Era el año 2011 y Sofía formaba parte de la “mesa chica” de un laboratorio medicinal. Era la número 3 en la cadena de mando y ocupaba ese puesto “todavía como varón” cuando salió la sentencia favorable. Había ganado: el Estado ahora estaba obligado a cambiar su nombre y género en su DNI y a cubrir los gastos de una cirugía de reasignación sexual, la intervención a la que recurren muchas mujeres trans y travestis para hacerse una vagina.
“Hasta ese entonces yo iba a trabajar con traje, travestida de varón digamos”, dice Sofía Lavorel Galante a Infobae. La cuestión es que cuando contó en su trabajo que ya no iba a ir de traje sino como Sofía se acabó el amor.
“Primero me sacaron las grandes cuentas, supuestamente para que yo no tuviera que dar explicaciones a los clientes de mi transformación”, recuerda, y hace comillas con los dedos sobre esta última palabra. Después la mandaron a hacer home office y en la Navidad de ese mismo año la echaron.
Pero ese no es el corazón de la anécdota sino el contexto, porque Sofía ya había empezado a estudiar para recibirse de acompañante terapéutica: quería ser una mujer trans no en el teatro de revista, no en una peluquería sino en el ámbito de la Salud. Es más, ya masticaba un deseo de, algún día, trabajar con chicos.
Fue en esa época que en el trabajo le dijeron una frase que podría haberla hecho desistir: “Sos trans, imaginate, ¿quién te va a confiar a vos la salud de sus hijos?”.
Podría haberla hecho desistir pero no fue eso lo que pasó. Esta es la historia de Sofía Lavorel Galante, mujer trans, 47 años, acompañante terapéutica, licenciada en Psicomotricidad en la Universidad de Tres de Febrero y diplomada en autismo. Trabaja con niñas, niños y adolescentes con distintas discapacidades, lo que ella llama “desafíos del desarrollo”. A la mañana en un Centro Educativo, mayormente con chicos con autismo, a la tarde atiende su propio consultorio.
“Yo sé lo que es estar en la otra vereda, ser mirada desde otro lugar: lo mismo que le pasa a las personas con discapacidad. Creo que en esa diversidad es donde ellos y yo podemos encontrarnos”, dice a Infobae durante un recreo entre paciente y paciente.
Antes
“Toda la primera parte de mi vida, lo que fue mi infancia, mi adolescencia y mi juventud, ha sido lo más difícil. No porque yo no supiera quién era, porque siempre lo supe”, arranca ella. Se refiere a que nació en la Argentina del 75, por lo que su niñez estuvo lejos de la idea de la expresión libre.
“Quizás mis decisiones no me llevaron a prostituirme para sobrevivir, pero lo que prostituí fue mi identidad. Digo: resigné quien yo era para sobrevivir. Eso fue bien evidente en mi paso por el seminario”, cuenta y sonríe con expresión de incredulidad. “Pasé tres años formándome para ser cura, buscando una manera de acallar lo que me pasaba”.
Era un jovencito de 22 cuando le contó a sus guías espirituales del seminario lo que le pasaba, o lo que creía que le pasaba, porque en ese momento no había espejos donde mirarse y Sofía pensó que era un varón gay.
“Me dijeron que por ser una persona muy referente entre los jóvenes y los niños, porque yo me dedicaba a la pastoral juvenil y de enfermos, era conveniente que me retirara. Así fui expulsada de la vida de la Iglesia. Parece que tenían temor de que yo contagiara al resto”.
Pasó una larga década como varón gay, no porque lo fuera sino por esa falta de espejos:
“Yo vivía en Glew, y lo que conocía era o las chicas trans de la comparsa, que se llamaban ‘las travestis de Burzaco’, o el mundo de la prostitución. Y en mi deseo no estaba ni una cosa ni la otra: yo quería ser una mujer común, laburar, formar una familia, poder trabajar de lo que quisiera, y veía que eso era un imposible. Digo: yo crecí sintiendo que mi vida iba a ser imposible, que tenía que vivir con una máscara todo el tiempo”.
Bajo esa máscara trabajó en una empresa de cartografía primero y en el laboratorio medicinal después. “Salía a la noche descalza y con los tacos en las manos. No usaba el pelo largo porque en el laboratorio no se permitía, entonces lo tenía corto y llevaba una peluca en la cartera. Ahora me río de esto pero en ese momento era bastante trágico porque tenía que vivir escondiéndome”.
