Con su traje cruzado de Caraceni, su Rolex Daytona, el bronceado perenne y la media sonrisa que sólo da la buena vida, fue un rey sin corona y un abogado sin matrícula. Gianni Agnelli no necesitaba de esos atributos ordinarios para ser más famoso que el Papa dentro y fuera de Italia: bastaba con ver asomar su torso y el pelo peinado hacia atrás revuelto por el viento en alguna de sus Ferrari barchetta personalizadas. El mismo había bautizado así a los clásicos descapotables deportivos de la marca de autos que admiraba tanto que decidió sumar a su imperio industrial en 1959, cuando compró el 50% de las acciones de la fábrica de Maranello.
El histórico patrón de la Fiat, de cuya muerte se cumplen hoy 20 años, fue una de las imágenes más acabadas del lujo, el estilo, el encanto y el poder del capitalismo en la segunda mitad del siglo pasado, el modelo de varón italiano que la península exportó al mundo como el símbolo absoluto de su elegancia y sex-appeal.
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L’Avvocato –como era llamado aunque, pese a que estudió Leyes y Jurisprudencia en la Universidad de Turín, jamás rindió el exámen habilitante para ejercer– había nacido como Giovanni Agnelli el 12 de marzo de 1921, en Turín y en plena crisis de posguerra. Pero la pobreza que asolaba a Italia aún tras vencer en la Primera Guerra Mundial no había tocado a su familia. Al contrario, FIAT (por las siglas Fabbrica Italiana Automobili Torino) se había hecho fuerte como proveedora de vehículos y carrocería para el ejército, y su abuelo –el fundador de la firma, y de quien llevaba el nombre (por lo que fue llamado Gianni desde siempre para diferenciarse)–, había abierto una nueva planta para producir en serie inspirado por una visita a la sede central de Ford en los Estados Unidos.
El primer hijo varón de Edoardo Agnelli y la princesa Virginia Bourbon del Monte perdió a su padre en un accidente aeronáutico cuando tenía 14 años y se convirtió en el heredero natural de la empresa familiar, aunque sólo asumió como su presidente una década después. Con 25 años recién cumplidos, acababa de enterrar a su madre –también muerta trágicamente– y a su abuelo, y de cumplir servicio entre las tropas del Eje durante la Segunda Guerra –donde fue herido dos veces, en un brazo y en una pierna–, y prefirió cederle el control administrativo a la mano derecha de Giovanni, Vittorio Valletta. No hacía otra cosa que seguir el consejo de su abuelo: “Tomate unos años para ser libre antes de entrar de lleno en las preocupaciones de la compañía”.
En los años que pasaron desde entonces hasta que se hizo cargo en los hechos de la presidencia de FIAT en 1966, Gianni se entrenó en la dirección corporativa al frente del equipo de fútbol turinés que antes había presidido con éxito su padre, la Juventus –muchos años después haría lo imposible por comprar a Diego Maradona–, y siguió al pie de la letra la recomendación de su abuelo: fue libre. Viajó por el mundo, se codeó con todo el jet set internacional y con las grandes personalidades de la época, de Winston Churchill a John F. Kennedy, y mantuvo grandes romances a su paso, incluso con la ex nuera de Churchill –Pamela Digby, a quien se dice que el primer ministro quería más que a su hijo, un alcohólico irrecuperable– y con la propia Jackie Kennedy.
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Digby fue su primera relación oficial: él le puso un piso en el Upper East Side neoyorquino y la entonces diplomática –que llegaría a ser embajadora británica en los Estados Unidos– lo introdujo en los círculos de poder europeo-americanos. Ella se ilusionó con casarse y hasta se convirtió al catolicismo, pero para entonces, L’avvocato ya se movía en el amor de acuerdo a su máxima más cínica: “Uno se enamora a los 20 años; después, sólo lo hacen las camareras”.
Una esposa divorciada nunca había estado en sus planes, y su hermana Susanna –Suni, sólo un año menor que él y su preferida entre los seis, casi su versión femenina físicamente– ya le había presentado a una novia más digna de la dinastía que, una vez que los Saboya cayeron en desgracia, ocupó el lugar de la realeza en la Italia republicana. La princesa Marella Caracciolo di Castagneto pertenecía a una tradicional familia aristocrática de origen napolitano y había estudiado Arte en París. Además venía de pasar una temporada en Nueva York, y era editora y fotógrafa de la editorial Condé Nast.
