Fue un criminal. Nunca dejó de serlo. Sirvió a distintas banderas, en diferentes territorios, a diversos jefes que se desplegaron en un abanico que incluyó a Adolf Eichmann en los tiempos de auge del nazismo, hasta el dictador boliviano René Barrientos, cuando su carrera criminal ya declinaba y la justicia le mordía los talones.
También fue un torturador. Un sádico que gozaba con la tortura y la aplicaba él mismo con ferocidad y paciencia. Fue el responsable de la muerte del líder de la resistencia francesa, Jean Moulin, a quien torturó en persona y hasta matarlo durante tres semanas, veintiún largos días en los que fue a las mazmorras nazis de las que era el jefe, con el mismo rigor devoto con el que un empleado va a su oficina, para lacerar el cuerpo de Moulin y sacarle algo de información. No lo consiguió. Moulin murió sin hablar.
Klaus Barbie fue tan feroz que lo llamaron “El carnicero de Lyon” porque fue en esa ciudad francesa donde actuó en los años de la Segunda Guerra y de la Francia ocupada por los nazis. Cuando el Reich que iba a durar mil años cayó con los escombros de la Cancillería y Adolf Hitler yacía carbonizado en los jardines de aquel palacio ahora en escombros, Barbie escapó a su destino de criminal de guerra. Era conocido, estaba identificado, lo buscaban, lo tenían en la mira, no era un “clandestino” como Eichmann: Barbie era una “prima donna” de la muerte. Y sin embargo escapó. Durante casi cuarenta años eludió a sus cazadores, cambió su nombre y pasó a ser Klaus Altmann porque Altmann se llamaba el rabino de su pueblo, el sádico también ejercía la ironía, y terminó en Bolivia donde sostuvo y participó de golpes militares, escuadrones de la muerte y otras bellezas del continente en los años 70 y 80.
Por fin, se dio vuelta el viento, se torció el camino y fue descubierto; en 1972 un periodista francés lo entrevistó y se llevó en el bolsillo sus huellas digitales; en 1973, el inolvidable periodista argentino Alfredo Serra, lo entrevistó en Bolivia para la revista “Gente” y lo llevó de arriba abajo con sus preguntas, hasta que confesó sus crímenes. El 5 de febrero de 1983, hace hoy medio siglo, fue expulsado de Bolivia, país que le había cedido la ciudadanía, y fue deportado a Francia. Allí lo esperaban. Lo juzgaron, lo condenaron a prisión perpetua y murió de cáncer en la cárcel el 25 de septiembre de 1991. Quién fue Barbie, qué hizo, como fue que huyó durante cuarenta años y cómo lo pescaron retrata una época que ha pasado ya los peligrosos umbrales del olvido y a la que es aconsejable no olvidar.
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Barbie fue un nazi convencido que se unió a las Juventudes Hitlerianas en 1933, a sus veinte años. Había nacido el 25 de octubre de 1913 en Bad Godesberg, que era entonces parte del imperio alemán que iba a quedar devastado luego de la Primera Guerra Mundial, entre 1914 y 1918. Su entusiasmo por el ascenso al poder de Hitler, lo llevó a ser el ayudante del jefe del partido nazi local. Dos años después, en 1935, Barbie se sumó a las SS, la fuerza de seguridad del Estado que había alcanzado el poder supremo en 1934, luego de la matanza conocida como “La noche de los cuchillos largos” que acabó con la vieja guardia de seguridad, las SA de las camisas pardas. En las SS se especializó en inteligencia y en “interrogatorios”, en una fuerza conocida por su crueldad con los opositores al régimen primero, y con los enemigos de guerra después. Subteniente de la reserva, en 1941 fue enviado a Ámsterdam como miembro de la Sección IVB4, la oficina de la Central de Seguridad del Reich encargada de los “asuntos judíos”: la ubicación, evacuación y deportación de los judíos en los territorios europeos ocupados por los nazis. Su jefe fue Adolf Eichmann.
