Podría haber sucedido en cualquier momento, en cualquier lugar, pero ocurrió de madrugada, en el living de su casa: las 3 de la mañana de una noche de calor imposible. María, la madre, dormía. Malena, la hija de 19 años, miraba una película de Woody Allen en el sillón con quien era su novio.
De ese breve recorte de tiempo las dos recuerdan algo distinto, aunque encadenado. Malena, que sintió un dolor de cabeza que no se parecía en nada a un dolor de cabeza, “como si me estuvieran ametrallando el cráneo”, dice a Infobae ahora, 20 años después. Que apretó los ojos, que se agarró un oído con las dos manos y que fundió a negro.
María cuenta que Ramiro, el novio de su hija, fue a despertarla, que los dos creyeron que Malena se había desvanecido por un golpe de calor, que prendieron el aire acondicionado en el cuarto y que abrieron la ducha, sólo la canilla de agua fría.
Era el 10 de febrero de 2003, nadie hablaba de accidentes cerebrovasculares en aquella época, pero hubo un detalle que sucedió con el pelo de Malena que le dio una señal a la madre: algo grave le estaba pasando a su hija.
Colgando de un hilo
Antes de aquella madrugada Malena era una joven “bastante nerd”, dice ella misma. Tenía 19 años, estaba cursando el CBC en la UBA para estudiar Ciencias Políticas y, aunque técnicamente no pertenecía al mundo del espectáculo, era la hija de la actriz María Valenzuela y el periodista Pichuqui Mendizábal por lo que, de alguna manera, pertenecía.
Iba y volvía de la facultad en colectivo, tenía la edad en que la muerte es esa cosa que le pasa a los otros. Esa noche entonces, Malena, que además de nerd “era muy futbolera”, fue a ver jugar a la pelota a su novio. Volvieron, se acomodaron en el living y pusieron la película. La joven vivía sola con su mamá porque su familia “estaba toda dividida”: sus padres se habían separado y sus dos hermanos vivían con Pichuqui.
Cuando Malena se desvaneció, Ramiro fue a avisarle a María: “Nunca pensamos que era algo grave”, cuenta a su lado María, seria, como si estuviera de nuevo frente a su hija inconsciente. Mientras trataban de refrescarla, sucedió lo del pelo.
“Malena tenía el pelo muy largo, amaba su cabello y lo cuidaba mucho, no le gustaba ni que se lo tocaran. Y de repente vomitó, se dio vuelta y se acostó con su cabello sobre el vómito. Esa fue una señal clara de que algo malo estaba pasando”.
Mientras el novio la metió debajo de la ducha con el pijama puesto, María llamó a la Emergencia. “El médico que vino en la ambulancia me dijo ‘señora, soy neurólogo, quédese tranquila que su hija no tiene nada’. Todavía lo estoy buscando”, se embronca María. Nada más lejano a lo que estaba pasando.
La hija quedó internada, la madre caminando en círculos. “Hasta que salió la doctora, nunca me voy a olvidar de ese pasillo. Vino caminando hacia mí y ya no me gustó la cara”, sigue y al lado Malena, que sabe lo que está por contar, la acaricia, le muestra el brazo, “se me puso la piel de pollo, ma”, le dice.
La médica le dijo: “Tiene una mancha en el cerebro”. El eco de la frase retumbó en la soledad del sanatorio. Se había largado una lluvia copiosa, de esas que dan miedo.
“Y ahí es cuando yo caigo, me desplomo, y quedo sentada en el piso”, sigue la actriz. La angiografía posterior mostró algo muy inusual para la edad de Malena: había tenido un derrame cerebral muy grave -un ACV hemorrágico- producto de una malformación arteriovenosa congénita, algo que sucede en 1 de cada 100.000 casos. Tenían que hacerle una craneotomía con urgencia.
“Cortarme un pedazo de cráneo -traduce ahora Malena y se señala la parte izquierda de la cabeza-, y cerrarme la arteria cerebral para que no siguiera sangrando”. También para descomprimir, porque el cerebro estaba muy inflamado.
Malena quedó en coma y, por ser la hija de dos personas tan conocidas, la guardia periodística fue permanente, la vigilia total.
Pasaron dos décadas y Malena agarra un cuaderno espiralado que conserva como un tesoro de papel: es uno de los dos que escribió su mamá desaforadamente durante esos días eternos, mientras ella estaba inmóvil con los ojos cerrados, agarrada de un hilo.
María quería ser sus ojos, regalárselo cuando despertara, aunque también fue un espacio para la catarsis, para la súplica: de hecho después el diario se publicó en formato de libro, que lleva este nombre: “Malena, despierta”.
“¿Regalárselo cuando se despertara?”. ¿Estaba segura de que iba a despertar o trataba de autoconvencerse?
“Un día el jefe de terapia intensiva me dijo: ‘Su hija tiene el 1,5% de probabilidades de vida’. Yo le respondí con otra pregunta: ‘¿Usted me quiere decir que mi hija se va a morir?’. No me contestó, se quedó callado. Yo le dije ‘no, no se va a morir’ y me fui a la habitación con ella. Yo estaba convencida de que se iba a despertar pero aún así, en mi soledad, sabía que podía pasar cualquier cosa”, recuerda María.
El shock no la había paralizado: le habían dado una habitación un piso más abajo para que pudiera dormir en la clínica, escribía, le armaba un santuario con los mensajes de desconocidos, le ponía música con auriculares, le hacía masajes en los pies con crema, estudiaba los monitores, avisaba a las y los enfermeros si la presión intracraneana había cambiado, observaba si su hija movía una pierna, un pie, si respiraba.