En el 2007, cuatro años antes de hacer el juicio contra el Estado, empezó el tratamiento hormonal en el Equipo de atención de personas trans, travestis y no binarias del Hospital Durand. Todavía no existía la Ley de identidad de género, por eso tuvo que ir por la vía judicial.
Logró que le autorizaran tanto el cambio de nombre y género en el DNI como la cobertura de la cirugía de reasignación sexual -la vaginoplastia-, una intervención que no todas quieren (ni deben) hacerse.
“Desde que salió la sentencia favorable me tomé un año para ver si realmente quería operarme o no. No quería hacerlo por lo que los demás esperaban o por cómo la sociedad dice que debe ser el cuerpo de una mujer o de un hombre. Tenía claro que no iba a ser más mujer por tener una vagina, una vagina no me define. Quería que fuera parte de un deseo íntimo mío, genuino”.
Fue ahí, ya con la sentencia en la mano, que habló en el trabajo y la echaron. Como Sofía ya había empezado a estudiar para ser acompañante terapéutica (para ayudar a reinsertarse en la vida social a jóvenes y adultos externados de clínicas psiquiátricas) aparecieron las primeras frases o preguntas-látigo.
“Nunca vas a poder trabajar con la Salud” y “¿quién le va a confiar a alguien como vos las vidas de sus hijos?”. Dice ella ahora: “Son discursos muy fuertes, cosas que una se va creyendo. Yo al principio sentía que, por ser trans, lo único que valía de mí era mi cuerpo y mi sexo. Fue todo un proceso entender que soy mucho más que eso, y que me podían elegir más que por lo que valía que como mercancía de intercambio”.
Fue en 2012, el mismo año en que se recibió, que conoció a un hombre (cis, no trans, y padre de dos hijas) del que se enamoró con ganas y con el que empezaron una relación. Se conocieron como cualquier pareja: él tenía un comercio online, ella le compró algo y quedaron conectados. Empezaron rápidamente a compartir sus vidas y al año siguiente se casaron.
Lo que siguió en su carrera fue un proyecto que armó junto a otra colega para hacer acompañamiento terapéutico a las personas que estaban haciéndose quimioterapia en el Hospital Roffo. Fue un proyecto conjunto con el área de psico-oncología que terminó porque se sostenía con plata de su bolsillo.
Después, la razón por la que decidió estudiar la Licenciatura en Psicomotricidad se gestó en el tablero familiar. “Una de las hijas de mi marido tiene síndrome de down y en estos años fui conociendo a todas sus terapeutas. Una es psicomotricista y me fascinó la disciplina. Mi compañero me alentó a entrar a la universidad, un lugar que siempre pareció vedado para nosotras. Siempre confió en mí, a veces más que yo misma”.
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No fue fácil. “No, para nada. Me acuerdo de un profesor de Psicopatología que dijo en clase que las personas trans éramos todas psicóticas. O de otro que sostuvo que somos enfermas”, suspira. “Pero también hay que hacerle frente a eso, el camino no tiene por qué ser cómodo”.
Para ella “difícil” no es eso: “Difícil es la vida de una familia que viene a mi consultorio con un hijo con parálisis cerebral en una silla de ruedas y que no sabe que va a ser de él cuando sus padres ya no estén”, sostiene.
Aquella pregunta entonces, se respondió a largo del tiempo, con hechos.
“Criar chicos con discapacidad no es fácil. Las familias se hacen muchas preguntas, una de ellas es si sus hijos van a poder seguir adelante. Yo viví eso desde otro lugar: yo, como persona trans, también me pregunté si iba a poder: poder casarme, poder tener una familia, poder ejercer mi profesión. Acompañar los procesos de esas familias y alentar a que cada niño y cada niña logre explotar su potencial, el que sea, para mí es un orgullo”, dice, y se emociona.
Nunca jamás sucedió el mal augurio. Nunca jamás una persona con cáncer le dijo que no quería su acompañamiento. Nunca jamás una madre o un padre frenó una terapia por ver que, debajo del ambo, había una mujer trans.
“Las devoluciones de esas familias por lo que vamos logrando son súper amorosas, eso a mí me conmueve. Esas familias no están mirando si soy trans, rubia, morocha, alta, baja o gorda, sólo están fijándose lo que les hace bien a sus hijos”.
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