Debe haber tenido la certeza de que no iba a ser condenado. Era un héroe de la Primera Guerra Mundial. La mano derecha de Adolf Hitler desde el origen del nazismo hasta casi su final. Era un mariscal del Tercer Reich. Había sido jefe de la fuerza aérea alemana, la Luftwaffe, que tan bien había combatido bajo los cielos británicos con el ánimo de destruir a aquel imperio. Nunca había sido nazi, “jamás me interesaron esas bobadas”, había dicho alguna vez. Su ideología era el combate, había afirmado en otra oportunidad. Era un guerrero. Sólo eso. Era un guerrero juzgado ahora por otros guerreros, debió haber pensado, hermanados ahora por el código común de las trincheras, las balas y la muerte. ¿Quién se atrevería a condenar al mariscal Hermann Göring, una leyenda de la Segunda Guerra?
La condena de Núremberg
Se atrevió el tribunal de Núremberg. Fueron los jueces aliados los que pusieron fin a la megalomanía de Göring. El 1 de octubre de 1946 lo condenaron a morir en la horca en un plazo de quince días y junto a otros once jerarcas nazis, acusado de crímenes de guerra, crímenes contra la humanidad, torturas, asesinato, reducción a la esclavitud de civiles y militares prisioneros de guerra, robo y saqueos de bienes. Algo debe haber tambaleado en el interior de aquella compleja personalidad, amante del lujo y de la buena vida, porque al dejar la sala de audiencias, Göring le dijo al joven policía militar americano que lo custodiaba: “Bueno, al final de cuentas, cargo con la pena máxima…”
No lo ahorcaron. Se las ingenió, todavía no se sabe cómo, pero la intuición dice que a través del soborno, para que alguien, nunca se supo con exactitud quién, le acercara a su celda una cápsula de cianuro. Esperó hasta último momento, de nuevo en el pedestal de su imaginación desbocada, un indulto, un perdón imposible. Pidió entonces morir como un soldado, frente a un pelotón de fusilamiento, una distinción que los jueces no harían frente a un criminal de guerra.
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La noche del 15 de octubre, horas antes de la ejecución planeada para las primeras horas del 16, Göring mordió la misteriosa cápsula viajera y eludió su sentencia. Su cadáver fue mostrado junto a los otros ejecutados para dar validez a lo que no había existido, el ahorcamiento. Todos los ejecutados fueron cremados en Ostfriedhof, Múnich, y las cenizas arrojadas al río Isar.
Si algo tuvo el nazismo fue personalidades extrañas, delirantes, sombrías, con el propio Hitler a la cabeza. Göring no fue la excepción. Pero sus ansias iban por otro lado: ambicionaba la gloria, el dinero, el arte, el lujo, la vida rumbosa, la opulencia, la riqueza, la abundancia, la corona de laureles de los guerreros griegos; había sido un joven soldado esbelto y elegante, para transformarse en un monstruo obeso y grotesco; la salud del guerrero había sucumbido a su adicción a la morfina; soñó someter a Gran Bretaña por destrucción de su Royal Air Force (RAF), pero perdió en 1940 la batalla decisiva por la conquista de espacio aéreo británico: su Luftwaffe jamás se recuperó de aquella derrota; pretendió salir airoso de los crímenes del nazismo contra los judíos y contra el resto de la población europea no judía, asesinados todos en los campos de concentración que dirigía uno de sus lugartenientes preferidos, Heinrich Himmler; fundó la Gestapo, la temida policía secreta nazi, experta en tortura y asesinatos, y avaló por escrito el exterminio de los judíos: en 1941 autorizó al delfín de Hitler, Reinhard Heydrich, a presentar un plan de coordinación y cooperación de todas las organizaciones gubernamentales nazis para implementar “una solución total de la cuestión judía en los territorios bajo control del Reich”; quiso suceder a Hitler, que lo degradó, lo destituyó y lo condenó a muerte. En esas botas, hundidas en el marasmo nazi, se deslizaba Göring que intentó una delirante alquimia de la belleza con la muerte.
Fue un chico descarriado y mal avenido en una familia disfuncional y violenta. A los once años el padre lo metió en un internado para que aprendiera lo duro de la vida. Göring robó un violín, lo vendió y sacó pasaje de regreso a casa víctima de una enfermedad inexistente. A los dieciséis entró a la Academia Militar y fue oficial del Regimiento Príncipe Guillermo durante la Primera Guerra Mundial. Un amigo lo convenció de que el futuro de las batalles era el aire y Göring se convirtió en piloto; fue herido en combate, en la cadera; pasó un año convaleciente y volvió a la batalla; lo imaginaron como sucesor del legendario Manfred von Richtofen, el Barón Rojo, derribado casi al final de aquella guerra que Alemania iba a perder. Adhirió con fervor al nacionalismo cerril que siguió al tratado de Versalles que aseguraba que la gran Alemania imperial, de la que sólo quedaban escombros, había sido traicionada, una “puñalada en la espalda” asestada por la banca y la industria en manos de judíos.
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El día que Göring conoció a Hitler
En 1921, en Múnich, intentó estudiar Ciencias Políticas. Pero tropezó con Hitler: quedó deslumbrado por el poder de la palabra, por el verbo encendido del joven agitador que lideraba el NSDAP (Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán). Le dijo entonces a su mujer: “Voy a seguir a Hitler en cuerpo y alma”. Su mujer era la baronesa Carin von Kantzow, con quien se había casado en febrero de 1922. El 8 de noviembre de 1923, cuando Hitler desencadena un intento de golpe de estado desde una cervecería de Múnich, Göring marcha junto a él. El intento es un desastre: los golpistas son baleados por el ejército;: una bala, destinada a Hitler, da en la ingle de Göring, que ya era jefe de las fuerzas de asalto del nazismo en ciernes, las SA de las camisas pardas. Lo curan, hacen lo que pueden, en casa de los Ballin, una familia judía, que lo cobija hasta que puede escapar con su mujer a Austria. Allí, para calmar sus intensos dolores, los médicos le recetan morfina y Göring se convierte en un adicto.
Dos años después, distanciado del partido de Hitler, viaja con su esposa a Suecia para internarse en un hospital psiquiátrico y superar, o intentar superar, su adicción. Fue la primera de las muchas curas de desintoxicación a las que se sometió a lo largo de si vida: había cambiado su carácter, su personalidad y su aspecto físico. Le costó reintegrarse al NSDAP: lo juzgaban un traidor. Pero en 1928, con el nazismo lanzado a la conquista del poder, es elegido diputado en el Parlamento alemán, el Reichstag.
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Se relaciona con empresarios alemanes, que en parte financian al NSDAP, como Erhard Milch, un jefe de la empresa de aviación civil Lufthansa. En 1931 muere su mujer y cuando Hitler llega al poder, en1933, lo nombra ministro sin cartera del Reich: es ya un hombre poderoso. Funda la Gestapo y pone al frente de ella a Himmler, mientras viaja al Vaticano para estrechar relaciones con la Iglesia Católica, en especial con el cardenal Eugenio Pacelli, futuro Papa Pío XII. En 1935 casa con la actriz Emmy Sonnemann, con quien tiene a su única hija, Edda, que nació en 1938.
Göring fue el cerebro del rearme alemán, que estaba limitado por el tratado de Versalles y anulaba casi todo el esfuerzo de guerra del país y las esperanzas de Hitler de adueñarse del mundo. Fue también el padre de la Luftwaffe, la fuerza aérea nazi, y se convirtió, Hitler mediante, en ministro de Aviación del Reich y su comandante.
Las acusaciones de Núremberg lo ubicaron como el creador del programa de trabajo esclavo que incluyó a millones de judíos, prisioneros de guerra y enemigos del régimen, en el desarrollo de la industria militar, química y siderúrgica del nazismo; en nombre de la “arianización” de Alemania y de Europa, redujo a los judíos, ya expulsados de la vida social alemana, a vivir en guetos, o los obligó a emigrar de Alemania que confiscaba además sus propiedades y sus bienes. Ese fue el origen de la fortuna del mariscal alemán. Solo desde Francia y con destino a Alemania salieron en los años de la guerra veintiséis mil vagones ferroviarios llenos de obras de arte, muebles, tesoros artísticos y culturales, todos saqueados. Göring se hizo millonario en esos años.
Sus fracasos militares
Como jefe de la Luftwaffe, fue bastante chapucero. Revistió sus derrotas con la épica de la falsa heroicidad. Tres grandes fracasos lo condenaron: perder la Batalla de Inglaterra frente a la RAF, impedir que los aliados bombardearan Alemania y socorrer a las tropas del mariscal von Paulus, que estaban a punto de ser derrotadas en Stalingrado. En los tres casos prometió la victoria y disfrazó la catástrofe. Todo en solo tres años.
