Fue la batalla que decidió la Segunda Guerra Mundial en Europa. En el difícil y acaso vano intento de decidir cuál batalla es la más sangrienta en cualquier guerra, Stalingrado se puede llevar la palma de oro. O de sangre. En los ciento setenta y cuatro días de lucha, desde el 23 de agosto de 1942, cuando la ciudad que llevaba el nombre del jerarca de la URSS, Iósif Stalin, fue sitiada por los nazis, hasta el 2 de febrero de 1943, cuando el VI Ejército alemán se rindió al Ejército Rojo, murieron en ese escenario de horror más de ochocientos mil soldados alemanes y sus aliados, italianos, rumanos, croatas y húngaros, y un millón doscientos mil soldados y civiles soviéticos. Los heridos y mutilados sumaron más de un millón.
Se luchó hasta la muerte. Y hasta que la vida fue imposible. Adolf Hitler quería Stalingrado en manos alemanas por lo que esa ciudad representaba: Era Stalin. Stalin quería esa ciudad en manos soviéticas por lo mismo. De modo que la rendición era imposible, retroceder también. Ni un paso atrás. Sólo es posible la victoria. Stalingrado cambió el curso de la guerra. Destruido casi el ejército al mando del general Friedrich von Paulus, el Ejército Rojo inició su largo y sangriento viaje hacia el noroeste, con los ojos puestos en Berlín, adonde llegaría dos años y dos meses después, para arrasar con el Reich de Hitler que iba a durar mil años.
Hitler se encaprichó con Stalingrado. Era parte de su personalidad infantil, psicótica, atravesada. En junio de 1941 había roto el pacto de no agresión con la URSS y la había invadido con dos objetivos: tomar Moscú y llegar hasta los pozos de petróleo del Cáucaso para disponer del combustible indispensable para proseguir con su guerra. Camino al Cáucaso, vivía Stalingrado.
Además de su poder simbólico, también lo tenía la sitiada Leningrado, la ciudad de Lenin, que había sido la vieja capital imperial, San Petersburgo, Stalingrado tenía importancia estratégica. Funcionaba allí una importante industria militar con una fábrica insignia, Octubre Rojo, y la fábrica de cañones y tractores Barricady. Un vital nudo ferroviario unía a Moscú con el Mar Negro y el Cáucaso y el puerto fluvial, sobre el Volga era parte de la vida comercial de la ciudad. También llegaban alimentos por esas aguas.
Stalingrado era un largo lagarto de veinticuatro kilómetros de largo sobre el Volga y unos diez kilómetros de ancho extendidos hacia el oeste, el lado más poblado, el más útil, el más rico, el más cuidado. El lado este del Volga estaba olvidado. No existían puentes que unieran una y otra orilla, conectadas por un servicio de lanchas y barcazas. Sin términos medios, el verano calcinaba y el invierno congelaba incluso las aguas del río: el hielo impedía la navegación y el paso de vehículos pesados.
Vasili Grossman, el gran cronista ruso de la Segunda Guerra, reproduce en sus crónicas la carta de un oficial alemán escrita en los primeros días de la invasión nazi a la URSS: “Me sorprende la vastedad de Rusia”, escribió. Y todavía no había visto nada. Las tropas nazis, exitosas en la “blitzkrieg”, la guerra relámpago que le había permitido conquistar gran parte de Europa, se topaba ahora con la “vastedad” rusa. Las tropas de la Wehrmacht avanzaban mucho más veloces que la logística que debía alimentarlos y darles combustibles. Lo que hallaban a su paso era tierra arrasada por orden de Stalin y pozos de agua infectados adrede por animales sacrificados por los rusos en huida.
El 19 de julio de 1942, ante el inicio de la ofensiva alemana dos días antes, Stalin ordenó que empezaran los preparativos para defender a la ciudad. Prohibió a los civiles abandonarla, una medida diabólica y suicida que pretendía alentar el valor de las milicias soviéticas, conscientes de que sus familiares serían víctimas del terror nazi si se perdía Stalingrado. Sólo los trabajadores especializaros fueron trasladado tras los Urales, adonde los soviéticos habían instalado toda su industria armamentista.
