“Me han echado la culpa de todos los muertos, con la excepción de los de la lista de bajas de la Guerra Mundial, pero no han podido probarme ninguna”, repetía, en todo provocador no exento de jovialidad, el hombre de los trajes elegantes y un sempiterno habano en la boca a los periodistas, cuando se dignaba a hablar con ellos.
Por entonces Alphonse “Al” Gabriel Capone, también conocido como “Scarface”, estaba en la cima y se creía –se sabía– intocable, aunque lo persiguieran Los Intocables, un grupo de agentes federales encabezado por Eliot Ness llamado así porque habían demostrado que no podían ser “tocados” –aquí se diría “comprados”– por el hombre más poderoso de la mafia norteamericana.
Todo el mundo sabía que era responsable de decenas de asesinatos y dueño en las sombras de un imperio de cervecerías, destilerías, bares clandestinos, almacenes, flotas de barcos, camiones, night clubs, casas de juego, hipódromos, canódromos, prostíbulos, sindicatos y asociaciones comerciales e industriales que manejaba desde la más lujosa de las habitaciones de uno de sus hoteles, el Lexington de Chicago.
Todo el mundo lo sabía, pero nadie podía probarle nada a ese mafioso nacido en Brooklyn en el seno de una familia numerosa de inmigrantes italianos que se había elevado desde una pobreza casi extrema a la cumbre de los negocios fuera de la ley de los Estados Unidos.
Cuando no comandaba su organización criminal desde el Lexington, pasaba el tiempo con Mae, su mujer, y su hijo Sonny, al que adoraba, en una mansión estilo colonial valuada en 16 millones de dólares que había comprado en una isla de Bahía Vizcaína, en Palm Island.
La residencia estaba compuesta por tres casas integradas en una isla artificial: había una a la entrada, la villa principal y una cabaña de dos pisos con todos los lujos al costado de una pileta de 162 metros cuadrados con aguas templadas.
Para moverse tenía una flota de autos, pero siempre utilizaba un Cadillac blindado que pesaba siete toneladas y tenía los paragolpes diseñados con un material que resistía cualquier impacto sin siquiera abollarse. Era imposible secuestrar o matar a Capone chocándole el auto para obligarlo a detenerse.
Como recurso adicional le habían diseñado un dispositivo en la luneta por el cual podía sacarse el caño de una ametralladora. Y disparar sus ráfagas, claro. Tan seguro era el Cadillac que, cuando lo decomisaron, pasó a formar parte de la flota de seguridad del presidente Franklin Delano Roosevelt.
Así reinó su mundo hasta el 17 de octubre de 1931, la fecha de su desgracia. Los días 17 terminaron marcando hitos en la vida de Capone: nacido el 17 de enero de 1899, otro 17 de enero, el de 1920, se promulgó la “Ley Seca” que haría posible su poder y su fortuna, y ese último 17 de octubre, cuando solo tenía 32 años, escuchó la condena que lo mandaría a la cárcel.
Un adolescente en la mafia
Hasta ese día, salvo una breve condena de nueve meses por posesión ilegal de armas, Capone había recorrido con total impunidad el camino que lo había llevado hasta la cima del hampa de Chicago.
Hijo de un matrimonio de inmigrantes italianos proveniente de Salerno, Nápoles, Alphonse –nacido en Brooklyn- y sus ocho hermanos habían vivido una infancia de privaciones. Su padre, Gabriele Capone, trabajaba como barbero, y su madre, Teresina Raiola, era costurera.
Alphonse tuvo que dejar la escuela a los 14 años, cuando cursaba a duras penas quinto grado, expulsado por pegarle a una profesora. Durante los dos años siguientes trabajó de lo que se le presentaba. Fue dependiente en una confitería, empleado en un bowling y obrero en una fábrica de cartón.
A los 16 conoció al hombre que le cambiaría la vida, el calabrés Johnny Torrio, un capo conocido en el mundo del hampa como “el gánster caballeroso”, que controlaba los negocios y las operaciones ilegales de la Costa Este.
Impresionado por la historia de la agresión de Al a la profesora, Torrio lo destinó a una de las bandas juveniles que le respondía, los Five Points Gang, especializada en dar palizas a los comerciantes que se retrasaban en pagarle las “cuotas de protección”. Con ellos, Capone aprendió a utilizar armas y también a matar.
El siguiente peldaño en su carrera criminal lo dio como guardaespaldas de los mafiosos Frankie Yale y Tony “El Malo” Torelli. En eso estaba cuando una noche le hicieron las marcas en el rostro que le darían su apodo.
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Tres tajos en la cara
Una de las tareas del joven Al era la seguridad de los clubes nocturnos propiedad de Yale, de los que sacaba a los borrachos molestos y obligaba a pagar a los clientes reacios a abrir sus billeteras.
Con él trabajaba otro pesado de Yale, Frank Gallucio, con el que se llevaban muy bien hasta una noche que Al, borracho, insultó a la hermana de Frank, que era alternadora del local. Se enfrentaron en un duelo a cuchillo en el que Gallucio, mucho más hábil en el manejo de los filos, le marcó tres veces la cara.
La pelea no tuvo un desenlace fatal por la intervención del propio Frankie Yale que, además, obligó a Capone a disculparse.
Contra todas las predicciones, Al y Frankie seguirían siendo amigos, tanto que cuando Capone se convirtió en jefe del hampa lo llamó a su lado para tenerlo como guardaespaldas de confianza. Frankie jamás lo traicionó.
Desde entonces, Al pasó a ser conocido como “Scarface” (“Caracortada”) por las tres cicatrices que le quedaron en la cara, aunque ocultaba la verdadera razón por las que las tenía y decía que se las había provocado una granada cuando combatía en Francia, durante la Gran Guerra, de la cual en realidad no había participado.
Por esa misma época, el 30 de diciembre de 1918, se casó con Mae Josephine Coughiln, que ya estaba embarazada de quien sería su único hijo, Albert Francis, a quien todos llamaron “Sonny”.
Para entonces, Al Capone cargaba con dos muertes sobre sus espaldas y Yale decidió que dejara Nueva York y se fuera a Chicago, donde lo esperaba quien había sido su iniciador en el mundo del crimen, Johnny Torrio, que también tenía negocios en esa ciudad.
La “Ley Seca” y el ascenso al poder
El 17 de enero de 1920, el día que Capone cumplía 21 años y era un recién llegado en Chicago, la Enmienda XVIII a la Constitución de los Estados Unidos estableció lo que pasaría a la historia como la “Ley Seca”, que prohibía a los norteamericanos el consumo de alcohol.
Torrio vio la veta y, secundado por un Capone muy joven, montó una verdadera cadena de bares ilegales (conocidos como “speakeasies”), integrada con la red de prostíbulos y casas de juego clandestino que ya tenía en funcionamiento.
Para trabajar con tranquilidad compraron a policías y políticos, al mismo tiempo que expandían su territorio gracias a la muerte –adjudicada a Capone pero nunca probada– del principal rival de Torrio, Big Jim Colosimo.
Para 1924 ya eran los dueños de la ciudad. Incluso habían impuesto a su candidato en las elecciones municipales después de una campaña que incluyó el secuestro de varios de sus rivales y el amedrentamiento de votantes.
Poco después -tras un atentado en el que salvó milagrosamente la vida- Torrio decidió retirarse y volver a su Italia natal para terminar tranquilamente sus días. Dejó todos sus negocios en manos de quien ya era su consiglieri, Alphonse Gabriel Capone, convertido así en el jefe indiscutido del hampa de Chicago. Corría 1925 y el bueno de Al acababa de cumplir 26 años.
La masacre de San Valentín
El imperio de Capone siguió expandiéndose. A la red de negocios clandestinos, que ya nadie le disputaba abiertamente, le sumó una serie de negocios legales para lavar sus ganancias, todos ellos a nombre de testaferros que sabían que cualquier traición les costaría la vida.
Así “Scarface” también buscó convertirse en un ciudadano respetado, que participaba de actividades sociales y destinaba grandes sumas a la beneficencia.
Solamente en tres ocasiones intentaron disputarle la jefatura de la mafia de Chicago, dejándolo fuera de juego. A los que se atrevieron les costó muy caro.
Todas las bandas de la ciudad se le habían sometido, a excepción de dos que pretendían tener todavía cierta autonomía, la de Joe Aiello y la de Bugs Morán.
El grupo de Aiello fue masacrado de manera vertiginosa: en menos de un mes los hombres de Capone mataron a todos sus miembros.
