que dejan la facultad y quedan un poco resentidos con eso: ‘Yo tuve que dejar, vos también vas a caer’. El mal de muchos consuelo de tontos’”.
Los años seguían pasando y Darío estaba cada vez más agotado. En la facultad todo era teoría y él quería praxis. “Había compañeros que tenían padres médicos, iban al hospital con ellos. Yo no, nada, y yo quería”.
Estaba aburrido, otra vez a punto de abandonar, cuando un conocido médico que trabajaba en el Sistema de Emergencia Municipal lo llamó por teléfono.
“Trabajaba en una ambulancia. Me dijo ‘¿querés venir?’”, recuerda ahora y se le ilumina la mirada. La invitación era a subirse a la ambulancia con él en secreto para mostrarle el mundo real de las emergencias médicas.
Darío se reservó todos los martes para hacerlo: seis, siete horas montado en la ambulancia observando a ese médico en acción, ametrallándolo a preguntas. “Gracias a él no dejé”, cuenta hoy, tal vez su forma de decirle “gracias”.
Cuando Darío cayó en la cuenta de que le faltaban solo tres materias dejó de contarle al resto cuando iba a rendir. No quería ni que le dijeran “suerte” antes ni “¿cómo te fue?” después. “Demasiada presión, demasiadas expectativas”, suspira.
Rindió bien la primera: le quedaban Cirugía y Pediatría y terminaba. “Rendí Cirugía por primera vez: mal. Volvía a casa, me frustraba, volvía a empezar. Otra vez: mal. Volvía, me deprimía un poco, volvía a empezar. La tercera: mal. La cuarta, ¡mal! Si no hubiera sido el final creo que dejaba la carrera”, se ríe. En el quinto intento rindió bien.
Faltaba Pediatría. Rindió el oral: aprobó, y con un 7. No dijo nada.
Tres horas antes de ir a rendir el práctico le contó a su mamá: estaba a punto de cumplir 38 años, si lo lograba, iba a ser médico. Es más, si lograba ser médico ahora quería ser cardiólogo.
A la alumna anterior le tocó un caso fácil: un control de rutina a un nene de cuatro años. A él: “Un bebé de 29 días que se había caído a un zanjón y tenía un traumatismo de cráneo. Estaba con una tutora de un organismo de Niñez, se lo habían sacado a la madre porque era adicta y le había pasado cocaína a través de la leche. Había nacido en una casa con piso de tierra, no había tenido controles prenatales”.
Darío transpiró, era un caso complejo. Pero lo atendió bien, con pericia y con cariño: aprobó. Salió llorando.
“Eran seis años de carrera, la hice en 11″, cuenta él, que ya es médico pero, mientras espera que salga la matrícula, sigue trabajando como barrendero.
Afuera lloraban su mamá, sus amigos, sus compañeros barrenderos se sacaban fotos con él y las ponían en sus redes sociales con mensajes del tipo: “¿Ven? Para los que dicen que somos unos negros de mierda”.
Fue en diciembre, y mientras lo abrazaban, mientras lo tocaban, Darío pensaba “ya está”, lo mismo que dijo Messi unos días después con la copa en el cielo. Darío había logrado su propio campeonato del mundo; el de Messi también había empezado con un fracaso.
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