Hoy se cumplen 90 años del día que cambió la historia contemporánea. Fue el primer gran paso hacia el horror. El 30 de enero de 1933, Adolf Hitler fue nombrado Canciller. Después de más de una década de búsqueda, el líder del partido Nazi llegaba al poder.
Ya nada volvería a ser igual.
La noche del 30 de enero de 1933 Berlín se llenó de gente. Marchaban con aire marcial pero en el filo del desborde. Vociferaban y cantaban. Llevaban antorchas que blandían en el aire y encendían la oscuridad. Algunos estaban de negro, otros de uniforme. Estaban celebrando la llegada al poder de su líder. Hitler miraba a la muchedumbre autoiluminada desde un balcón. Se lo veía satisfecho y feliz. Y decidido. Pero no sólo se trataba de festejos. Esa masa era un aviso del futuro. Era la manifestación que profetizaba la llegada del autoritarismo y del horror. De lo que le esperaba a los alemanes que no pensaran como ellos y al resto del mundo.
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A veces los grandes movimientos históricos, aquellos que van a alterar la vida de millones de personas, que van a marcar las décadas futuras, no son fruto de una gran preparación, de un movimiento estratégico brillante y del cálculo sofisticado. En ocasiones lo que más influye es la inconcebible ambición personal de uno o dos, la vejez de otro, las cuestiones personales, el egoísmo, el azar, y hasta un mal cálculo: subestimar al demente, creer que esa locura lo hace débil, en vez de fortalecerlo.
Las consecuencias de la Primera Guerra Mundial
Después de la Primera Guerra Mundial y del Tratado de Versalles, Alemania debió atravesar la derrota, la escasez y la humillación. La derrota tuvo altos costos humanos, económicos y morales. De a poco el país pareció salir del pozo. En 1925 fue nombrado presidente Paul von Hindenburg, un héroe del conflicto bélico, alguien respetado por la población y por el resto de la clase política, casi la única esperanza.
Adolf Hitler ingresó al Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán (NSDAP) al poco tiempo de su creación. Avanzó muy rápido en su estructura. Se hizo conocer a fuerza de ansias de figuración, su oratoria vivaz y convincente, y su audacia que alcanzaba muchas veces la categoría de temeridad. La gente lo seguía. Hablaba en actos públicos y en las cervecerías. En 1923 encabezó un intento de golpe de estado fallido. Fue detenido y condenado a prisión. Lo que para otro hubiera significado el ocaso de su carrera política, para él constituyó un trampolín. El poco tiempo que pasó en prisión lo utilizó para escribir (y dictar) Mi Lucha.
En 1925 fue amnistiado. A partir de ese momento intentó acercarse al poder. El Partido Nazi era una fracción minoritaria del electorado. Muy minoritaria. En las elecciones legislativas de 1928 consiguió sólo 12 escaños, obtuvo 800.000 votos. Pero al año siguiente todo cambiaría. El Crack del 29 arrasó a la clase trabajadora alemana, como a la de otras partes del mundo. La crisis económica fue feroz. En pocos meses el desempleo se convirtió en una pandemia. Millones de desocupados tratando de subsistir, de conseguir de alguna manera el alimento diario para su familia. Ante ese panorama, la clase política tradicional quedó desautorizada. Los que ganaron espacio fueron los que encarnaron los discursos radicalizados, los extremos del arco político, los que prometían medidas enérgicas, cambios abruptos y que encontraban enemigos tangibles a los que apuntaban y deseaban destruir: el Partido Nazi y el Partido Comunista. Las dos propuestas multiplicaron por veinte sus votos previos.
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El comunismo llegó a tener el 30% del electorado. El partido nazi de la mano de Hitler creció en forma exponencial. Fue el partido que más votos sacó en las elecciones legislativas 1932. Llegó al 37% de los votos. Sin embargo no pudo alcanzar la mayoría necesaria para formar gobierno. Y en la elección presidencial fue vencido en segunda vuelta por Hindenburg, que ya anciano con 83 años, no pudo, según deseaba, retirarse: le pidieron que se presentara porque era el único capaz de frenar a Hitler.
La maquinaria de propaganda nazi
Hitler y Goebbels pusieron en marcha un nuevo sistema proselitista. Subidos a lo que producía esa oratoria histérica y siempre asertiva, que eludía los giros formales con los que los políticos se solían expresar y ahondando en las heridas, en las llagas, de la desesperante situación económica no sólo utilizaron panfletos y carteles con sus propuestas e invectivas contra los oponentes. Hitler, gracias al novedoso esquema diseñado por Goebbels, llegó hasta cada gran ciudad y distrito importante alemán. Con un avión viajaba a las poblaciones y entraba en contacto directo con el electorado. Era el único que lo hacía.
El historiador Henry Ashby Turner en su libro A Treinta Días del Poder narra cómo fueron los movimientos, las negociaciones y hasta los equívocos que pusieron a Hitler frente a la cancillería a principios de 1933. Y aclara que Hitler no tomó el poder, en el sentido de haber forzado las instituciones, sino que le fueron abiertas las puertas del gobierno. Y él aprovechó la ocasión.
