La mañana del 13 de enero de 1998, Alfredo Ormando llegó a Roma desde Palermo sin equipaje, pero con una decisión tomada. No quiso mirar las calles ni la gente, mucho menos las iglesias. Caminó mirando siempre hacia adelante, en un recorrido prefijado que, sabía, lo llevaría a Ciudad del Vaticano. Sólo se detuvo en una estación de servicio para comprar un bidón con nafta. Era lo único que necesitaba para hacer lo que había decidido.
“Estoy impaciente por ponerme en camino para rematarlo en la plaza de San Pedro. El dolor de sentirme quemándome vivo ya no me asusta. Sufriré unos minutos, luego las endorfinas me ayudarán a soportar la agonía. Comparado con mi vida es mucho mejor, al menos durará unos minutos. Es una estupidez de mi parte seguir repitiendo las mismas cosas una y otra vez, ya lo he dicho todo. Sabés por qué llegué a esta solución”, le había escrito una semana antes a un amigo que vivía en Reggio Emilia, quizás su mayor confidente, el único que conocía sus planes.
A las 7.30 llegó a la Plaza y siguió caminando por ella hasta detenerse frente a la Basílica de San Pedro. La miró unos segundos, quizás un minuto. No dejó pasar un instante más – ése en que la duda o el miedo podían hacerlo desistir- para quitarse el abrigo y dejarlo en el suelo con una carta en uno de sus bolsillos. Se alejó unos metros y roció su cuerpo y sus ropas con la nafta del bidón, vertiéndola sobre su cabeza. Necesitó accionar su encendedor una sola vez para prenderse fuego.
Un guardia suizo y dos policías corrieron hacia la pira humana y los dos agentes trataron de sofocar con sus capotes el fuego que se ensañaba con las ropas y el cuerpo de Ormando. La ambulancia no demoró en llegar para llevarlo al Hospital Sant’Eugenio.
Allí agonizó durante diez días con el 90 por ciento del cuerpo quemado, hasta que murió.
“La jerarquía católica irá tan lejos como para decir que tomo mi propia vida por locura o debilidad, y no para gritarles la injusticia que infligen a los homosexuales en este país. Y por eso en mi abrigo, que coloqué en el suelo, sobre las losas pisoteadas por miles de fieles, dejé una carta de denuncia. Al menos las palabras de un muerto, de un mártir, las leerán. Tienes que suicidarte para ser escuchado”, había dejado escrito en uno de los párrafos.
Karol Wojtyla, el papa Juan Pablo II, no se refirió nunca a esa muerte a lo bonzo en la Plaza de San Pedro.
La única reacción del Vaticano fue a través de su portavoz, Ciro Benedettini, y más que lamentar el hecho trató de despegar a la Iglesia. Para la Santa Sede, el poeta, escritor y estudiante de teología Alfredo Ormando, de 39 años, católico practicante y homosexual confeso, se había suicidado por “una difícil situación familiar”.
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En el comunicado, Benedicttini negaba que hubiera alguna conexión entre la homosexualidad del suicida y el lugar elegido para efectuar su gesto: “En la carta encontrada en Ormando, no se afirma de ninguna manera que su gesto esté determinado por su supuesta homosexualidad o por protesta contra la Iglesia”.
Todo lo contrario a lo que Ormando había dejado escrito en decenas de cartas.
Una muerte planificada
Las versiones oficiales quisieron mostrar el suicidio de Alfredo Ormando como producto de un arrebato de locura o la desesperación de un momento. Algo difícil de compatibilizar con las acciones de un hombre que viaja desde Palermo hasta el corazón de la Ciudad del Vaticano para prenderse fuego en la Plaza de San Pedro, justo frente a la Basílica.
La difusión de las cartas de Ormando terminó de derrumbar esas versiones y dejaron establecido, sin ninguna duda, que había decidido y planificado su suicidio como una protesta contra la discriminación que sufría por su condición de homosexual, sobre todo por parte de la Iglesia en su Sicilia natal.
No solo se sentía marginado y acusado por su elección sexual, también se consideraba censurado porque, uno tras otros, distintos editores le habían negado la publicación de sus escritos.
La primera carta en la que menciona sus planes data del 4 de noviembre anterior, es decir, más de dos meses antes del suicidio. Allí le escribe a su confidente:
“Decidí acabar con la vida, se derrumbó toda ilusión de redimirme a través de mis escritos. Estoy cansado de verme aislado, marginado. De qué vale la pena vivir cuando no eres amado y respetado. Tengo amor maternal y el de ‘Y’ (se refiere a su pareja, a la que nunca menciona con un nombre), es cierto, pero eso no tapa el ostracismo de las personas y hasta de los familiares. Es demasiado, ya no puedo encontrar una razón válida para dar sentido a mi vida, tal vez un punto de apoyo tenue, banal... Me siento como una víctima de la peste, un leproso con cascabeles atados a mis pies para advertir a la gente que se mantenga alejada. a mí. No puedo encontrar una sola razón por la que deba continuar con esta tortura...”.
