Fue una nazi convencida, le venía de la cuna, y estuvo fascinada por la personalidad de Adolfo Hitler. Fue su secretaria personal, una de ellas, entre 1942 y la tarde del 30 de abril de 1945 cuando, con un disparo en la cabeza, el Führer puso fin a su vida, al Reich y al delirio de un mundo tutelado por la raza aria, un chistecito que costó más de sesenta millones de muertos. Era una chica de veintidós años cuando Traudl Junge, que había nacido como Gertraudl Humps, entró de lleno a las entrañas del Reich todavía victorioso, que en sólo un par de años iba a derrumbarse como un castillo de arena.
Tuvo acceso al Hitler íntimo, o a parte de su intimidad; le dictaba cartas que ella transcribía a máquina, con lo que tuvo acceso al pensamiento vivo y casi secreto de aquel hombre que todavía es en parte un gran enigma; en los últimos meses, ya bajo el bombardeo del Ejército Rojo, compartió almuerzos y cenas en aquel lúgubre búnker de la Cancillería, cuando Hitler se rodeaba de las escasas mujeres que lo acompañaban; sobre el final, él le dictó su testamento. Con Hitler carbonizado en los jardines de la que había sido sede de su poder, Traudl huyó de la Berlín destruida, fue prisionera de los rusos, pasó a manos americanas, se avino a un proceso de “desnazificación” o lo que fuere que eso signifique, y trabajó de nuevo como secretaria en algunas revistas alemanas, entre ellas “Quick”, e incluso despuntó el vicio del periodismo; de alguna forma se convirtió en escritora; en 2001, a sus ochenta y un años, y junto a su colega austríaca Melissa Müller, escribió unas memorias tituladas “Hasta el último momento - Bis zur letzten Stunde”, una especie de mea culpa en el que parecía reconocer sus errores de muchacha entusiasta y entusiasmada por el nazismo, que sirvió de base para “La Caída”, la película de Oliver Hirschbiegel protagonizada por Bruno Ganz. En 2002 filmó un documental, “El punto ciego”, de Othmar Schmiderer y André Heller, en el que dijo estar en paz con su pasado. El título del documental estuvo relacionado con la visión que, ya adulta, Traudl tuvo de sí misma y de su vida. “Cuando llegué al cuartel general, me dije que había llegado a la fuente de la información. Pero era un punto ciego. Es como en una explosión: hay un punto en donde reina el silencio”.
Traudl Junge murió el 10 de febrero de 2002, hace veintiún años. Es un enigma, uno más, en la historia de Hitler y del nazismo. Cuánto supo, cuánto dijo, cuánto calló, qué tan convencida estuvo de su nazismo, qué tan convencida estuvo de su desnazificación; de cuales hechos fue testigo, cuáles órdenes escribió dictadas por el Führer, qué tan en paz estuvo consigo mismo, es aún hoy un misterio. Algunos hechos echan algo más de luz sobre su vida. Pero, a menudo, la luz agiganta las sombras.
Traudl Junge nació en Múnich, la cuna del poder de Hitler, el 16 de marzo de 1920. Su padre, Max Humps, cervecero de profesión, teniente en la reserva del ejército, fue de los primeros miembros del NSDAP, el Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán. Había formado parte del ultraderechista Freikorps Oberland, uno de los grupos paramilitares que habían combatido, armas en mano, a los comunistas ligados a la fallida experiencia de la República de Weimar. Participó del famoso “putsch” de la cervecería, una chambonada que le costó a Hitler unos meses de cárcel entre 1923 y 1924. En 1925, Max abandonó a su esposa Hildegard y a sus dos hijas, Traudl e Inge, se metió en las SS y llegó al grado de general en la reserva.