María hacía terapia dos veces por día: una sesión con su psicoanalista a la mañana y otra a la noche. “Hasta que en un momento hice las preguntas, las tenía en la cabeza, pero no me animaba a decirlas en voz alta. ‘¿Y si se muere?’, ‘¿y si se despierta y queda mal, ¿qué hacemos?’, ‘¿qué se hace?’”.
No había respuestas en ese momento y las preguntas quedaron flotando en el sopor del verano. “Yo sabía que si se moría Malena me iba atrás de ella. No tenía sentido para mí quedarme ya con la fractura de la familia, yo no veía a mis hijos varones, si ella se iba no me quedaba nada”, recuerda.
Fueron 14 días en coma inducido. Todos los intentos por hacerla volver fracasaban: le bajaban las drogas y hacía una neumonía, volvían a ponerla en coma. Hasta que Malena despertó.
“Yo creí que se iba a despertar como la Bella Durmiente, que iba a abrir los ojos y todo iba a volver a la normalidad. Nada de eso pasó, se despertó con una furia terrible”.
Malena había quedado aniñada, en “modo bebé”: si la mamá se alejaba gritaba, se quería arrancar todo. “Tuve que ponerme un poco tierna y un poco más dura, como una madre con una hijita chiquita cuando hace lío: ‘Si te sacás los cables, me voy’. Y ella decía: ‘No mamá, no te vayas’, hasta que se volvía a dormir”, cuenta María.
Volver
La recuperación fue ardua, “cruel”, un recorte de tiempo que las dos, de nuevo, vivieron de forma diferente. Para María su hija estaba viva, punto.
“Pero cuando todos estaban contentos porque yo había sobrevivido -distingue Malena-, a mí se me cayó el mundo”.
Había estado dos meses más internada en el Centro de Tratamiento y Rehabilitación Neurológica FLENI, en Escobar. “Y después de todo eso había que volver a la vida. Yo pensaba ‘¿cómo voy a hacer para salir de acá? Porque estaba viva pero no podía hablar, no me salía una sola palabra, no caminaba, no podía comer. Yo había sido muy estudiosa y el ACV me había afectado precisamente toda la parte cognitiva”.
Fueron dos años enteros en rehabilitación, yendo 4, 5 veces por semana. Malena estaba harta, furiosa, repetía “hubiera preferido quedar en silla de ruedas pero poder comunicarme”. Su mamá se indignaba, le pedía paciencia, le juraba que con el tiempo y el trabajo que estaba haciendo la parte cognitiva iba a mejorar.
Malena se sentía, entre otras cosas, incomprendida.
“Me acuerdo de una vez -sonríe Malena- que fuimos a Mar del Plata con mamá, y fuimos a ver a Carlín (Calvo) que estaba haciendo una obra de teatro. Él ya había tenido el primer derrame, tenía secuelas pero todavía podía trabajar. Me abrazó con la mano que podía mover, y me dijo: ‘Male, tu mamá siempre va a estar, siempre te va a amar, siempre te va a acompañar. ¿Yo? Yo siempre te voy a entender’”.
El después
Malena tuvo que dejar la facultad, los viajes en colectivo, el anonimato. “Volver a nacer” puede siempre ser una frase hecha pero en su caso fue bien gráfico: “Tuve que abrir los ojos, aprender a comer, a caminar, a hablar”, enumera.
Quedaron secuelas cognitivas: alguna dificultad para encontrar palabras, baches en la memoria, convulsiones que aparecen producto de la cicatriz que tiene en el cerebro. Podría haberse operado para colocarse una plaqueta y cerrar el cráneo, pero pasó todo este tiempo y no lo hizo. El hundimiento sigue ahí, escondido bajo el pelo centinela.
La furia sí se fue. “Mi mamá te va a decir que ella no, pero yo volvería a elegir lo que me pasó”, sostiene Malena. “Creo que esto me pasó, por un lado, para unir a la familia, porque en ese momento estábamos separados: yo con mi mamá, mis hermanos con mi papá. Y bueno, las enfermedades y la muerte muchas veces te unen”, sigue.
María hace que no con la cabeza y le pone palabras: “Fue demasiado: demasiada angustia, todo muy al límite. Si teníamos algo que aprender fue a un precio muy alto”, explica ella, que sabe que, desde entonces, el miedo materno no hizo más que espesarse.
Malena está por cumplir 40 años, no tiene hijos pero sí tres perros a los que cuida como si lo fueran. Y dice que volvería a elegirlo también porque decidió aprovechar la exposición -aquello de ser “la hija de”- para crear una revista, un canal de Instagram y ahora una ONG llamados “Male te cuida”, dedicados a la prevención de accidente cerebrovasculares, no sólo en personas sino en mascotas.
La hija, entonces, como sobreviviente, usó su historia para aprender a cuidarse y a cuidar a los otros, incluso a desconocidos. María para tratar de vivir con algo más de calma: tratar, porque a todos nos sucede que cuando pasa el temblor volvemos a preocuparnos por las mismas pavadas de siempre.
“A veces todo me afecta, puede ser que haya quedado un poco sensible. Y sí me hago mala sangre por pavadas”, se despide María. “Pero haber vivido un derrame cerebral es como como una llamadita que siempre llega y te recuerda aquello que pasó. Cuando eso suena yo entonces paro y digo: ¿Para qué voy a gastar energía en pelearme con fulano o en contestarle a Mengano? No, que la vida siga”.
Seguir leyendo: