El hombre se mantiene bien. Hoy cumple 65 años pero parece de menos edad. Se viste con pulcritud. El pelo, ya gris, siempre corto. Parece buscar una respetabilidad que nunca obtendrá. Tiene la mirada oblicua, perturbada que no puede camuflar una sonrisa circunstancial. No suele usar ni anteojos negros ni gorras; tampoco se deja la barba. Quiere que la gente lo reconozca. Disfruta de las miradas por la calle, del gesto de sorpresa cuando alguien descubre quién es él, de los murmullos que deja a su paso. Es lo única que le queda: que sepan quién es él.
Mehmet Ali Agca vive en Estambul. Hace doce años que está libre. Hace casi 42 años fue tapa de todos los diarios del mundo durante varios días: el 13 de mayo de 1981 le pegó cuatro balazos a Juan Pablo II. Pero el Papa sobrevivió y Ali Agca, el asesino turco, fue detenido.
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La foto es casi perfecta. Sólo falta la cara de él, el sicario. Se ve al público en ese miércoles luminoso y tibio. Se sabe que era un miércoles porque poco después de asumir el pontificado, el primer Papa no italiano en cuatro siglos, había decidido salir a saludar a los fieles una vez mes por semana. Esas audiencias públicas se convirtieron en un éxito inmediato gracias al carisma de Juan Pablo II. La gente sonríe, están felices. Una mujer joven sobresale al fondo de la imagen: ríe y está sobre los hombros de alguien para ver mejor. Otros en primera fila estiran sus manos hacia adelante. Juan Pablo II saluda y reparte bendiciones desde el Papa Móvil descapotable. A su alrededor, algún clérigo, y varios hombres de seguridad con traje oscuro. Entre el público, entre la cuarta o quinta fila de gente que se amontona para tratar de tocar o, al menos, de estar más cerca del Papa, aparece una mano y un arma que apunta contra Wojtyla. Un segundo después, cuando el dedo índice de esa mano presione el gatillo se iniciará el desastre y la vestimenta blanca se empapará de sangre.
Hubo varios disparos. Cuatro impactaron en el Papa. No se sabe bien si el arma, una Browning 9mm se atoró o se quedó sin municiones, lo cierto es que el hombre que disparó no pudo terminar su trabajo y que el precario plan previo que había pergeñado no pudo llevarse a cabo. Camillo Cibin se tiró encima del asesino. Cibin era el jefe de seguridad del Vaticano desde hacía una década (lo siguió siendo durante muchísimos años más: protegió a seis Papas). También parte del público colaboró en la detención.
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El Papamóvil aceleró hacia el hospital. Las primeras noticias no eran alentadoras. Una herida en el brazo, una en la mano y dos balas habían ingresado en la zona baja del abdomen, destrozando parte de los intestinos. Mientras el Sumo Pontífice estaba en el quirófano y los noticieros televisivos de todo el mundo repetían en loop el video brumoso del momento del ataque, se conoció que el agresor era un turco de 23 años: Ali Agca.
En las fotos se lo veía, desarreglado, con un sweater ajado y la mirada torva. Pasaron unos días hasta que se conociera su prontuario y se abrieran interrogantes sobre el móvil del atentado.
El hombre que intentó matar al Papa era un asesino. En 1979 había matado en Turquía a Abdi Ipekci, periodista opositor, director de uno de los diarios más importantes del país. Fue denunciado por varios testigos y, tras una corta búsqueda, apresado por la policía turca. Lo juzgaron con velocidad y fue condenado a cadena perpetua. En el juicio se supo que integraba un grupo subversivo de ultranacionalista, los Lobos Grises. A los seis meses, Ali Agca escapó de la cárcel militar de alta seguridad con ayuda de uno de los comandantes de los Lobos Grises, Abdullah Catli. Su destino fue Bulgaria, lugar en el que estaba el cuartel general de la mafia turca. La mafia era la principal fuente de financiación del grupo subversivo.
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Fue en ese momento que se conoció cómo había sido su vida pasada. Desde muy joven Ali Agca se dedicó al delito. Primero acciones menores. Estafas, alguna paliza a pedido, robos pequeños: un hampón ambicioso pero menor. Después estuvo involucrado en el robo de dos bancos. Hasta que a los 21 años se convirtió en asesino. Tras su escape a Bulgaria se le perdió el rastro. Obtuvo pasaportes falsos y con varias identidades, pasó por varios países europeos. Son meses brumosos en los que no se sabe qué hizo ni para quién trabajó. Lo único que queda de esos días son los relatos posteriores de Agca, siempre confusos, contradictorios y poco veraces.
Se cree que el arma con la que le disparó a Juan Pablo II la compró, usada, en Viena. Que ingresó a Italia por el norte, que estuvo unos días en Milán, hasta que se dirigió al Vaticano.
El plan era sencillo. Llegar temprano a la Plaza San Pedro junto a Oral Celik, un mafioso turco menor y su cómplice en esta empresa criminal, simular ser turistas hasta que pasara el Papamóvil. Agca debía disparar mientras que Celik lanzaría un explosivo menor, que provocaría pánico y confusión, y les permitiría a ellos escapar del lugar para refugiarse en la embajada búlgara en Roma.