De manera que Traudl creció en la época del ascenso pleno del nazismo. Tenía trece años cuando en 1933 Hitler llegó al poder como canciller y ella se inscribió en la Liga de Muchachas Alemanas, una rama de las Juventudes Hitlerianas. También tenía como única aspiración un deseo juvenil y aplanado: quería ser bailarina, una meta que sólo estaba a su disposición en Berlín. Su hermana menor, Inge, lo había logrado. Traudl debió tener algún contacto con el nazismo, previo a su carrera como secretaria de Hitler: ya declarada la guerra, consigue dejar su trabajo en Múnich y trasladarse a Berlín bajo el amparo de Albert Bormann, hermano de Martin, el todopoderoso jefe nazi, brazo derecho de Hitler y de alguna manera monje negro del nazismo.
Traudl comprometió su vida en el fervor que rodeaba entonces a la Alemania victoriosa en la guerra europea, y que se había lanzado a conquistar la URSS. La cuñada de Albert Bormann, Beate Eberbach, era bailarina y trató de ayudar a Traudl a alcanzar su meta soñada y, hasta tanto, le consiguió un trabajo: sabía que en la cancillería del Reich buscaban una secretaria y la colocó entre los postulantes. Es probable que los hermanos Bormann hayan hecho el resto, en especial Albert, que era jefe de la cancillería privada de Hitler. Lo que buscaba el Reich era una secretaria de confianza para el Führer.
En sus memorias, Traudl adjudicó la posibilidad de ser secretaria de Hitler a un regalo de la diosa fortuna. El hecho fue que en diciembre de 1942, fue Adolf Hitler en persona quien tomó la prueba de admisión a su futura secretaria. Fue en uno de los ambientes fríos y desangelados del Cuartel General de Hitler en Prusia Oriental, conocido como “La guarida del Lobo”. Las cosas ya no iban bien para el ejército alemán que peleaba en el frente oriental: Stalingrado estaba a punto de ser reconquistada por los rusos y el curso de la guerra estaba por darse vuelta para siempre.
Hitler sintió simpatía, si eso era posible, por Traudl: la chica era joven y bávara; venía de Múnich, ciudad a la que Hitler consideraba su cuna política y la capital del movimiento nacionalsocialista. Además del fervor geográfico, Traudl era hábil frente a la máquina de escribir y ante ese desafío arduo y penoso de transcribir palabras a la velocidad y con la precisión de quien las dicta.
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Años después, Traudl recordaría aquella entrevista, o parte de ella, en sus memorias: “Conocía a Hitler por las revistas y por sus apariciones en público. Pero cuando lo vi personalmente, en cambio, era un hombre mayor, agradable y amistoso, que hablaba en voz baja y sonreía. (…) Sabía que en el lugar iba a hacer frío, porque a Hitler no le gustaban las piezas calefaccionadas. Me atendió muy amablemente; me dijo que no tuviera miedo, que yo no podría cometer tantos errores como él. Empezó a dictar, y a mí me temblaban tanto las manos que no podía acertar ni a una letra. Miré la hoja: parecía chino. Pero gracias a Dios, o quizá, por lástima, en ese momento se fue a hablar por teléfono y yo pude corregir el dictado. (…) Cuando me preguntó si quería trabajar con él, agregó: ‘A veces tengo problemas cuando tomo secretarias jóvenes y bonitas, porque se casan y se van’. Y yo, en mi ceguera, le dije: ‘Mi Führer, ya viví veintidós años sin un hombre. Para mí eso no es problema’. Se río a carcajadas”.