Con su estilo arrogante y despectivo, dijo en nombre del Reich: “Si un avión enemigo vuela sobre suelo alemán, me llamaré Meier”, un apellido común en Alemania. El 11 de mayo de 1940, cuando la RAF coronó su victoria en Gran Bretaña con un bombardeo a ciudades alemanas, Göring siguió siendo Göring; y tampoco cambió su nombre cuando el 30 de mayo de 1942 la primera gran incursión aliada contra Alemania, más de mil aviones bombarderos, devastó la ciudad de Colonia.
Otra de sus bravatas le aseguró a Hitler la entrega de al menos trescientas toneladas diarias de municiones y alimentos al Sexto Ejército de von Paulus, sometido a una paliza de los rusos que habían dado vuelta el cerco de Stalingrado. Göring no tenía más de mil aviones para el resto de la guerra. Pero Hitler se tomó la promesa en serio y ordenó a von Paulus que resistiera, y además contraatacara, hasta la victoria o la muerte. Von Paulus se rindió y la guerra se dio vuelta.
Esos fracasos, la suerte de la guerra que ponía a Alemania al borde de la derrota y la descomposición del nazismo en retirada, lo hicieron alejarse cada vez más de sus asuntos militares y políticos, como si eso hubiese sido posible. Se dedicó entonces a su fortuna. Se había aprovechado del saqueo a los museos de Europa en los países dominados por los nazis, o de las obras robadas a las familias judías enviadas a la muerte en los campos de exterminio. Göring y saqueo nazi era sinónimos.
Su nombre está citado ciento treinta y cinco veces en la lista de la Unidad de Investigación de Saqueo de Arte que armó la inteligencia militar estadounidense entre 1945 y 1946, y que fue desclasificada recién en 1997. Aceptó pagos siderales para permitir que otros saquearan propiedades judías. Fue sobornado por industriales alemanes a los que favoreció cuando fue director del Plan Cuatrienal del Reich; también cobró una fortuna por entregar armas a los republicanos durante la Guerra Civil Española a través de una empresa instalada en Grecia, sin que le importara demasiado que Hitler y Alemania apoyaran a las fuerzas del bando nacional que lideraba Francisco Franco. Göring no tenía bandera.
Göring, el excéntrico
Había sido una personalidad disparatada ya en los años 30. Hizo construir un pabellón de caza, Carinhall, en honor de su esposa muerta, en los que mantuvo, crió y mostró a cachorros de león prestados por el zoo de Berlín. Allí llevó en 1934 el ataúd de su mujer para instalarlo en una bóveda del pabellón que lucía una colección de obras de arte que habían sido robadas de colecciones privadas y museos desde el inicio de la Segunda Guerra, en 1939. Se interesó en la organización encargada de adueñarse de obras de arte, bienes culturales, bibliotecas y museos judíos en todo el continente. Esa institución cimentada en la muerte, era dirigida por Alfred Rosenberg, que sería ahorcado en Núremberg en 1946, y tenía sede en París, una ciudad que hipnotizaba a Göring, que la visitaba con frecuencia para inspeccionar lo robado y seleccionar lo que sería enviado a su casa en Carinhall.
Era, a su modo y en los años de esplendor del nazismo, un tipo extravagante. Le gustaba la ropa llamativa, la oficial y la de andar por casa. Su uniforme de mariscal del Reich incluía un bastón con joyas incrustadas. El famoso piloto Hans-Ulrich Rudel, un as de los temibles aviones de guerra Stuka, recordó a quien quisiera oírlo que había visto a Göring un par de veces vestido con trajes extravagantes. Una vez, con un traje de caza medieval, mientras practicaba tiro con arco y flecha junto a su médico personal. La segunda vez, con una toga roja atada a su cuerpo voluminoso con un broche dorado, mientras enarbolaba una enorme pipa. Rudel sobrevivió a la guerra, llegó a la Argentina, vivió en Villa Carlos Paz, Córdoba, y en 1948 fue uno de los impulsores de la fabricación del primer avión argentino a reacción, Pulqui II, que Juan Perón esgrimió como uno de sus éxitos industriales y militares.