En 1942, Barbie fue enviado a Lyon como jefe de la Gestapo local y con una misión: desarticular la resistencia francesa en esa zona de la Francia ocupada y bajo el régimen colaboracionista de Vichy. La resistencia daba palos al agua en ese mundo volátil, hasta que empezó a hacerse cargo de ella Jean Moulin, un socialista de izquierda de cuarenta años, que había sido expulsado de la administración pública de aquel gobierno de pacotilla presidido por Pierre Laval, que contaba con el apoyo de una gloria de Francia, el anciano mariscal Philippe Petain, ambos títeres de los nazis.
Moulin era un tipo valiente. En septiembre de 1941 se había jugado la vida bajo un nombre falso, Joseph Jean Mercier, y había viajado a Londres, vía Portugal y España, para entrevistarse con el general Charles de Gaulle, la cabeza visible de la Francia Libre en el exilio. Moulin le entregó a De Gaulle un informe sobre el estado de la resistencia en su zona y le pidió dinero y armas para llevar adelante la lucha contra los nazis. De Gaulle le encargó entonces que unificara los diferentes grupos de resistencia y ordenara sus servicios de propaganda, información, sabotaje, entrenamiento, para construir finalmente un ejército de fuerzas francesas, secreto, bajo sus órdenes. Moulin volvió a Francia de forma original: el 1 de enero de 1942 se arrojó en paracaídas desde un avión británico de la RAF (Royal Air Force) sobre los Alpes de Saboya y volvió a Vichy con un nombre de guerra: “Rex”. Luego adoptó también otro: “Max”
En febrero de 1943 volvió a Londres para ver a De Gaulle, que lo condecoró con la Cruz de la Liberación, y regresó a Francia el 21 de marzo para formar un cuerpo de leyenda, el Consejo Nacional de la Resistencia (CNR) de vital importancia desde entonces en la liberación de Francia. Moulin todavía era un desconocido para Barbie, que intentaba desarticular la ya poderosa fuerza de la Francia Libre. En junio de ese año, la Gestapo arrestó a René Hardy, un alto miembro de la resistencia a quien torturó de manera salvaje: lo liberó el 21 de junio, en vísperas de una reunión clave de los jefes del movimiento en los suburbios de Lyon a la que acudió Hardy. O bien la Gestapo le seguía los pasos, o, bajo tortura, Hardy delató la reunión. El hecho es que la plana mayor de la resistencia de la zona cayó en manos alemanas, incluido Moulin.
Para entonces, Barbie se había ganado la fama de asesino y torturador que se encargaba en persona de lacerar a sus víctimas. Se calcula que en manos de los nazis y de Barbie, murieron más de cuatro mil cuatrocientos prisioneros durante los escasos años de reinado de la Gestapo y las SS en la zona. El centro de torturas nazi estaba en el Hotel Terminus, que era también el cuartel general alemán. Según el historiador español Jesús Hernández: “Sus salas de tortura contaban con bañeras, mesas con correas, hornos de gas, aparatos para provocar descargas eléctricas, pinzas dentadas, perros adiestrados en morder a los prisioneros, palos, látigos y mangueras para la ‘tortura del agua’”.
Heinrich Himmler, el jefe de las SS y mano derecha de Hitler, había felicitado a Barbie por su “talento particular para descubrir pistas y trabajar en materia de represión criminal”. El terror encerrado en eufemismos. Fue Klaus Barbie quien se encargó en persona de torturar a Moulin para que contara cuanto sabía, y sabía todo porque era el jefe de la resistencia. Estableció para eso una rutina diaria de varias horas de tortura personal que se prolongó durante veintiún días. En ese lapso, dentro de lo que es posible describir sin herir la sensibilidad de quien lee, a Moulin le arrancaron las uñas de las manos y de los pies con finas espátulas metálicas al rojo vivo; sus dedos fueron colocados en los vanos de las puertas que eran cerradas sobre ellos una y otra vez hasta que quebraron sus nudillos; le ajustaron las esposas hasta que el metal penetró en la piel y quebró los huesos de sus muñecas. Otros indecibles tormentos también le fueron aplicadas cuando Barbie dejaba la tortura para retornar a su rutina de jefe de la Gestapo en Lyon.
Moulin cayó en coma en el día 22. Su cara estaba irreconocible cuando Barbie ordenó que fuese colocado en una oficina y mostrado a los miembros de la resistencia para que supieran qué les esperaba. La última vez que alguien vio a Moulin con apenas un hálito de vida tenía la cabeza hinchada y deformada, envuelta en vendajes. Barbie metió entonces aquel despojo humano ensangrentado en un tren rumbo a Berlín, vía París, más como un trofeo de guerra que para que en el corazón del Reich siguieran con los improbables interrogatorios. Pero Moulin murió en ese tren del espanto, a la altura de la ciudad de Metz y sin decir una palabra a los nazis, el 8 de julio de 1943.
Otro de los crímenes de guerra de Barbie fue la deportación de un grupo de chicos judíos que vivían en un hogar de Izieu, en el sur de Francia. Los había rescatado el matrimonio de Sabine y Miron Zlatin y los habían ocultado en una granja vecina al valle del Ródano. Eran cuarenta y cuatro muchachos de entre cuatro y diecisiete años: todos tenían documentación que los acreditaba como refugiados. El 6 de abril de 1944 Barbie y sus hombres irrumpieron en la granja, capturaron a los chicos y a siete de sus cuidadores adultos y los transfirieron de inmediato, antes de que las autoridades locales se enteraran, al campo de tránsito de Drancy, bajo dominio nazi. Miron Zlatin y los dos jovencitos mayores fueron enviados a Tallinn la capital de Estonia, y asesinados a balazos al llegar. El resto de los chicos fue enviado a Auschwitz y matados de inmediato en las cámaras de gas.
Al final de la guerra, Barbie fue juzgado en ausencia por esos crímenes y condenado a la horca. Pero Barbie ya no estaba en ninguna parte. Astuto y previsor, había huido de Lyon en agosto de 1944, un mes antes de que los aliados liberaran la ciudad. Llegó a Alemania y se unió a la lucha contra el Ejército Rojo hasta que terminó la guerra. En 1946, Su nombre figuraba ya en la lista de criminales de guerra buscados por la Comisión de Delitos de Guerra de las Naciones Unidas y por el registro Central de Criminales de Guerra y Sospechosos para la Seguridad (CROWCASS).
Pero Barbie vivía bajo nombre falso en Marburg, Alemania y trabajaba con un grupo nazi empeñado en formar un nuevo gobierno. Era el viejo anhelo de los herederos de Hitler. Eichmann lo expresaría en Buenos Aires en los años 50: la idea era culpar de los grandes males del nazismo a Hitler y sus secuaces, a quienes acusaban de locos y fanáticos, y restaurar el poder del nacionalsocialismo destinado a salvar a Alemania. En1947 un oficial del Cuerpo de Contrainteligencia del ejército americano, lo ubicó e identificó. Pero en vez de detenerlo, lo reclutó como informante. Ese fue el salvoconducto de Barbie y la razón que facilitó su huida y su ocultamiento. Entre 1947 y 1951, Barbie pasó a los americanos toda la información que tenía sobre la inteligencia francesa y sobre las actividades soviéticas de espionaje en la zona de Alemania ocupada por Estados Unidos.
Cuando los franceses quisieron juzgarlo y pidieron su extradición, todo el mundo sabía ya que Barbie vivía libre en la zona estadounidense de Alemania bajo nombre falso. El gobierno de Francia no cejó en sus intentos de conseguir que le entregaran a Barbie, pero el CIC no quiso entregarlo porque a esas alturas, el ex jefe nazi conocía lo suficiente sobre las actividades de la contrainteligencia americana que temía, con razón, que Barbie pasara esa información a los franceses para aliviar su segura condena en los tribunales.
En 1951, el CIC ayudó a Barbie a huir de Europa y a dirigirse a América del Sur, que era en ese entonces una tierra de promisión para los criminales nazis. Cambió su nombre por el de Klaus Altmann y se procuró una nueva vida. Usó para su huida la famosa “ratline” la ruta de las ratas que tan bien describe Philippe Sands en su libro “Ruta de escape”: nueva identidad cedida en Italia con el apoyo de la Iglesia católica, pasaporte de la Cruz Roja que garantizaba la “limpieza” de su portador y embarque en Génova hacia la Argentina. Había sido la ruta de Eichmann en 1950 y fue la de Barbie en 1951.
En el reportaje que Alfredo Serra le hizo en Bolivia en 1973, Barbie, que insistía en ser Altmann cuando ya era sabido que era Barbie, reveló que había viajado al continente en el buque “Corrientes”, de la empresa de Alberto Dodero, ligado por entonces al presidente Juan Perón. Barbie recordaba haber vivido unos diez días en Buenos Aires en el Hotel Dorá de la calle Maipú y que había cenado varias veces en un restaurante húngaro frente al hotel.
Luego viajó a Bolivia, desde donde tejió su tela de araña para asegurarse anonimato y protección. En los mismos días en los que el gobierno francés lo juzgaba en ausencia y lo condenaba a la horca, Barbie se instaló en La Paz, cautivado luego de ver un desfile de la Falange Socialista Boliviana que marchaba por las calles, recordó, con “sus uniformes fascistas”. Barbie hizo entonces lo que mejor sabía: traficó armas, se unió al ambiente político boliviano, siempre volátil, acercó su experiencia militar a grupos policiales y paramilitares, consiguió la ciudadanía boliviana bajo su falso nombre y hasta un pasaporte diplomático que le permitió viajar a Europa y a Estados Unidos sin correr riesgos. No es difícil presumir que para esos logros, contó con una ayuda poderosa, además de la enorme buena voluntad de los gobiernos de Bolivia.
Barbie le dijo a Serra en aquel reportaje, que en 1966 había asumido la decisión de viajar a Francia y que había depositado flores en la tumba de Jean Moulin. “¿Por arrepentimiento o por sarcasmo?”, quiso saber, implacable, el periodista. “Porque fue mi mejor enemigo. El más difícil. El más digno”, contestó Barbie. Probablemente mentía. Moulin ya no tenía tumba. La había tenido en el cementerio parisino de Pere-Lachaise, pero desde diciembre de 1964 los restos del patriota francés reposaban en una cripta del Pantheon, el sitio del descanso eterno de los grandes hombres y mujeres de Francia,
La suerte de Barbie floreció en 1964, cuando tras un golpe de Estado, tomó el poder en Bolivia el general René Barrientos. Barbie se alió a ese gobierno y a los grupos paramilitares que le daban sostén. Según Amnesty International, durante la gestión de Barrientos, que contó con un amplio apoyo popular campesino, lo llamaban “El general del Pueblo”, fueron asesinadas decenas de personas por parte de los escuadrones de la muerte del régimen, incluida la famosa “Masacre de San Juan”, en 1967, desatada por el ejército en los centros mineros de Catavi y Siglo XX.
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Ese año, 1967, el año del asesinato de Ernesto “Che” Guevara en las sierras bolivianas, Barbie fue nombrado gerente general de la estatal Compañía Transmarítima Boliviana que el mismo Barrientos había fundado en 1967. Bolivia no tiene mar y la compañía era una tapadera del tráfico de armas al servicio de la dictadura. Barrientos murió en un accidente de helicópteros en 1969 y la suerte de Barbie cambió para peor. La Transmarítima quebró en 1971, la justicia boliviana empezó a husmear en el pasado de Barbie que volvió a hacer lo que siempre supo: huyó a Perú muy a tiempo en 1971. Allí se lo vinculó al asesinato del empresario harinero Luis Banchero Rossi, en diciembre de 1972 y antes de enfrentar problemas con la justicia peruana, regresó a Bolivia por dos razones. La primera, porque allí regía una nueva dictadura, la del general Hugo Banzer Suárez, que le dio cobijo. La segunda, porque en Perú se reveló que su verdadero nombre no era Altmann, sino Barbie. Una de sus antiguas víctimas lo había reconocido en Lima.
Tras él se lanzaron Serge y Beate Klarsfeld, que perseguían a los nazis fugitivos y lanzaron una campaña para denunciar la verdadera identidad de Altmann, que era Barbie. La campaña contó con la firme oposición de Barbie bajo el papel de Altmann. Dio algunas entrevistas en las que mintió con descaro: dijo que no era Barbie y que nunca había estado en Lyon. Nadie le creyó, pero las dictaduras de Banzer primero y la de Luis García Meza, entre 1980 y 1981, le dieron protección, aunque no seguridad. Barbie quedó al descubierto por un periodista que le tendió una trampa.
En enero de 1972 un equipo de TF1, la televisión francesa, liderado por Ladislas de Hoyos, logró entrevistar a Barbie, bajo la piel de Altmann, en La Paz. Fue una entrevista filmada supervisada, condicionada y vigilada por el ministerio del Interior boliviano. El periodista sólo podía hablar en español y hacer preguntas autorizadas con antelación. En un momento de la entrevista, de Hoyos se salta las prohibiciones, le habla a Barbie en alemán y le muestra una foto de Jean Moulin. Barbie toma la foto, jura no conocer al hombre a quien le había arrancado las uñas con hierros al rojo y dice que no lo conoce, que no sabe quién es Moulin. De Hoyos acepta, toma la foto de manos de Barbie y la guarda en su saco: en ella van las huellas digitales del criminal nazi.
Ya es imposible ocultar la identidad de Barbie. Va a parar a la cárcel de La Paz, en un régimen de extrema comodidad. Allí lo entrevista, en 1973, Alfredo Serra. Es un reportaje que Infobae rescató del olvido y es aún hoy una joya periodística. Las preguntas de Serra acorralan al nazi con el que discrepa, al que torea y provoca, con el que simula alguna indulgencia leve para volver al toreo, hasta que Barbie reivindica a Hitler y reconoce sus crímenes. Es Barbie quien habla con Serra, aunque diga e insista en decir que es Altmann. Serra le pregunta: “Ahora esta pregunta me parece tonta… ¿Está arrepentido?” Y el nazi contesta: “¿Por qué? ¿De qué? En la guerra todos matan. No hay buenos ni malos. Soy un nazi convencido. Admiro la disciplina nazi. Estoy orgulloso de haber sido comandante del mejor cuerpo del Tercer Reich. Y si volviera a nacer mil veces, mil veces sería lo que fui.” Y al final, Serra lo acorrala: “La acusación contra usted tiene once cuerpos. Veinte mil fusilamientos, quince mil franceses deportados, torturas… ¿Lo admite?” Y Barbie: “Lo admito. No sé si las cifras son exactas, pero no importa. Fueron actos normales en tiempos de guerra.”
No hizo falta más para destruir el engaño Altmann. De todos modos, de cualquier modo, Bolivia mantuvo a Barbie bajo su ala protectora con la excusa de que no existía tratado de extradición con Francia. Pero en 1982, la llegada al poder en Bolivia de un gobierno democrático de centro izquierda, encabezado por Hernán Siles Zuazo, zanjó con Francia la deuda Barbie. El 25 de enero de 1983 el criminal de guerra nazi fue arrestado por estafa y deportado de inmediato a Francia.