El puesto fue para Traudl. Fue la secretaria personal más joven de Hitler. Se habían conocido dos espíritus con un extraño punto en común. Los biógrafos de Traudl aseguran que la muchacha no estaba demasiado interesada en los hombres. En Hitler no es un secreto cómo era su relación con las mujeres. Una carta curiosa, de muchos años antes de la entrevista con Traudl Junge, echa un poco de luz sobre la personalidad del Führer. En 1924, preso en la cárcel de Landsberg por el intento de golpe de Estado lanzado en la cervecería Bürgerbräukeller en noviembre del año anterior, sus abogados intentan lograr su libertad condicional. Es cuando las autoridades piden un informe sobre la conducta de Hitler en prisión al director del penal, Otto Leybod, un hitlerista convencido que elabora unas líneas conceptuosas sobre al prisionero, a quien deseaba liberar: “(…) Es un hombre que carece de vanidad personal, se contenta con la comida de la institución, no fuma, ni bebe y, pese a toda la camaradería, sabe imponer una cierta autoridad a sus compañeros de prisión. No le atrae el sexo femenino. Recibe a las mujeres con las que establece contacto cuando le visitan aquí con gran cortesía, sin entablar con ellas discusiones políticas serias (…)”
Traudl zambulló su vida en las entrañas del Reich. Accedió a un ámbito íntimo, cerrado, hermético, recóndito al que era difícil acceder y casi imposible salir. La aceptaron sus compañeros, los jefes nazis, Eva Braun, la mujer que ató su destino al de Hitler, y las pocas esposas de los jerarcas que lo rodeaban, entre ellas, Magda Goebbels, la mujer del poderoso jefe de propaganda del régimen, Joseph Goebbels. Todos seguían al Führer, que era amable, cuidadoso y solícito con los miembros de su servicio personal En sus memorias, Traudl admitiría su hechizo por aquel ambiente: “Me sentí fascinada por Adolf Hitler, era un jefe agradable y un amigo personal.”
No solo se integró al círculo íntimo de Hitler, sino que aceptó sin cuestionar el destino que allí le armaron. En 1942, gracias a su amistad con Otto Günsche, Traudl conoció a su futuro esposo, Hans Hermann Junge, un oficial de las SS adscripto a la Cancillería. Günsche, que obró de celestino, era edecán de Hitler y sería un personaje decisivo en las últimas horas del Reich. Traudl y Hans se casaron en 1943, ella dejó de ser Humps y pasó a ser Junge. Él murió en 1944, sobre los cielos de Normandía, en un avión de reconocimiento derribado por los aliados.
El “jefe agradable” y el “amigo personal” que halló Traudl en 1942, había montado ya una maquinaria de muerte destinada a eliminar a la población judía de Europa, unos once millones de personas. Si su secretaria supo algo de ese espanto, si debió escribir alguna orden de Hitler, algún informe, alguna decisión, nunca lo contó. Más bien, lo negó. Y aún luego del proceso de desnazificación, insistió en su visión cuasi romántica de Hitler y en la descripción de cierto espíritu bonachón y campechano de aquella fiera.
Evocó en sus memorias: “Nunca tuve la sensación de que persiguiera fines criminales a conciencia. Para él eran ideales, grandes objetivos. Y para cumplirlos caminó sobre cadáveres. Pero eso recién lo entendí más tarde. Cuando llegué al cuartel general, me dije que había llegado a la fuente de la información. Pero era el punto ciego. Es como en una explosión: hay un punto en donde reina el silencio. (…) Jamás escuché en privado sus erres bien marcadas y sus rugidos. Hablaba suave, en ese estilo silencioso, austríaco... Usaba palabras que eran típicas de Austria. Fuera de sus problemas de estómago y de digestión, daba la impresión de ser muy saludable. ¡Con la vida insalubre que llevaba! No fumaba ni tomaba alcohol, pero eso no basta para una buena salud. Dependía mucho de su gastroenterólogo. Todo el tiempo le prescribían pastillas para la digestión y para los gases. (…) Hitler no quería que lo tocaran. Tampoco usaba la ropa típica de Baviera; decía: ‘Tengo las rodillas demasiado blancas, soy tan poco deportivo...’ También decía: Eva quiere que me mantenga siempre con la espalda derecha, pero yo le digo: ‘Si vos llevaras en el bolsillo llaves tan pesadas como las mías...’.