En una ocasión en la que Göring se presentó vestido con un largo abrigo de piel, despertó en el ministro de Asuntos Exteriores italiano, el conde Gian Galeazzo-Ciano, yerno de Benito Mussolini, un comentario tan impiadoso como contundente: “Se parece a lo que usa para la ópera una puta de alto rango”. Tal vez fuese una coincidencia, pero a Göring le gustaba la ópera y fomentó de alguna forma su divulgación más allá de los casi obligados excesos de la ópera wagneriana que tanto gustaban a Hitler, o decía Hitler que tanto le gustaban.
Eran famosas las fiestas que Göring daba en su mansión en Carinhall, fiestas en las que el mariscal cambiaba dos y hasta tres veces de vestuario, en especial las que organizaba para celebrar su cumpleaños. El ministro de Armamento del Reich, Albert Speer, que salvó su vida en Núremberg a cambio de una condena de diez años de cárcel, recordó que los invitados obsequiaban regalos carísimos al mariscal: desde lingotes de oro hasta cigarros holandeses. En 1944, y con cierta maledicencia, Speer le hizo un regalo que Göring no pudo rechazar: un gran busto de mármol de Adolf Hitler. Cuatro años antes, para su cumpleaños cuarenta y siete, Göring nació hace ciento treinta años, el 12 de enero de 1893, el italiano Ciano le había obsequiado una condecoración ansiada por el mariscal: el Collar de la Anunciación, que el Göring recibió con abundantes lágrimas de emoción. Un dato aparte: en enero de 1944, Ciano fue fusilado por la espalda, como los traidores, por orden de su yerno, Benito Mussolini: no fue por haber condecorado a Göring, ni por decir del mariscal que se vestía como una puta de la ópera, paro tal vez ninguno de los dos hechos hayan contribuido mucho a su ilusoria salvación.
Göring decía de sí mismo, tal vez inducido por la morfina a la que sólo pudo dejar de lado cuando fue apresado por los aliados, que él era “el último hombre del Renacimiento”. Como aquellos, tenía un estandarte personal como Mariscal del Reich, Reichsmarschall: un campo azul claro con un águila alemana dorada que aferraba en sus garras una corona bajo dos bastones cubiertos por una cruz esvástica. El reverso del estandarte mostraba la Gran Cruz de Hierro encerrada por una corona de flores entre cuatro águilas de la Luftwaffe. En las ceremonias públicas, cargaba el estandarte el abanderado personal de Göring.
Aquel mundo de enloquecida ensoñación, ópera y hornos crematorios, obras de arte y cámaras de gas, se derrumbó cuando la derrota alemana fue inevitable. Con los rusos en los barrios periféricos y vecinos a la Cancillería del Reich y al bunker de Hitler, el Führer festejó el 20 de abril su último cumpleaños, el cincuenta y seis, en medio de una fiesta patética, decadente y trágica en la que se repartieron, como caramelos y en bandeja, cápsulas de cianuro. Hitler admitió entonces que la guerra estaba perdida y anunció que pensaba suicidarse. También dijo que Göring, a quien había nombrado su sucesor, estaría en mejores condiciones de negociar la paz. Para los aliados, la paz no era negociable: exigían la rendición incondicional de Alemania.
El final del nazismo
Göring también creía en la paz sin rendición incondicional. Confiaba en los aliados y, como muchos otros jerarcas nazis, no quería caer en manos rusas. Quería pactar con los enviados del general Dwight Eisenhower desde una posición más poderosa. Envió entonces un telegrama a Hitler, conceptuoso y meloso, en el que pedía su autorización para convertirse él mismo en el nuevo Führer alemán. Fue su perdición. Hitler lo fulminó. Lo destituyó de todos sus cargos por alta traición, ordenó a las SS que lo arrestaran, lo expulsó del NSDAP, anuló el decreto que lo nombraba sucesor y lo acusó de “intentar ilegalmente tomar el control del Estado”. No estuvo nunca escrito, pero a Göring le aguardaba un destino de paredón. Y lo entendió de inmediato.
Así, por descarte, llegó el almirante Karl Dönitz a ser presidente del Reich y jefe de lo que quedaba de la Wehrmacht, que eran escombros. Hitler se suicidó cuatro días después, Göring fue liberado de su arresto por sus hombres de la Luftwaffe, que también era escombros, y buscó entregarse al ejército americano: lo detuvieron el 6 de mayo, cerca de Radstadt, las tropas de la 36ª División de Infantería estadounidense.