También en ese texto deja en claro cuándo y cómo pretende matarse, pero también algunas dudas:
“Estoy pensando en pasar las Navidades en Palermo con mamá y ‘Y’, en enero ir a Roma y prenderme fuego en la Plaza de San Pedro… pero ¿sigo siendo de esta opinión? Aún faltan menos de dos meses, por fin podré empezar a vivir, porque morir es vivir (…) No entiendo esta furia contra mí. No estoy desviando a nadie del camino recto de la heterosexualidad. Cualquiera que se acuesta conmigo es maduro, adulto, consentidor y homosexual o bisexual. Tengo muchas ganas de terminarlo: finalmente espero tener éxito lo antes posible.”
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El 27 de noviembre, en otra carta, vuelve a mencionar la idea:
“Hablo en serio esta vez. Si antes encontraba muchas razones para vivir, ahora encuentro otras tantas para parar. He llegado al final de la línea, mi ciclo de vida está a punto de terminar, lo siento inevitablemente. Ahora he entrado en el túnel de la muerte donde la única salida es la Plaza de San Pedro... Me doy cuenta de que el suicidio es una forma de rebelión contra Dios, pero ya no puedo vivir; En realidad ya estoy muerto. Estoy impaciente por ir a Roma y dejar allí una vida que siempre ha sido una condena para mí”, escribe.
La última Navidad
Para Alfredo Ormando, como católico practicante, la Navidad es una fecha significativa, en la que es importante reunirse con los seres queridos. Por eso decide pasar la nochebuena con su madre y con su pareja “Y”.
Con este solo hecho – reunirse con su madre y su compañero homosexual – se derrumba la versión oficial del Vaticano sobre una “difícil situación familiar” como causa del suicidio. Ormando se siente contenido por sus seres más queridos, a quienes les oculta sus planes para evitar que intenten convencerlo de que desista.
El mismo día de Navidad le escribe a su confidente y explica con claridad hacia dónde apunta con su muerte: “No puedo esperar a terminar mis días; pensarán que estoy loco porque decidí prenderme fuego en la Plaza de San Pedro cuando podría haberlo hecho en Palermo también. Espero que entiendan el mensaje que quiero dar: es una forma de protesta contra la Iglesia que demoniza la homosexualidad, mientras demoniza a la Naturaleza, porque la homosexualidad es su hija”, le dice.
Sin embargo, en año nuevo parece vacilar. Vuelve a escribirle a su amigo y confidente para describirle su estado de ánimo.
“Ha comenzado un nuevo año pero no es para mí, dentro del mes ya habré implementado mi funesto propósito. El miércoles pasado fue un buen día para mí, los preparativos de la cena de Año Nuevo me habían dado muchas ganas de vivir, pero sólo duró un día y eso fue todo, los pensamientos fúnebres vuelven a hacerme compañía”, escribe.
La última carta data del 4 de enero. Allí ya está todo decidido. Alfredo Ormando dedica la semana siguiente a definir los aspectos prácticos de su plan y a escribir un texto que titulará “Para la posteridad”.
Un manifiesto en el bolsillo
El martes 13 de enero, a las 7.30 de la mañana, después de caminar por Roma y llegar a la Plaza de San Pedro, Alfredo Ormando realiza una última acción antes de rociarse con nafta y prenderse fuego: se quita el abrigo y lo deposita cuidadosamente sobre las losas del suelo. Luego se aleja unos pasos para que el abrigo quede a salvo de las llamas. Lo que quiere es preservar su último escrito, ese que pretende dejar para la posteridad:
“Pido disculpas al mundo entero por mis atroces crímenes contra esa naturaleza tan querida y profanada por el cristianismo.
“Pido disculpas por haber venido al mundo, por haber contaminado el aire que respiras con mi aliento venenoso, por haberme atrevido a pensar y actuar como un hombre, por no haber aceptado una diversidad que no sentía, por haber considerado la homosexualidad como algo natural, por sentirme igual a los heterosexuales e insuperable, por codiciar ser escritor, por soñar, por reír, por matar a mi madre y a un ser amado con la represión sangrienta de mi inútil existencia.
“El monstruo se va para no causarte más problemas y ofensas, para no hacerte sonrojar y avergonzarte y avergonzarte con su innoble presencia, para no disgustarte y darte la espalda cuando lo encuentres en la calle”.
De acuerdo con los deseos de Ormando, su madre hizo cremar sus restos y esparció las cenizas en la campiña romana, para “ser al menos útil como fertilizante”.
Desde 1999, todos los 13 de enero, grupos de activistas LGTB se reúnen en la Plaza de San Pedro, frente a la Basílica, para recordar el gesto fatal de Alfredo Ormando y reclamar por sus derechos.
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