Según Traudl, Hitler hablaba mucho de sus cosas privadas, Al menos de la privacidad que estaba dispuesto a mostrar a quienes le rodeaban: “Era un hombre prolijo. Se lavaba las manos cada vez que acariciaba a su perra Blondie. Blondie podía ser tema de conversación durante noches enteras. La creía una perra inmensamente inteligente y refinada. Y ella dependía mucho de él, aunque había sido entrenada por otro y Hitler no era el que la alimentaba. Blondie podía cantar. Aullaba, y Hitler le decía: ‘Blondie, cantá más profundo’, y ella bajaba un tono. Estaba muy orgulloso de que la perra lo obedeciera por completo (…) Hoy, -evocó Traudl con buen tino en sus memorias- todo suena tan anecdótico, tan banal; esas facetas de su persona no tienen ya importancia. Para mí fue muy importante compartir con él esos rasgos humanos, pero hoy, al describirlos tan en detalle, casi me avergüenzo”.
Es muy difícil pensar que en aquellas reuniones coloquiales y amistosas, mientras la sangre inundaba los campos de Europa, no se haya hablado ni de los campos de concentración, ni de la masacre de los judíos. Traudl tenía un recuerdo vago, o expresó uno de sus recuerdos con vaguedad: “Una vez la señora de Himmler habló de los campos de concentración. Hitler le contestó que a los incendiarios había que ponerlos como bomberos y se acababan los incendios. Esa fue la única vez que se habló de ese tema en privado. La palabra “judío” nunca se mencionó, salvo una noche en la que la mujer de Schirach habló de la situación horrible de los judíos en Amsterdam. Hitler le dijo que eso era sensiblería y que no se metiera en cosas que no entendía. Se levantó y dejó la sala. A la señora Schirach no la invitaron nunca más.”
Traudl Junge hablaba de Henriette Hoffman, casada en 1943 con Baldur Benedikt von Schirach, un dirigente nazi, líder de las Juventudes Hitlerianas y gobernador de Viena. Fue detenido y juzgado en Núremberg, donde hizo una dura crítica del nazismo y de su actuación en el régimen de Hitler. Fue condenado a veinte años de cárcel y liberado en 1966. Al año siguiente escribió “Yo creí en Hitler - Ich glaubte an Hitler”.
En enero de 1943, tras la caída en Stalingrado del VI Ejército alemán al mando de Friedrich von Paulus, el humor en la Cancillería del Reich cambió por completo, al igual que el destino de la guerra. Los soviéticos pusieron rumbo a Berlín y el ejército nazi empezó a retroceder. Hitler, sombrío, mantuvo serios altercados con sus generales, sospechaba traición, falta de valentía, incomprensión, ingratitud: toda su paranoia se desató en pleno. En su comedor privado de la Cancillería, dejó de recibir a los jefes militares e intimó más con Traudl y su otra secretaria, Gerda Christian, con la mujer de Goebbels, acaso enamorada en secreto del Führer: “Quería relajarse, que no le preguntaran por Stalingrado o esas cosas…”, evocaría Traudl.
Adolf Hitler y su secretaria bávara volvieron a encontrarse en la “Guarida del Lobo”, en Prusia oriental, en el mismo escenario donde él le había tomado examen de secretaria. Fue un año y medio después de aquel encuentro, y bajo circunstancias muy diferentes: el 20 de julio de 1944, Hitler había escapado por milagro del atentado que planeó y ejecutó Klaus von Stauffenberg, conocido como “Operación Valquiria”. Allí estaba Traudl, que luego recordaría: “Fuimos al búnker y lo vimos en la antesala. Se veía tan ridículo que casi se nos escapa la risa. Tenía los pelos de punta, los pantalones hechos jirones, pero nos saludó con una sonrisa triunfal y dijo: ‘El destino me ha protegido, señal de que debo llevar mi misión hasta el fin’. Esa tarde vino Mussolini de visita y Hitler lo llevó todo orgulloso al lugar del atentado... Estaba eufórico. Sentía que le habían confirmado que estaba en el camino correcto (…) Uno tenía dudas en el fondo de su corazón. Pensaba si todo estaba bien así como estaba. Pero preguntarse en serio, o discutir... Para eso hace falta coraje”.