Los americanos lo encerraron en el Palace Hotel Mondorf les Bains, Luxemburgo, un centro temporal de detención de prisioneros de guerra. En esos días, Göring consumía entre tres y cuatro gramos de dihidrocodeína, un derivado suave de la morfina. Le impusieron una dieta estricta, le quitaron la droga y así perdió veintisiete de los ciento dieciocho kilos que pesaba antes de su detención. Se declaró no culpable de todos los cargos reunidos en cuatro grandes acusaciones: conspiración, librar una guerra de agresión, crímenes de guerra como el saqueo, traslado a Alemania de obras de arte y otros bienes, crímenes contra la humanidad como el asesinato de opositores políticos, torturas, asesinato y esclavitud de civiles y prisioneros de guerra, que la acusación cuantificó en víctimas judías, a los que habrían de agregarse luego opositores al nazismo, homosexuales, comunistas, gitanos, Testigos de Jehová, asesinados todos en los campos nazis de exterminio.
Cuando ejerció su defensa, Göring dijo que había sido leal a Hitler, que no sabía nada de los campos de concentración que estaban bajo el control de Himmler, a quien él mismo había designado, y a quien culpó sin remordimientos porque se había suicidado. Se presentó como un pacificador y diplomático antes de la guerra, y como un militar intachable durante esos años terribles.
Era parte de su estrategia, pero también fruto de su ensoñación criminal, de su espíritu guerrero que iba a ser, debía ser, honrado por los vencedores. En cambio, escuchó sorprendido, tal vez decepcionado, la frase final de la sentencia que lo condenaba a la horca: “Su culpabilidad es única en su enormidad. No hay registro que revele excusa alguna para este hombre”.
¿Cómo llegó la cápsula de cianuro a manos de Göring? Dos teorías alimentaron las siempre bienvenidas conjeturas de la conspiración. La primera reveló que el teniente americano Jack G. Wheelis, un ex jugador de fútbol americano de Texas Tech, que servía como vigilante en el juicio de Núremberg, recuperó las cápsulas de cianuro que le habían confiscado a Göring en el momento de su detención y que se guardaban entre sus efectos personales, y las entregó al prisionero. Y que habría recibido en pago, y de manos de Göring, un reloj de oro y una cigarrera, también de oro. Wheelis murió muy joven, a los 41 años, en 1954. Sus papeles personales forman parte de los treinta y dos volúmenes de “Juicio de los principales criminales de guerra ante el Tribunal Militar Internacional”, el registro oficial de los juicios de Núremberg. Esos papeles incluyen la correspondencia personal de Wheelis y algunas postales que el joven teniente envió a Göring a su celda.
La segunda teoría es más moderna. En 2005, Herbert Lee Stivers, que tenía entonces 78 años y en 1946 era un joven soldado de diecinueve, reveló a Los Angeles Times que fue él quien le dio el cianuro a Göring, sin saberlo acaso. Y que lo hizo para impresionar a una chica alemana. Stivers, que pertenecía al Regimiento 26 de la Primera División de Infantería, era el encargado de escoltar a los prisioneros dentro y fuera del Tribunal. Había conseguido el autógrafo de varios jerarcas nazis y se los había mostrado a una chica, Mona, que lo había abordado por la calle. Stivers contó que, días más tarde, Mona le presentó a dos hombres que dijeron llamarse Erich y Mathias, que le dijeron que Göring estaba muy enfermo y que precisaba unos medicamentos, negados por las autoridades. Le entregaron entonces una estilográfica en la que había escondidos dos mensajes y un medicamento para que hiciera llegar todo al condenado. Stivers dice que lo hizo y que luego del suicidio de Göring, asoció ese episodio a la cápsula de cianuro que llegó a sus manos custodiado como estaba como prisionero de máxima seguridad.
Su muerte no tuvo la épica que el líder nazi debe haber soñado para sí como amo de mundo, o como sucesor de Hitler, o como figura entrañable de una nueva Alemania victoriosa, a lo sumo, como el héroe indiscutido de una Alemania derrotada. No tuvo siquiera el raro privilegio de morir fusilado.
Había armado su vida de ensueño, repleta de mentiras y medias verdades, para ocultar lo que en verdad era: uno de los peores dirigentes nazis que gozaba por igual del arte y de la muerte.
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