Se casaron en 1953, meses después del accidente automovilístico en que Gianni casi pierde la pierna derecha, en la que ya acarreaba una lesión desde la guerra. Un pequeño temblor fue la secuela permanente que ajustaba con una prótesis para manejar y practicar deportes. “Con el pie en el acelerador en sentido figurado y literal”, como dice la reseña de GQ sobre el documental biográfico con su apellido que dirigió Nick Hooker en 2017, Agnelli estaba apurado por encontrarse en Montecarlo con Digby, que al tanto de sus múltiples infidelidades, había amenazado con dejarlo.
El destino le puso fin a la relación y terminó de allanar el camino: cuando supo que estaba postrado, quien corrió a socorrerlo fue Marella. Lo hizo pese a la advertencia de Suni: “Está bien, podés visitarlo, ¡pero nada de enamorarte, que ya sé cómo las trata mi hermano!”. Y es que para entonces ya era tarde, reveló Caracciolo –fallecida en 2019– al presentar el libro en el que retrató sus casas y jardines. El título, El último cisne, es un homenaje póstumo a su amigo Truman Capote, al que dejó de hablarle tras la publicación de un extracto de su última –e inconclusa– novela, Plegarias Atendidas (1986), en la que revelaba intimidades de las mujeres de la escena cultural neoyorquina de los 50 y 60, todas con maridos poderosos y todas tremendamente solas.
Marella era la única extranjera entre los cisnes de Capote: Gloria Vanderbilt, Babe Paley, Gloria Guinness, Slim Keith, Lee Radzwill (la hermana de Jackie) y, también, Pamela Digby Churchill. No había mejor apodo para la matriarca de los Agnelli, con su cuello largo y su gracia etérea, pero ella no le perdonó la indiscreción al escritor. Sobre todo porque la ubicaba en el mismo lago que a la ex amante de su marido, que por supuesto no fue ni la primera ni la última. Sobre todo porque era un triste recordatorio de que nunca sería la única.
Pero ni la renguera del novio ni el rumor sobre los motivos del choque del que Agnelli había pasado casi un año recuperándose opacaron el distinguido casamiento en el castillo de Osthoffen, en Estrasburgo, donde estaba destinado el padre de Marella, que llevó un vestido de Balenciaga de manga larga con el que el efecto de cisne se exponenciaba. Pronto llegaría su primogénito, Edoardo –que se suicidó en el 2000 después de luchar durante años contra sus adicciones--, y con él la depresión post-parto: se había unido para toda la vida con un un infiel sin remedio y el agobio era completo. Hasta que recibió el consejo de una condesa amiga: “Todo lo que se necesita para atrapar un marido ajeno puede ser la cama, pero se necesita una casa entera para retenerlo”.
Inteligente como pocas, esa mujer-cisne se concentró en la tarea hasta volverse totalmente imprescindible en la vida de L’avvocato, que terminó de construir su imagen de dandy de la sprezzatura (como llaman los italianos a la elegancia sin esfuerzo) sólo gracias a ella. Margherita, su segunda hija –madre de John (hoy presidente de Fiat), Ginevra y Lapo Elkann– completaría el cuadro de la familia perfecta, al menos para las fotos de las revistas. La figura de Gianni era cautivadora porque –como describió su sobrina, Isabella Rattazzi– “estaba involucrado en todo lo que aman los italianos: autos, deportes y sexo”.
Mientras transformaba a la Fiat en uno de los motores de la reconstrucción italiana y a él mismo en el hombre más rico de Italia, Agnelli sumó aventuras como cocardas, aunque él nunca confirmó ni desmintió ninguna. “A algunos hombres nos gusta hablar con las mujeres y a otros les gusta hablar de mujeres”, repetía caballeroso mientras actrices como Linda Christian, Virna Lisa y Rita Hayworth caían rendidas a sus pies. Y cómo no iba a hacerlo Anita Ekberg, si La Dolce Vita era él.