En los interrogatorios policiales y durante el juicio posterior en el que fue condenado a prisión perpetua por el intento de magnicidio, Agca habló de una conspiración internacional y de cómplices. Pero nada se probó. Ni siquiera que Celik fuera su cómplice y que estuviera involucrado. Lo cierto es que alguien había financiado su raíd. Los investigadores creyeron que la mafia turca y el grupo extremista que había integrado fueron quienes estuvieron detrás. En un intento de prestigiar su pasado criminal creyó que tener una pátina revolucionaria mejoraría su imagen, y afirmó que había tenido un periodo de instrucción militar con el Frente de Liberación Palestino pero nunca se hallaron pruebas de ese vínculo.
En 1983, Agca volvió a la tapa de los diarios. Juan Pablo II fue hasta la prisión y tuvo una reunión con él en el que lo perdonó públicamente. Otra gran foto: los dos sentados en sillas sencillas, frente a frente, muy cerca, inclinados hacia adelante para reducir aún más la distancia, el Papa habla y el que intentó asesinarlo parece escuchar con interés, detrás un radiador. Fueron 22 minutos que dieron un fuerte mensaje al mundo. No fue el único gesto del Papa que, años después, recibió a la madre y al hermano de quién intentó asesinarlo.
Cuando Juan Pablo II murió, Agca declaró que estaba muy triste porque el Papa era como un hermano para él. En varias ocasiones brindó versiones antojadizas sobre lo sucedido en ese breve encuentro con su víctima: desde que lo alertó del fin del mundo hasta que le contó sobre quién estaba detrás del ataque.
Agca permaneció preso en Italia hasta el año 2000 cuando fue amnistiado por el Primer Ministro. El mismo día fue deportado a Turquía. Al llegar a su país lo detuvieron. Debía cumplir la condena por el asesinato del periodista y se le sumaron dos causas por robo a bancos. Con el tiempo salieron a la luz otros delitos, pero a la gran mayoría de ellos la justicia turca los declaró prescriptos. Una vez más, pareció, que Ali Agca saldría impune: volvió a fugarse de prisión. Pero lo encontraron en Bulgaria muy rápidamente.
Siguieron diez años de detención, con idas y vueltas judiciales, de presentaciones de sus abogados, de dictámenes de la Corte Suprema de su país, hasta que en 2010, lo liberaron.
Durante esos años, cada vez que pudo, intentó llamar la atención. Cambió de versión sobre quien estuvo detrás del atentado varias veces. Dijo que había sido la Unión Soviética por el involucramiento de Wojtyla con Solidaridad, Walesa y la libertad polaca. Tiempo después aseguró que fueron Khomeini e Irán quienes lo financiaron. Habló de grupos extremistas de origen incierto. Y también acusó al Vaticano y a su interna.
Tom Clancy y Frederick Forsyth fueron dos de los autores de best-seller que lo utilizaron para sus ficciones y para desplegar atractivas teorías conspirativas en sus novelas. Agca vio una beta y declaró que publicaría un libro junto a Dan Brown, el autor de El Código Da Vinci. Otra de sus mentiras.
Pero lo que sí era cierto, es que durante años Agca buscó un acuerdo con alguna editorial para escribir sus memorias. Pretendía muchos millones de dólares pero debió resignar ambición cuando apareció una oferta real. En 2013, finalmente, publicó su autobiografía. El libro no tuvo mayor repercusión. La credibilidad de Agca a esa altura era nula. Demasiadas versiones, demasiadas contradicciones.
Sobre su vida amorosa pasada, en una entrevista con el Daily Mail, Agca dijo que había tenido, antes de intentar matar al Papa, una novia inglesa. Pero nada de la historia parecía verosímil o preciso. Dijo que se llamaba Sara, que tenía algunos años más que él, que no sabía de su intención de cometer un magnicidio, pero no se acordaba dónde vivía, cuál era su apellido ni demasiados detalles de la relación. A fines del año pasado el diario italiano Corriere Della Sera entrevistó a Elena Rossi, una italiana de 55 años. Elena contó que ella y Ali comenzaron a cruzar cartas hace muchos años hasta que en 2015 se conocieron personalmente. Se casaron ese mismo después de que Elena se convirtiera al Islam. Se sacaron fotos en un banco de plaza y hablaron de que llevaban una vida tranquila compartiendo su amor.
Agca, en estos últimos años, pidió la nacionalidad polaca: “Para tener algo más que compartir con su amigo Juan Pablo II”, visitó su tumba con un gran ramo de flores, pidió audiencia con el Papa Francisco y se ofendió cuando ni siquiera le contestaron y anunció varias veces la inminencia del fin del mundo. Unas semanas atrás, tan él como su esposa dijeron públicamente que Emanuela Orlandi, una joven italiana que desapareció hace 40 años cuando era una adolescente de 15 años y cuyo caso reflotó una serie de Netflix, estaba viva y que el Vaticano había tenido que ver en su desaparición. Otro intento por servirse del tema del momento para conseguir espacio en los medios, para recuperar algo de protagonismo.
En la actualidad, Ali Agca vive en Estambul en un departamento de tres ambientes, junto a su esposa, se mantiene con el dinero que obtuvo, y todavía conserva, de su contrato editorial. Su principal actividad es la de alimentar y cuidar perros y gatos callejeros, y dar entrevistas cada tanto en las que despliega sus mentiras y teorías delirantes, tratando de mejorar su imagen, de que la gente no se olvide de él.
Hoy festeja sus 65 años en Estambul. De lo que Agca todavía no se dio cuenta es que ni siquiera le salió bien el acto atroz por el que buscó reconocimiento y fama. Hasta en eso falló.
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