El 14 de febrero de 1929, un Cadillac negro se detuvo frente a un almacén de Morán. Bajaron cuatro hombres, dos de ellos vestidos de policías, y entraron al local mientras un quinto sujeto quedaba al volante del auto en marcha.
En el interior sorprendieron a siete hombres de la banda de Morán que, creyendo que se trataba de policías, no ofrecieron resistencia. Bugs Morán tenía arreglos con la autoridad, de modo que no se preocuparon. Los “policías” los hicieron alinear contra una pared y les quitaron las armas. Luego se alejaron y los fusilaron con sus metralletas.
El episodio pasó a la historia como “la masacre de San Valentín” y aunque nadie pudo adjudicárselo a Capone, desde ese día a “Scarface” no le quedaron rivales en Chicago.
Menos de tres meses más tarde, Capone decidió utilizar sus propias manos para acabar con una traición que se estaba gestando dentro de su propia organización, al descubrir que sus cercanos colaboradores John Scalise, Albert Anselmi y Joseph Giunta planeaban eliminarlo. Los citó a una reunión con otros jefes y los mató delante de todos aplastándoles las cabezas contra la mesa un bate de beisbol. Los cadáveres de los tres traidores aparecieron en un camino solitario de Indiana el 8 de mayo de 1929.
Nadie más le disputaría a “Scarface” su reinado. Por entonces, se calculaba que había amasado una fortuna de 125 millones de dólares.
“Podés llegar lejos con una sonrisa. Pero llegarás todavía más lejos con una sonrisa y un revólver”, solía decir por entonces.
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La otra cara de “Caracortada”
Despiadado en las calles del submundo del hampa, los testimonios de sus familiares muestran un Al Capone muy diferente puertas adentro de su casa. Amable y cariñoso con su mujer y su hijo, además de generoso con toda la parentela, a la que sacó de la pobreza dándole empleos o, simplemente, dinero a manos abiertas.
Su sobrina Deidre, que lo conoció y convivió con él, lo describe así en Al Capone: Su vida, su legado y su leyenda, la biografía del Rey del hampa que publicó en 2020.
“Esta es la historia de un asesino despiadado, un hombre que despreciaba la ley, que poseía prostíbulos, que no pagaba impuestos, que cometía estafas: un delincuente convicto y confeso, un enfermo lloriqueante e inconsciente. Y es también la historia de un hijo, marido y padre cariñoso que se consideraba un empresario que trabajaba dando al público lo que el público quería. Al Capone fue todas esas cosas”.
De ese afecto por los suyos queda también una carta que le envió a su hijo Sonny desde la cárcel:
“A mi Querido Hijo, bueno Hijo de mi corazón, aquí está tu querido padre, que te ama con todo mi corazón y orgulloso de tener un hijo tan inteligente como tú”, escribió con letra temblorosa en lápiz.
La pesadilla de “los federales”
Porque la cárcel lo esperaba al final del camino. A pesar de que Capone tenía a la ley y el orden de Chicago comprados no podía evitar que la Justicia Federal lo persiguiera.
Durante años los agentes de la Agencia de Prohibición, liderados por Eliot Ness y conocidos como Los Intocables, intentaron probar sin suerte que estaba violando la Ley Seca. Al mismo tiempo, un agente de inteligencia del gobierno de los Estados Unidos llamado Frank Wilson, buscaba pruebas que pudieran relacionar sus ingresos con el juego ilegal.
Parecía que era imposible tocar al Rey del Hampa hasta que descubrieron que, a partir de una nueva ley promulgada en 1927, era posible procesarlo por evasión de impuestos. Un delito menos, si se lo comparaba con las muertes que se le adjudicaban, pero que daba la posibilidad de ponerlo detrás de las rejas.
Lo lograron convenciendo al abogado Edward O’Hare, uno de los asesores de negocios de Capone, para que descifrara un incomprensible libro de contabilidad que los agentes federales habían encontrado en un allanamiento.
Con esa prueba lo llevaron a juicio acusado de 22 cargos de evasión impositiva.
Sin embargo, Capone no se mostraba preocupado. Creía que todavía tenía cartas ganadoras para eludir a la justicia federal.