A mediados de julio, pleno verano, los alemanes habían empujado a los soviéticos hacia las márgenes del río Don, en un punto en el que sólo lo separan del Volga sesenta y cinco kilómetros. El 24 de julio, en Berlín, Hitler volvió a redactar los objetivos de la campaña militar de ese año que ahora contemplaba la ocupación de Stalingrado. El Führer dijo entonces que luego de la captura de la ciudad, sus hombres matarían a todos los varones y deportarían a las mujeres y a los chicos porque su población era “completamente comunista y especialmente peligrosa”. No le faltaba razón, sobre todo en lo segundo.
El 25 de julio, los alemanes se toparon con una fuerte resistencia al oeste de Kalach, una ciudad vecina a Stalingrado: “Tuvimos que pagar un alto costo en hombres y material en Kalach. Allí quedaron muchos de nuestros tanques quemados o destruidos”, escribió uno de los oficiales de von Paulus.
El 28 de julio preocupado por el avance alemán hacia el Volga, a cualquier costo, Stalin firmó la orden 227 por la que ordenaba a sus comandantes en el frente impedir de cualquier modo la retirada de sus hombres. Autorizó también a sus jefes a fusilar a todo soldado soviético que intentara retroceder y autorizó, ordenó más bien, a las mujeres a combatir en gran escala. En ese documento figura la frase “¡Ni un paso atrás!”, que sería luego un lema de la resistencia antifascista soviética.
Aún con problemas de combustible, las tropas de von Paulus llegaron a sesenta kilómetros de la ciudad, habían tomado treinta y cinco mil prisioneros rusos y vehículos blindados y cañones. Llegaron hasta los arrabales de Stalingrado.
Entonces llegaron los bombardeos. El 23 de agosto aviones Heinkel 111 y Junkers 88 lanzaron más de mil toneladas de bombas. Ese solo día murieron cinco mil personas en la ciudad. Al cabo de una semana de bombardeos constantes, los muertos sumarían cuarenta mil y los edificios destruidos más de cuatro mil. Stalingrado estaba en ruinas. Y los alemanes en los suburbios del noreste, mientras que los tanques Panzer avanzan por el sur, mientras la Lutwaffe de Herman Göring bombardea lo que queda de la ciudad hasta que no quedan sino escombros.
Entre esos restos empieza entonces otra forma de pelear la guerra: el 62 Ejército soviético arma posiciones defensivas con puntos fijos de disparo en las ruinas de fábricas y edificios. Es una guerra “urbana”, entre ruinas y despojos, para la que los alemanes no están preparados. Con las vías de comunicación cortadas, la imposibilidad de la llegada de provisiones por el Volga bombardeado por los nazis y la ciudad sitiada, el hambre castigó a Stalingrado. En secreto, el alto mando soviético preparaba una contraofensiva gigantesca, mientras el ejército de von Paulus y el Cuarto Ejército alemán, dotado de tanques Panzer que servían de nada entre las ruinas, sufrían grandes pérdidas de hombres en su lucha calle por calle, casa por casa, escombro por escombro.
“Los contragolpes rusos entre agosto y septiembre en el norte de la ciudad, desbarataron los planes del Sexto Ejército que pretendía conquistar de inmediato el distrito fabril de Stalingrado. En cambio, llevaron a las tropas del general von Paulus a una batalla fragmentada, casa por casa, fábrica por fábrica, para terminar con las defensas soviéticas”, diría el coronel David Glantz, uno de los expertos de la batalla, autor de “Tetralogía de Stalingrado”.
