A mediados de 1939, cuando la Segunda Guerra Mundial aún no se había desatado y Eugenio María Giuseppe Giovanni Pacelli llevaba pocos meses reinando en el Vaticano como Pío XII, un derrumbe accidental puso al descubierto una antigua morgue romana bajo el suelo de las cuevas del subsuelo de la Basílica de San Pedro.
Erudito y conocedor como pocos de la historia de la Iglesia, el pontífice había leído un antiguo documento guardado en la Biblioteca del Vaticano, llamado el Libro de los Papas, que describía el lugar del entierro de Simón, el hombre al que Jesús –según el Evangelio de Mateo– le dijo: “Y yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi iglesia, y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella”.
La tumba del primer Papa
Pedro, el hombre crucificado bocabajo por Nerón en Roma algún día entre los años 64 y 70 y al que la Iglesia Católica erigió como su primer Papa.
Pío XII –Papa número 260 de la Iglesia– llegó a la conclusión que el lugar descripto en el Libro de los Papas como de la tumba original de San Pedro podía estar muy cerca de donde se había producido el derrumbe.
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Si ese accidente al principio mismo de su papado era una señal divina, no podía estar seguro, pero tomó una decisión: en el mayor de los secretos ordenó realizar excavaciones en el lugar para buscar los restos del discípulo de Jesús.
Los trabajos arqueológicos supervisados por monseñor Ludwig Kass duraron diez años y permitieron descubrir un viejo cementerio que coincidía con los restos del Circo de Nerón, que se sabía que había funcionado en la colina donde luego se levantaría El Vaticano.
Si lo que se sabía sobre el entierro del discípulo de Jesús era cierto, ese hallazgo podía ser clave para encontrar los restos de Simón Pedro.
Altares sobre una supuesta tumba
La historia contaba que, originalmente, los restos del santo fueron colocados en una tumba excavada en la tierra, no lejos del lugar de su martirio: el circo de Nerón, los suntuosos jardines donde el emperador infligía innumerables torturas a los cristianos y donde Pedro había sido ejecutado.
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Al principio la tumba estuvo señalada por un pequeño templete, llamado Trofeo de Cayo, donde muchos años después el emperador Constantino hizo construir un monumento -un paralelepípedo de tres metros de altura en mármol y pórfido– en su honor.
Con en correr de los años, los restos –si realmente estaban allí– habían ido quedando debajo de varias capas. Una de ellas era la basílica que se terminó de construir en 320, diseñada para que la tumba original del santo quedara exactamente debajo del altar mayor.
A lo largo de los siglos y la sucesión de emperadores y Papas, la supuesta tumba de San Pedro había ido quedando bajo altares cada vez más suntuosos, que solamente las excavaciones arqueológicas ordenadas por Pío XII fueron revelando: luego del monumento de Constantino, vino el de Gregorio Magno, a su vez encerrado en el altar construido por Calixto II.
El último de todos fue el altar que hizo levantar Clemente VIII en 1594, ya dentro de la actual Basílica de San Pedro, que había hecho reconstruir el papa Julio II.
Monseñor Kass desenterró muchas tumbas paganas, estatuas y finalmente una tumba decorada con imágenes cristianas. Los arqueólogos a sus órdenes también encontraron los sucesivos altares y, finalmente, un muro pintado de rojo contra el que se había erigido el monumento funerario, el Trofeo de Gayo.
Allí, en una pared, se podía leer una inscripción incompleta en griego, de antes del Siglo IV: «ΠΕΤΡ ΕΝΙ», que fue descifrada por la epigrafista y arqueóloga Margherita Guarducci: “Pedro está aquí”.
Había también otra inscripción que tradujo como “Cerca de Pedro”.
Debajo de la primera inscripción se encontraba una tumba vacía, alrededor de la cual había otras tumbas humildes, a veces superpuestas, pero sin que ninguna de ellas tocara la central.
El 31 de enero de 1949, Pío XII anunció al mundo que había encontrado la tumba de San Pedro.
¿Y los huesos?
Pero la tumba estaba vacía, ahí no había ningún hueso. Si allí había sido enterrado San Pedro, ¿dónde estaban sus restos?