El capítulo final del drama empezó a escribirse en enero de 1945: Hitler se recluyó en el búnker subterráneo de la Cancillería y ya no saldría de allí sino ocasionalmente y a los jardines. El círculo íntimo de Hitler se redujo. Recibía a sus generales con los que discutía el curso de la guerra y la derrota inminente: es imposible que Traudl no haya escuchado entonces las erres arrastradas y los rugidos de Hitler que no había registrado antes. Cuando no estaba con sus generales, Hitler compartía su vida en el bunker con Eva Braun, con Traudl y con Gerda, casada con un oficial de la Lutwaffe, con Joseph Goebbels, su mujer Magda y sus seis hijos, todos con nombres que llevaban H como inicial, en honor de Hitler, con su edecán Günsche, con valet Heinz Linge, ambos de las SS, con su chofer, Erik Kempka y con el poderoso Martin Bormann, que manejaba también los fondos secretos de lo que quedaba del NSDAP.
El 22 de abril, con la artillería rusa que sembraba ruinas en Berlín en su veloz acometida para llegar a la Cancillería, Hitler llamó a los pocos generales que todavía lo rodeaban. En algún momento, salió de la sala y convocó a todas las mujeres: “Todo está perdido, deben huir -recordó Traudl que dijo Hitler- También dijo que se iba a pegar un tiro. Eva le tomó las manos y dijo ‘Yo me quedo’. Entonces, él la besó en la boca, algo que no le había visto hacer jamás con nadie. Y yo también dije que me quedaba. No sé por qué lo dije. No podía imaginarme adónde ir. Hitler dijo entonces: ‘Me gustaría que mis generales fueran tan valientes como ustedes”.
En esos últimos días, el búnker fue una sucursal del infierno, una decadencia irracional y profunda, un fatalismo ineluctable que era también patético cuando se lo intentaba convertir en épico. “Los que nos quedamos en el bunker seguimos arrastrando nuestras sombras. No teníamos ni idea de qué día era, comíamos sin horarios. Desde ese momento, todas las conversaciones giraban en torno a cómo podíamos poner fin a nuestras vidas de la forma más segura y rápida. Nosotros, claro, le decíamos a Hitler que por qué no intentaba salir, pero él decía: ‘No quiero caer con vida en las manos del enemigo’. ‘Pero ¿por qué se quiere suicidar a toda costa?’ Y él decía: ‘Soy demasiado débil para luchar al frente de mis tropas, y ninguno de mis hombres de confianza va a matarme si se lo pido, así que tengo que hacerlo yo mismo’”. Recibió pastillas venenosas de Himmler, y nosotros le rogamos que nos diera a nosotros también. Él nos las dio, diciendo: ‘Hubiera preferido regalarles algo más lindo para la despedida’.
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Magda Goebbels llegó el 24 de abril, con sus seis hijos, la mayor de doce años y el menor de cuatro: los chicos estaban felices porque podían visitar “al tío Hitler”. La guerra se aproximaba a su fin tanto como los rusos al centro de Berlín. Traudl recordó: “Hitler perdió todas las esperanzas. Se sentó en el corredor, con una de las crías de Blondie en el regazo, y lo único que hacía era mirar hacia adelante, indiferente. Qué es lo que esperaba, no lo sabemos. Ahora todo ocurría ya sin ceremonias. Algunos incluso empezaron a fumar adelante de Hitler. Se hacían chistes del estilo de ‘La cabeza en alto, mientras la tengamos’. Todo esto hay que imaginárselo con el ruido infernal de las bombas. Y sin embargo, cuando había un momento de calma salíamos al parque y... ¡arriba era primavera!”
Devastado, Hitler ya no confiaba en nadie. Dudó incluso de la efectividad de las cápsulas de cianuro que le había acercado Himmler. Entonces probó una en Blondie, aquella perra fiel, inteligente y sensible que lo había maravillado. “La pobre Blondie murió envenenada. El olor a ácido cianhídrico se extendió como una manta por el bunker. Era espantoso”.