Los gobiernos alemanes eran muy inestables. Nadie conseguía los apoyos legislativos necesarios y la situación económica atroz añadía incertidumbre. Había elecciones cada pocos meses y los gobernantes duraban muy poco en el poder. Esa insatisfacción fue aprovechada por Hitler que era muy mal mirado por el resto de la clase política. Si quería acceder a un puesto de decisión debía tejer algún tipo de alianza. Pero eso parecía, la menos durante gran parte de 1932, como algo imposible. Él no era partidario al diálogo y no había ningún contrincante político que lo respetara o que confiara en él. Pero esa situación varió.
A finales de 1932 Franz von Pappen es desplazado de la cancillería. Podía tratarse de otra víctima de su tiempo, alguien que no pudo resistir por las turbulencias de esos días. Pero von Pappen jugaría un papel crucial. Su reemplazante, y principal causante de su caída, fue Kurt Von Scheilcher. No se trató de una intriga palaciega más: fue una traición en la que los sentimientos estuvieron involucrados.
Scheilcher había sido el mentor, el impulsor de la carrera de Von Pappen: el maestro derrocó al discípulo. A partir de ese momento, Von Pappen –conocido por ser un maestro de la rosca política, de la intriga: lo llamaban “El diablo con sombrero de copa”-, cegado por el odio de y el afán de revancha, de venganza, empezó a confabular para que Scheilcher tuviera el mismo destino que él. Así se reunió con Hitler y le propuso apoyarlo a cambio de conservar varios cotos de poder.
Para Von Pappen parecía un plan perfecto. Se ganaba el favor de quien tenía la base electoral más amplia, el que manejaba un lenguaje público moderno, y al mismo tiempo ejecutaba su venganza contra su flamante enemigo. Von Pappen confiaba en su experiencia política y en sus contactos para ser el poder en las sombras, para ser el que manejara a Hitler una vez que asumiera. Y, eventualmente, se quedaría más adelante, cuando las aguas se aquietaran, con el puesto de canciller. O, tal vez, con el de presidente cuando von Hinderburg muriera. Von Pappen y el resto de los políticos conservadores fueron contra sus principios, y hasta casi contra su intuición, empujados por sus errores: el afán de venganza y la subestimación de su rival, el menosprecio de la ambición insaciable de Hitler.
Mientras esto sucedía, Hitler presionaba. Von Hinderburg evitaba a toda costa ceder a los radicalizados, pero tampoco podía continuar cambiando de canciller y de gabinete cada pocos meses. Necesitaban previsibilidad. Y eso, se creía, sólo podía darse a través de un acuerdo político ante tantas fuerzas fragmentadas.
Hitler llega al poder
Una reunión del 22 de enero fue decisiva, el último paso. Varios hombres del presidente decidieron traicionarlo. Se daban vuelta y apoyarían a Hitler. Von Hindeburg, que hasta ese momento resistía las presiones para permitir el acceso de Hitler al poder, quedaba solo y casi sin salida. Scheilcher perdía el poco sustento que le quedaba, sus pies estaba en el aire. Su final era cuestión de días.
Hitler tenía el camino allanado. Pero debía soportar restricciones. Al no conseguir llegar al poder sólo con sus votos, por sus propios medios, hacía que tuviera que aceptar los condicionamientos que le imponían sus socios ocasionales. Sólo tenía dos ministros que le respondían totalmente (uno de ellos, Goebbels, sin cartera fija) y se promulgó una ley que determinaba que el canciller no podía ocupar el cargo de presidente, una manera de proteger la figura y la influencia de Von Hinderburg y de limitar a Hitler.
Von Hinderburg lo nombró canciller al confirmarse el apoyo de los conservadores pese a su resistencia. Suele haber un equívoco en la interpretación o en el recuerdo de estos hechos. Se suele decir que Hitler llegó al poder a través de los votos. Esto no es estrictamente cierto. Su partido era el más votado en ese momento pero fue elegido canciller por von Hinderburg. Pero tampoco accedió a través de un golpe de estado ni ilegalmente. La manera en que fue nombrado respetaba los preceptos constitucionales de Alemania. Ya a partir de 1934, a través de leyes que le daban el poder absoluto y que aniquilaban derechos sociales y a grupos étnicos, se convirtió en un gobierno autoritario y criminal.
El 30 de enero los partidarios nazis salieron a festejar a las calles. Marcharon con antorchas, celebrando y hasta atemorizando al resto. Ese fue el primer aviso de que lo que vendría sería diferente a lo que se había vivido hasta el momento. Los gobiernos que se sucedían no habían provocado ese entusiasmo.
En los meses siguientes Hitler les demostró el error que habían cometido. Aquellas promesas de campaña, que hablaban de grandeza, de recuperar el territorio perdido en la guerra anterior, de limpieza racial, de regresar a lo germánico y que se referían a la eliminación de lo distinto, estaba dispuesto a cumplirlas. El incendio al Reichstag, la Noche de los Cuchillos Largos, la Ley Habilitante, la eliminación y proscripción de los opositores, las medidas antisemitas, el desarrollo de las fuerzas paramilitares y su incorporación a la estructura formal del estado, las leyes arbitrarias que sólo estaban destinadas a darle más poder.
En menos de un año, Hitler ya estaba asentado en el poder y el Tercer Reich y la matanza atroz se habían puesto en marcha.
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