Margherita Guarducci, que quedó a cargo de la investigación, descubrió que monseñor Kass no había sido del todo cuidadoso en su supervisión. Por lo propios trabajadores que colaboraban con él supo que habían encontrado también un nicho excavado en la pared y revestido con mármol.
Ahí sí había huesos humanos, pero ya no estaban. Monseñor Kass había ordenado sacarlos.
Cuando los estudiaron, se comprobó que la tierra adherida a los restos era la misma que la de la tumba vacía.
Al esqueleto le faltaban los pies, una característica que podía indicar que los huesos pertenecían a alguien que había sido crucificado bocabajo.
Los huesos estaban coloreados de rojo por haber sido envueltos en un paño de púrpura y oro, un recurso utilizado en la época para los muertos más venerados. Los restos eran todos de la misma persona, de edad avanzada y que habría vivido en el siglo I.
Guarducci dedujo que cuando Constantino hizo construir la primera basílica los huesos fueron desenterrados, envueltos en el paño y trasladados al nicho donde finalmente se los encontró.
Paulo VI y las reliquias
El descubrimiento anunciado por Pío XII despertó más de una controversia. No fueron pocos los estudiosos que pusieran en duda su autenticidad. Sí, los huesos estaban ahí, pero nadie podía garantizar que pertenecieran a San Pedro.
Además, junto a ellos también se habían hallado otros huesos, pertenecientes a un animal pequeño, posiblemente un ratón.
El estudio de los restos estuvo a cargo del catedrático de Antropología de la Universidad de Palermo, Venerato Correnti. En su informe dijo: “Los huesos del animal prácticamente están limpios a diferencia de los restos humanos, pues ellos tienen tierra que luego de estudiada son de la tumba que estaba abierta y vacía y la cual identificaron como de San Pedro. Por otro lado, todas las tumbas junto a este hallazgo tienen otra clase de tierra”.
“Los huesos tienen un color rojo provenientes del paño dorado y púrpura en que fue envuelto, también, aparte de tela (púrpura), hay restos de hilos de oro, lo que lleva a pensar que ésta sería una persona venerada, posiblemente los huesos se retiraron de la tumba original para ‘guardarlos’ en el nicho y así quedar protegidos, pues el nicho estaba intacto desde Constantino hasta el hallazgo. Estos huesos encontrados pertenecen a la misma persona, un ser robusto, de sexo varón, con avanzada edad (posiblemente setenta años) y del primer siglo”, prosiguió el especialista.
Prácticamente confirmaba la hipótesis de Margherita Guarducci
Para entonces, Pío XII estaba muerto y Giovanni Battista Montini ocupaba el trono papal con el nombre de Paulo VI. Con esos datos en la mano, el 26 de junio de 1968 anunció el descubrimiento de las “reliquias” de San Pedro.
“Hemos llegado al final. Hemos encontrado los huesos de San Pedro identificados científicamente por especialistas”, dijo. Poco después, la Librería Editora Vaticana publicó un libro escrito por la profesora Guarducci con toda la información, titulado Las reliquias de San Pedro.
Francisco y el relicario
Con nueve fragmentos de esos huesos, Paulo VI hizo diseñar un relicario de bronce que atesoró en su capilla privada del Palacio Apostólico.
En el cofre donde guardó el relicario figuraba una inscripción en latín donde se lee: “Los huesos hallados en el hipogeo de la Basílica vaticana que se considera que son del beato Pedro Apóstol”.
En otras palabras, si se toma al pie de la letra la inscripción, el Papa no habría estado del todo seguro de su autenticidad.
Aunque, claro, como el relicario estaba guardado en su capilla privada casi nadie podía leer lo que decía. Nunca lo mostró en público. Ni él, ni sus sucesores Juan Pablo I, Juan Pablo II y Benedicto XVI.
Fue así hasta el domingo 24 de noviembre de 2013. Ese día, en una misa celebrada en la Plaza de San Pedro, Jorge Bergoglio, proclamado papa Francisco, mostró el relicario con los nueve fragmentos a la multitud que se había reunido para participar de la clausura del Año de la Fe.
La caja que contiene los fragmentos de huesos permaneció abierta durante toda la celebración y cuando terminó la lectura del Evangelio el pontífice la sostuvo con los brazos en alto en señal de adoración.
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