La primera fue “convencer” al fiscal de la causa, de apellido Johnson, para que aceptara que “Scarface” se declarara culpable a cambio de una condena de dos años de prisión en suspenso. El fiscal aceptó firmar el “acuerdo” que le presentaban los abogados de Capone pero cuando todo parecía arreglado se encontraron con un obstáculo inesperado: el juez federal James Wilkerson no aceptó el arreglo y decidió realizar el juicio.
Cuando finalmente se seleccionaron los doce jurados que deberían dictaminar la culpabilidad o inocencia del Rey del Hampa, Capone jugó su siguiente carta: los compró a todos haciéndoles una oferta de dinero que ninguno pudo rechazar, porque hacerlo le costaría la vida.
Así estaban las cosas el 6 de octubre de 1931, cuando Alphonse Capone bajó por primera vez de su auto blindado frente al Tribunal Federal de Chicago y, antes de ingresar, le compró la primera manzana al italiano del puesto de frutas con un billete de 100 dólares.
Después entró sonriente a la sala del tribunal y miró también sonriendo a todos y cada uno de los miembros del jurado que lo absolvería. Seguía sonriendo cuando el juez James Wilkerson entró a la sala y se sentó en el estrado.
Entonces escuchó las primeras palabras del juez:
“El jurado puede retirarse, lo voy a reemplazar por el que está en la otra sala”, dijo inesperadamente y sorprendió a todos.
Capone dejó de sonreír y la palidez que lo invadió remarcó como nunca las tres cicatrices que cruzaban su cara.
La caída desde lo más alto
La noche anterior al inicio del juicio Eliot Ness le había advertido al juez que el jurado estaba comprado por Capone. No podía probarlo, pero a Wilkerson le quedaba el recurso de reemplazarlo por los jurados elegidos para otro juicio.
Con los nuevos jurados aislados por orden del Tribunal, los hombres de “Scarface” no tuvieron oportunidad de llegar hasta ellos con sus ofertas y amenazas.
El 17 de octubre de 1931, el fiscal pronunció su alegato final:
“¿Quién es este hombre? ¿Es un boy scout que se encontró con un tarro lleno de oro al final de un arco iris? ¿O es Robin Hood, como sugiere su abogado? ¿Acaso pagó 8.000 dólares por una hebilla de cinturón hecha de diamantes para dársela a los pobres? No. ¿Compró 6.500 dólares de carne para regalarla? No. ¿Alguna vez se lo vio ligado a un negocio legal? No. ¡Y su abogado todavía insiste en que este hombre no tiene ningún ingreso!”, dijo cerrando su discurso.
Después de debatir durante casi nueve horas, los doce jurados declararon a Alphonse Capone culpable de tres cargos de evasión impositiva y lo condenó a 11 años de prisión. Cuando lo sacaban esposado de la sala, se cruzó con Eliot Ness, el jefe de Los Intocables que lo había perseguido durante años.
“Algunos tienen suerte. Yo no. De todas formas, el negocio me estaba generando demasiados gastos. Deberían legitimarlo”, le dijo “Scarface”.
“Si fuera legítimo, te alejarías del negocio”, le contestó el jefe de Los Intocables.
Al día siguiente, The New Yorker tituló: “Once años para el Rey del Hampa”.
La leyenda del gangster
Al Capone fue llevado a una prisión en Atlanta, pero pocos meses después, al descubrir que vivía allí con las comodidades de un hotel, lo trasladaron a la temible cárcel de Alcatraz.
Lo liberaron cuando había cumplido sólo seis años y cinco meses de condena, debido a su precario estado de salud. Estaba al borde de la demencia a causa de una sífilis contraída en la adolescencia y nunca tratada.
Murió de un derrame cerebral en la bañera de su casa de Florida el 25 de enero de 1947, pero al morir se transformó en una leyenda que dio lugar a libros y películas taquilleras.
Para dar una idea del peso de la leyenda de Al Capone aún en estos días vale la pena señalar un dato: en 2021 sus nietas – hijas de su único hijo, Sonny– remataron algunos de los objetos que había pertenecido a su abuelo gangster, entre ellos, su reloj y su pistola.
Esperaban recaudar por ellos unos 400.000 dólares, pero la puja entre los compradores resultó tan violenta como la vida de Capone y la cifra escaló vertiginosamente a 3 millones.
Porque, más allá de que a veces el crimen no paga, las historias de “malos” siempre pagan.
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