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Fueron los días de los francotiradores, el más famoso, Vasili Záitsev, quedó inmortalizado en una película, “Enemigo al acecho”, protagonizada por Jude Law. Cine aparte, a Záitsev se le adjudican doscientos veinticuatro oficiales nazis muertos por su precisión y su rifle, que es hoy una joya del museo de la guerra. Záitsev contó alguna vez, luego de la guerra: “Vi cómo los alemanes sacaban a rastras a una mujer para violarla, sin duda. ¿Cómo no te va a afectar eso cuando no podés hacer nada para salvarla? Estás en la línea del frente. No tenés suficientes hombres. Si salís a ayudarla, te matan, te masacran; sería un desastre. Y otras veces, ves a chicas jóvenes o niños, colgados de los árboles del parque. ¿Te afecta? Te provoca un tremendo impacto. Por eso, cada soldado, incluido yo mismo, piensa únicamente en cómo obligarles a pagar más caro su vida, en cómo matar a más alemanes. En como hacerles aún más daño. Yo lo logré como francotirador”.
Bajo el frío del invierno inminente, desgastados por una guerra de guerrillas urbana y entre ruinas, los alemanes lo pasaban difícil: “Hasta el último momento, la mayoría de los oficiales esperó la ayuda del exterior. La falta de víveres, de refuerzos y de proyectiles de artillería hizo que fuese físicamente imposible seguir luchando. Estábamos muertos de hambre y la mayoría sufríamos daños por congelación”, admitiría luego el teniente alemán Herrmann Strotmann
Los alemanes lanzaron tres grandes ofensivas entre el 14 y el 26 de septiembre, entre el 27 de septiembre y el 7 de octubre y entre el 17 y el 29 de octubre: pusieron entre la espada y la pared al 62 Ejército ya al mando del general Gueorgui Zhúkov. Los invasores lograron llegar al centro urbano, cerca del embarcadero del Volga donde las escenas eran terribles. “Todo estaba en llamas -recordaría, ya anciano, Konstantin Duvanov, soldado del Ejército Rojo y defensor de Stalingrado a sus veinte años- La orilla del río estaba cubierta de peces muertos, mezclados con cabezas humanas, brazos, piernas… todo en la playa. Eran los restos de las personas que eran evacuadas a través del Volga y habían sido bombardeadas por los alemanes”.
Zhúkov había llegado a Stalingrado el 29 de agosto, ya nombrado por Stalin como su mano derecha en la guerra. El 12 de septiembre había destituido al general Anton Lopatin, acusado de cobardía ante el enemigo, y lo había suplantado por un duro conocido, el general Vasili Chuikov, que comandaba el 64 Ejército Rojo desplegado al sur de Stalingrado. Chuikov era conocido por no tirarse al suelo ante los bombardeos nazis. “Mi orgullo no me lo permite. Tal vez me comportaría distinto si estuviera solo. Pero nunca estoy solo. Un comandante ve morir a miles de hombres. Pero eso no debe afectarle. Puede llorar luego, a solas. Pero aquí tenés que permanecer de pie, como una roca.”
Cuando Chuikov llegó al escenario de la batalla le preguntaron, al más puro estilo soviético: “¿Cuál es el objetivo de su misión, camarada?”. Y el tipo dijo “Defender la ciudad o morir en el intento”. Uno de sus interrogadores era un enviado especial de Stalin al frente de Stalingrado: Nikita Khruschev, que luego sucedería al jerarca ruso y sería un actor clave en los años iniciales de la Guerra Fría. Chuikov se encontró con veinte mil hombres y sesenta tanques. Los hombres estaban muy bajos de moral, los tanques, como los blindados alemanes, poco podían andar entre los escombros y las defensas eran bastante deficientes. Las reforzó, sobre todos las antiaéreas que eran disparadas por mujeres, fortificó los sitios donde pensó que el enemigo podía ser detenido, retiró parte de su artillería al otro lado del Volga y fomentó el despliegue de francotiradores. Mientras los estrategas trazaban sus planes, la sangre alemana y rusa corría a raudales por las calles, las que quedaban en pie, de Stalingrado.
Los soviéticos querían ganar tiempo, sin importar lo que eso costara en vidas, para lanzar su Operación Urano, la gigantesca contraofensiva contra los alemanes. Y los alemanes no la vieron venir. No habían alcanzado el petróleo del Cáucaso y Hitler pensó, un maestro de la propaganda, que la toma de Stalingrado podía ocultar su fracaso. Lo intentan una vez más, pero ya no se trata de las orgullosas divisiones Panzer, indetenibles, infalibles. La vastedad de Rusia las ha agotado, las compañías no tienen más de sesenta hombres, los tanques, unos ochenta, no tienen demasiado combustible: no pueden avanzar más.