El 28 de abril Hitler y Eva Braun se casaron en una ceremonia lúgubre y taciturna. “Después de la ceremonia -recordó Traudl en sus memorias- me pidió que lo acompañara: quería dictarme algo. Se apoyó sobre la mesa con las manos cruzadas y dijo: ‘Mi testamento político’. Y yo pensé: ahora me voy a enterar de la verdad, ahora va a disculparse y a explicarlo todo. Pero cuando empezó a hablar eran las viejas frases de siempre: los judíos tienen la culpa, la lucha era necesaria para evitar lo peor... Mientras tanto, el pequeño círculo festejaba el casamiento y brindaba con champaña.
Y después estaba Magda Goebbels, que ya había decidido asesinar a sus seis hijos. La tarde del 30 de abril Hitler se despidió de todos y se dispuso a encerrarse en su despacho, junto a Eva Braun, para matarse. “Por supuesto se despidió de nosotros. Nos hizo llamar. Fui hacia él como una muñeca de cera y él estaba ahí con una expresión bien lejana, ya no de este mundo. Me abrazó y me dijo: ‘Señora Junge, trate de salvarse, y salude a Baviera por mí”. A último momento, Magda Goebbels quiso torcer la voluntad del Führer que la echó de su lado sin contemplaciones: “La señora Goebbels -diría Traudl- caminaba por ahí, como un fantasma, con las dosis de veneno en el bolsillo. Nosotros teníamos nuestra propia muerte, pero ella tenía que matar sus hijos. (…) Los chicos tenían hambre y les di algo de comer, pan con manteca y compota de cerezas, o algo así. Estaban contentos. Contaban las bombas que caían cerca del bunker porque se sentían seguros allí. Después se oyó una explosión y uno de los chicos dijo: ‘Esa cayó cerca…’ Pero yo creo que ése fue el disparo con el que se mató Hitler. (…) A la señora Goebbels le ofrecieron salvarle a los hijos, pero ella dijo que no. ‘En una Alemania sin nacionalsocialismo, mis hijos no tienen ninguna chance. No quiero entregarlos a la burla y la vergüenza.’ Nosotros no podíamos imaginarnos cómo sería la vida afuera. Estábamos tan aislados de la vida real, incluso de la guerra, que sólo teníamos esas visiones espantosas que Hitler había pintado en las paredes: todos los hombres serían castrados, todas las mujeres violadas, se volvería a un estado primitivo. Eran visiones de El Bosco”.
Por orden de Hitler, Günsche y Linde, su edecán y su valet, cargaron el cuerpo de Hitler y de Eva Braun hasta los jardines de la Cancillería, dos pisos más arriba del bunker. Al principio, les ayudaron en la tarea Martin Bormann y Kempka, el chofer personal del Führer. Después los jóvenes oficiales de las SS cumplieron las órdenes de Hitler: rociaron los cuerpos con nafta, que escaseaba incluso para los blindados nazis, y les dieron fuego. Según reveló Traudl en sus memorias, “Después de escuchar la explosión vino Otto Günsche, pálido como un cadáver, y dijo: ‘Acabo de cumplir la última orden del Führer: lo quemé’. No bajé a mirar. Tampoco sé qué hice. Ahí hay un hueco en mi memoria. Sólo me acuerdo que cuando volví a aparecer estaban todos en el corredor, bebiendo y fumando. Sentí un odio por Hitler, un odio bien personal, porque de pronto nos había dejado varados. Las otras personas que andaban por ahí eran como marionetas dormidas. No teníamos vida propia. Teníamos el veneno en el bolsillo, pero fuera de eso, nada”.
Al día siguiente, quienes ocupaban el bunker que había sido de Hitler oscilaban entre la huida hacia las líneas americanas, nadie quería caer preso de los soviéticos, o el suicidio intempestivo, como los de los generales Hans Krebs y Franz Schädle, que regresaron a la Cancillería luego de intentar en vano una paz negociada con los americanos y se pegaron un balazo en la boca para no caer en manos de los rusos. A primeras horas de la noche de ese día, después de sedar a sus hijos, Magda Goebbels les hizo morder una cápsula de cianuro. Luego se suicidó junto a su esposo cerca de donde todavía humeaban Hitler y Eva Braun.