Lo enjuiciaron el Lyon, en 1987. Pese a que había sido condenado a muerte en 1952 y en 1954 por la justicia francesa, sus crímenes de guerra habían prescripto a los veinte años de cometidos. Fue juzgado entonces por las numerosas deportaciones de judíos franceses a los campos de la muerte del nazismo, crímenes de lesa humanidad e imprescriptibles. En especial, lo acusaron por aquella deportación de los cuarenta y cuatro chicos escondidos en una granja. Le adjudicaron también el envío a los campos de otras ochenta personas, todas asociadas a la Unión General de Israelíes de Francia en Lyon y lo acusaron de ser el artífice del llamado “último tren”, en el que fueron enviadas a la muerte cerca de seiscientas personas, pocos días antes de la entrada de las tropas aliadas a la ciudad y de la propia huida de Barbie de la Francia a punto de ser liberada.
La muerte de un ser humano no debería ser nunca motivo de inspiración alguna. Sin embargo, sería una variante del disimulo no admitir que el mundo funciona un poco mejor cuando alguna gente lo abandona para siempre. Klaus Barbie murió en su celda francesa, de cáncer, el 25 de septiembre de 1991. Jamás se arrepintió de sus crímenes y siempre se declaró un nazi convencido y fiel. Tenía 75 años.
Tampoco sería del todo justo terminar estas líneas destinadas a revelar la vida de un miserable, sin honrar a sus víctimas. En especial a Jean Moulin. El 19 de diciembre de 1964, como parte de las celebraciones por el veinte aniversario de la liberación de Francia, el entonces presidente Charles de Gaulle decidió que los restos de Moulin fueran trasladados desde su tumba en el cementerio parisino de Pere-Lachaise a las criptas del Pantheon, en el corazón del Barrio Latino, que alberga a los grandes de Francia y del mundo.
La ceremonia tuvo el carácter que De Gaulle quiso imprimirle: la de homenaje a un héroe de guerra a quien, no solo había conocido, sino que, además, había nombrado primer presidente del Consejo Nacional de la Resistencia. De todo se encargó el entonces ministro de cultura de Francia, André Malraux, el hombre que había escrito “La condición humana”, una extraordinaria novela que calzaba casi a la perfección en el homenaje a Moulin. En aquella fría y nublada mañana, con las cenizas de Moulin envueltas en la bandera de Francia ante las que De Gaulle rindió honores militares, Malraux dio un discurso que él mismo había escrito, con una voz transida y una entonación dramática. Dijo Malraux:
“(…) Entra aquí, Jean Moulin, con tu terrible cortejo. Con los que como tú murieron en las mazmorras sin haber hablado e incluso, quizás aún más atroz, habiendo hablado. Con todos los desaparecidos y rapados en los campos de concentración. Con el último cuerpo tembloroso de las terribles filas de Noche y Niebla finalmente derribado a culatazos. Con las ocho mil francesas que no volvieron de los presidios. Con la última mujer muerta en Ravensbrück por haber dado asilo a uno de los nuestros. Entra, con el pueblo nacido de la sombra y desaparecido con ella, nuestros hermanos en la Orden de la Noche. (…) Escucha hoy, juventud de Francia, lo que fue para nosotros el Cántico de la Desdicha. Es la marcha fúnebre de las cenizas que entran aquí ahora. Junto a las de Carnot con los soldados del año II, con las de Víctor Hugo con Los Miserables, con las de Jaurès veladas por la Justicia: que descansen con su largo cortejo de sombras desfiguradas. Que hoy, juventud, puedas pensar en este hombre como si hubieras acercado tus manos a su pobre cara deformada del último día, a sus labios que no hablaron, pues ese día ésa era la cara de Francia”.
Son palabras escritas hace casi seis décadas. Todavía estremecen.
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