A los soviéticos no les va mucho mejor. Chuikov, incapaz de dar un mensaje que pudiera ser tomado como derrotista, diría luego que no se sintieron “olvidados” por Moscú, que no pasaron hambre, que no les faltaron suministros, ni armamento. No era verdad. O no era toda la verdad. Dio a entender que sí les sobraba voluntad: “Sabíamos perfectamente que Hitler no se iba a dar por vencido, y que iba a seguir lanzando más y más tropas contra nosotros. Pero debía sentir que era una lucha a vida o muerte, y que Stalingrado iba a seguir luchando hasta el final. No conocíamos la retirada. Hitler no había tenido eso en cuenta, y ese fue su error”.
La voluntad estaba en manos de hombres y mujeres, casi todos civiles, que se unieron a la defensa de la ciudad. Las mujeres fueron soldados y también telefonistas y enfermeras. Ivan Vasilievich, un capitán del Ejército Rojo, recordó cómo Liolia Novikova arrastraba a los heridos para ponerlos a cubierto. “Había que sacarla a rastras de lo más encarnizado de la lucha. Hasta que tres balazos le destrozaron la cabeza”. Nina Kokorina confió al historiador alemán Jochen Hellbeck, autor de “Stalingrado – La ciudad que derrotó al Tercer Reich”, que ella nunca fue del todo consciente de la gravedad de la batalla hasta que sufrió un bombardeo y vio la primera baja de su compañía antitanques: “Era un soldado joven al que le salían todas las tripas afuera. Volví a metérselas dentro y lo vendé entero”. “Aquella carnicería no tenía fin -evocó Vera Gurova, que entonces tenía 22 años-. Nunca vi semejante cantidad de sangre. Sé que debería olvidarlo, es mi trabajo. Pero eso no significa que no me identifique con aquellos heridos”.
La Operación Urano cayó sobre los alemanes en noviembre, junto con las primeras nevadas y el frío intenso. A cargo de Zhúkov desde el norte y del coronel general Aleksander Vasilevski desde el sur, el plan no solo buscaba recuperar Stalingrado, sino envolver y destruir al Sexto Ejército alemán de von Paulus. Eso pasó. Y los sitiadores quedaron sitiados.
En el cerco, al que los alemanes llamaron “Der Kessel – El Caldero”, quedaron embolsados trescientos treinta mil soldados, debilitados por el hambre y el frío y con la promesa de Herman Göring, desde Berlín, de enviarle toneladas de alimentos y municiones en aviones de la Luftwaffe. Era un delirio de Göring.
No solo los alemanes pasaban hambre y frío. Valentina Savelyeva tenía cinco años cuando la guerra destruyó su casa, cuando fue testigo de los brutales combates callejeros y cuando huyó de una muerte segura de la mano de su madre: ambas fueron a parar a un barranco cercano que llegaba al Volga. Muchos años después, recordaría para un documental de la BBC: “Cuando cierro los ojos puedo ver el Volga en llamas, por el petróleo derramado. Cavamos agujeros en la arcilla para vivir. No trincheras, sino agujeros. Como los conejos, como los animales. Todo estaba en llamas y oíamos rugir a los aviones. Nuestros soldados lanzaban bombas contra tanques y aviones alemanes y, también, sobre nosotros. El momento más terrible fue el 20 de noviembre, cuando los nazis estuvieron a punto de tomar la planta Octubre Rojo. Nuestros padres no nos dejaban salir de los agujeros, pero ellos ayudaron a los heridos mutilados: les vendaban las manos y las piernas hasta que llegaran los médicos. No había comida. Solo lodo, que pasó a ser ligeramente dulce. Comíamos barro y nada más que barro. Y bebíamos aguja del Volga”. El leve contenido de azúcar de la arcilla mantuvo a Valentina con vida. Su hermanito menor, murió por el hambre.