Traudl Junge decidió huir, una fuga precipitada organizada al voleo por Bormann. Lo hizo junto a Gerda, al chofer Kempka, y a los edecanes Günsche y Linge. Todos cayeron en manos soviéticas y compartieron diferentes destinos: los tres hombres pasaron los siguientes veinte años en cárceles de la URSS. En 1967 Kempka escribió “Yo quemé a Hitler”. Gerda Christian denunció haber sido violada por las tropas de Stalin, al igual que más de dos millones de alemanas. Traudl fue interrogada sobre los últimos días de Hitler y en 1946 logró pasar al sector americano que controlaba el oeste alemán. Inició un proceso de reeducación, si ello era posible, y escribió el primer borrador de sus recuerdos.
Después siguió su vida, como siempre sucede. Sobre el final, se decidió a hablar de aquellos años de fascinación, muerte y espanto: “Ahora he contado la historia de mi vida y estoy lista para morir”, sintetizó con esa ductilidad sin abismo de los ancianos. Si bien es cierto que calló durante más de medio siglo, cuando habló fue implacable, o bordeó lo implacable, con el nazismo y con ella misma. “Ahora puedo decir que él era un verdadero criminal”, dijo Traudl de Hitler, a quien había visto como a “un hombre mayor, agradable y amistoso que hablaba en voz muy baja y sonreía”. Pudo escudarse en su juventud, en su inexperiencia, en su candidez, si la hubo. Pero no lo hizo. Si Traudl Junge vivió alguna vez un instante de epifanía, no fue frente al Führer, que acaso también, sino años después, al estar de pie frente a la tumba de Sophie Scholl, la joven líder de “La Rosa Blanca”.
“La Rosa Blanca” fue uno de los movimientos civiles de resistencia al nazismo que surgió después de la derrota alemana en Stalingrado y cuando todo se dio vuelta. Nació en Múnich, la tierra bávara tan amada por Hitler, y se manifestó en pintadas que gritaron en las paredes de la Universidad y en panfletos que llegaron a las manos de sus alumnos. Se oponía a la continuación de la guerra y revelaba la verdadera cara del nazismo. El espíritu de “La Rosa Blanca”, sus ideas y propuestas, se extendió con rapidez por toda Alemania. Sophie Scholl se sintió atraída de inmediato por aquel grupo al que imaginó joven y ligado al ambiente de la Universidad de Múnich, donde ella estudiaba filosofía y biología.
Sophie logró entrar a “La Rosa Blanca” a los veintidós años, la misma edad que tenía Traudl cuando se convirtió en secretaria de Hitler, para toparse con una enorme sorpresa: el grupo antinazi que la había cautivado estaba liderado por su hermano Hans, de veintitrés años, y por un grupo de amigos comunes que habían combatido en Stalingrado, habían visto de cerca los horrores del nazismo y preveían con acierto la inminente destrucción de su país.
En febrero de 1943, Sophie fue detenida por la Gestapo mientras repartía panfletos en la Universidad. Con ella fue apresado el grueso de la dirigencia de “La Rosa Blanca” y los hermanos Scholl, que fueron juzgados, declarados culpables de traición a la patria y ejecutados el mismo día, 22 de febrero de 1943. Los decapitaron.
Traudl Junge dio en el final de su vida una versión de su epifanía moral, que también la iluminó a una edad avanzada: “Lo que más me impresionó una vez terminada la guerra es que el mundo era muy distinto de lo que Hitler había profetizado. En un primer momento no pensé para nada en tratar de elaborar mi pasado. Por supuesto que sentí horror cuando los juicios de Núremberg, pero seguía sin establecer la relación con mi propio pasado. Me conformaba pensando que yo personalmente no tenía la culpa, que tampoco sabía nada de lo que en realidad ocurría y que no tenía idea de la dimensión de la tragedia. Pero un día pasé por la placa conmemorativa de Sophie Scholl, vi que había nacido el mismo año que yo y que la habían ejecutado el mismo año en que yo me fui con Hitler. Y en ese momento sentí que ser joven no era una excusa”.
Tal vez decía la verdad.
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