El romance con quien encarnó al objeto de deseo de Marcello Mastroianni –quizá el único italiano tan famoso como él– había comenzado antes de que Federico Fellini filmara la célebre escena de la Fontana di Trevi, en 1960. Y para su mítica protagonista –que murió en Roma en enero de 2015–, “el único verdadero amor” de su “dolce vita amarga” no fue otro que L’avvocato. “Al principio nadie creía en la relación y su mujer pensaba que era sólo un affaire más, pero nunca pudimos dejarnos”, dijo la sueca en 2010 en una entrevista con La Reppublica.
Con Agnelli muerto hacía más de una década, otro enero, pero de 2003, Ekberg hizo una confesión que no podría haber hecho jamás en vida del capo de Fiat y la Juventus. Una confesión que sólo podía dañar a su contrafigura, Marella Caracciolo. Y realmente no podían ser más opuestas: la languidez sobria de una y la exuberancia desbocada de la otra. Era una condena compartida y cargada de los prejuicios patriarcales de la época: una era una mujer para casarse y la otra servía sólo como amante. Y esos dos mundos, el del compromiso y el del placer, no tenían por qué tocarse.
La Ekberg había vivido a su vez a la sombra de una infinidad de amantes. La historia de Agnelli con Jackie Kennedy cuando ella ya era parte del harem del dueño de la Juventus, había generado mucha más intriga: la pareja presidencial pasó unas vacaciones en la costiera amalfitana junto a los Agnelli en el verano de 1962, y la prensa especulaba con un probable intercambio entre esas dos parejas que representaban el carácter de su generación, a un lado y otro del Atlántico.
Sin embargo, a los 78 años, Ekberg definió al magnate como “un hombre maravilloso, un italiano de los que ya no quedan, el italiano que una chica como yo quería tener: inteligente, irónico, activo”. Y dijo que, a pesar de su humor agudo, había sufrido demasiado: “El último recuerdo que tengo de él es cuando le dijeron por teléfono que su hijo se había suicidado y él quiso ir a verlo en persona”.
Las imágenes de un Agnelli ya anciano y enfermo, pero entero y en el lugar de los hechos –el tristemente conocido “Puente de los Suicidios”, en las afueras de Turín, desde donde el heredero, de 46 años, saltó al viaducto Fossano–, sacudieron entonces a los italianos. Hacía décadas que había perdido la fe y el respeto por ese hijo que, formado para sucederlo, se había convertido en cambio en su único fracaso. Consumía heroína, había tenido problemas con la Justicia y no tenía ningún interés en ser parte de la empresa.
Tres años antes, su sobrino Giovannino, hijo de su hermano Umberto, y más apto para ocupar su lugar cuando él diera un paso al costado, había muerto de un cáncer fulminante con sólo 33 años y L’avvocato pasó el final de su vida buscando un sustituto que finalmente encontraría en su nieto John. Edoardo ni siquiera había sido una opción. “El padre ignoraba al hijo con una frialdad inexorable, cruel, ostentosa, como si quisiera indicar que, para él, el hijo no existía”, dijo en su momento el director del Corriere della Sera, que conocía los pormenores de la complicada relación familiar.
Su muerte, sin embargo, fue un golpe del que no se repuso, quizá por una culpa que reavivaba otras más antiguas. Diagnosticado con cáncer de próstata, tal vez en sus últimos días también recordó a su hermano menor, Giorgio, otra oveja negra de los Agnelli a la que –según la investigación de Antonio Parisi, autor de Gli Agnelli. Segreti, misteri e retroscena della dinastia che ha dominato la storia del Novecento italiano (2019)– acosó para que le cediera su parte de Fiat antes de asumir como presidente de la empresa. Como Edoardo, Giorgio se suicidó saltando por la ventana de la clínica suiza en la que era tratado por esquizofrenia.
Parisi no hace concesiones ni se obnubila ante el carisma del millonario turinés, y lo describe como “un hombre incapaz de comprender el sufrimiento ajeno, demasiado inmerso en su hedonismo como para mirar alrededor”. El 24 de enero de 2003, uno de los hombres más amados de Italia moría sin haber sabido querer ni a su entorno más cercano. Algunos dicen, incluso, que el único y gran amor del eterno playboy fue el que sentía por la “vecchia signora” que había estado a su lado desde que tenía uso de razón: la Juventus.
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