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Finalmente, en enero de 1943, la suerte alemana estaba echada. Cercados por los rusos, el hambre, el hielo y la derrota, los hombres de von Paulus quedaron empantanadas en las calles que habían sitiado. Tenían defensores de Stalingrado al frente, y dos Ejércitos Rojos a la espalda. Von Paulus envió un mensaje personal a Hitler: “Mi Führer: se nos agotan las municiones y el combustible. Abastecimiento suficiente y oportuno es imposible. En estas circunstancias, solicito plena libertad de acción. Paulus”. Hitler lo fulminó. No sólo rechazó cualquier intento de rendición, sino que nombró a von Paulus mariscal del Reich y le hizo saber que ningún mariscal alemán se había rendido nunca. Se lo dijo al oído a su ladero, el general Keitel: “En la historia de la guerra no se registra ningún caso en que un mariscal de campo haya aceptado caer prisionero...”.
El ascenso de von Paulus, el 30 de enero, iba acompañado de una orden de suicidio. El flamante mariscal dijo entonces: “No tengo intenciones de dispararme por este cabo bohemio”, en referencia a Hitler y a su grado militar durante la Primera Guerra Mundial. Von Paulus confió su intención de no matarse a su plana mayor a la que prohibió también suicidarse “para seguir el destino de sus soldados”. Esa noche, las tropas soviéticas entraron al centro urbano de Stalingrado, a la Plaza Roja, reducida ahora a escombros. Un tanque ruso se acercó al cuartel general alemán: dentro viajaba el mayor Winrich Behr, al que había enviado von Paulus a las líneas rusas y que serviría como intérprete.
El flamante mariscal se rindió a las 5.45 de la mañana del 31 de enero. Intentó disimular su decisión y dijo que había sido tomado prisionero. Las tropas alemanas que habían seguido en combate, el 51 Cuerpo de Ejército al mando del general Karl Streker se rendirían el 2 de febrero.
La batalla de Stalingrado había terminado. Además de los ochocientos mil muertos entre alemanes, italianos, húngaros, rumanos y croatas, todos aliados de los nazis, se rindieron con von Paulus noventa y un mil prisioneros: sólo seis mil regresaron con los años a Alemania,
Konstantin Duvanov, aquel soldado de veinte años que había visto los peces muertos del Volga junto a cabezas, brazos y piernas humanas, fue testigo de la rendición del mariscal alemán. Vio cuando lo sacaron de su bunker rumbo a un coche del Ejército Rojo. “Media horas más tarde -relató ya anciano- vimos a un sargento nuestro con tres ametralladoras alemanas capturadas por encima de su hombro. Llegó al coche, vio a von Paulus y dijo: ‘Ah, el general que mato a tanta gente sentado aquí, en el auto, como si nada hubiese pasado’. Mientras cargaba una de las ametralladoras y le apuntaba. Paulus abrió la boca, blanco como el papel porque, usted sabe, una milésima de segundo más y no teníamos más mariscal. Pero surgió un teniente, le arrebató la ametralladora al sargento y la tiró lejos. Cerró la puerta del coche y le gritó al conductor: ‘Sacálo de aquí porque lo van a matar’”.
Von Paulus sobrevivió a la guerra. Prisionero de los rusos, que lo liberaron recién en 1953, testificó en Núremberg contra Hitler y los nazis. Murió en Dresde, Alemania Oriental, el 1 de febrero de 1957, un día antes del catorce aniversario de la rendición en Stalingrado.
En 1961, después de que Nikita Khruschev culpara a Stalin de todos los males de la URSS y aboliera el culto a la personalidad, tan caro al marxismo y al populismo, Stalingrado dejó de llamarse así y pasó a ser Volvogrado. Lo es aún. Sin embargo, a pedido de los veteranos de guerra y de los sobrevivientes de aquel sitio y aquella destrucción, el parlamento local aprobó que, sólo para ocasiones puntuales y muy específicas, la ciudad recuperara su antiguo nombre por sólo veinticuatro horas. Sucede cada 2 de febrero, cuando Volvogrado vuelve a lucir el nombre de la que fue llamada “ciudad heroica”.
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