Natalia La Falce es, en esencia, una chica de pueblo. Nació en General Pinto, una ciudad agropecuaria breve, a 350 kilómetros de la Ciudad de Buenos Aires, y no es ni adicta a las redes sociales ni una famosa con canjes y miles de seguidores. La noche en que se incorporó en la cama, buscó su teléfono y escribió, entonces, lo que menos pensó fue que algo de lo que ella tuiteara podía hacerse viral.
“Mis últimos 9 finales los rendí haciéndome quimio. Hoy estoy a 3 días de recibirme. Esto es mucho más que un título. Es el premio a no haber bajado los brazos, aún cuando sólo quería dormir. A un pasito de lograrlo”, tuiteó.
Era domingo y era tarde y “fue un segundo en que me dije ‘estoy a tres días de recibirme...con todo lo que pasé’”, cuenta a Infobae. El tuit ya tiene 40.000 likes y aplausos de todos los colores, pero Natalia sabe que a la historia que contó le falta una pieza clave: la razón por la que ahora cree que la enfermedad, de alguna manera, la salvó.
“Lo que se ve son esos 9 finales que rendí haciéndome quimio pero hay un montón detrás. Recién ahora entendí que si no lo contaba estaba siendo cómplice”, sostiene. Y empieza a desandar el camino.
Tenía 18 años cuando ella -la menor de tres hermanos- se fue a estudiar a Córdoba. Todo iba bien hasta que, cinco años después, se puso de novia y quedó atrapada en una pesadilla en la que “podría haber terminado muerta”, subraya.
“A los tres meses de relación me escupió en la cara, así empezó”, arranca. Natalia tenía 23 años y estaba a casi 600 kilómetros de su familia, amigas y amigos, por lo que fue fácil que nadie se diera cuenta.
“Después la violencia fue avanzando y siguió con la manipulación. Me empezó a controlar las redes sociales, tenía las contraseñas de todas, hasta del mail. Me decía que nunca nadie me había tomado en serio, que nadie me iba a querer como él, que era una puta, y en un momento me lo empecé a creer y le di las claves: como ‘bueno tomá, mirá, ¿no ves que nadie me escribe?, no te estoy engañando’”.
A la violencia psicológica, como suele suceder, se sumó la violencia económica: “Él me manejaba la plata que me mandaban mis papás”. Y como son todas caras de la misma jaula, se sumó la violencia física.
“Se me subía encima, me tapaba con una almohada y me decía ‘morite’, como que intentaba asfixiarme. También me agarraba del cuello y me dejaba con los pies colgando. Nunca me voy a olvidar del ruido que hacían mis huesos cuando me pegaba”.
Natalia ya se había recibido de periodista deportiva y para ese entonces estaba cursando una segunda carrera, la Licenciatura en comunicación institucional en la Universidad Nacional de Córdoba. Y fue ahí que encontró un bastión de resistencia.
“Él me había alejado un montón de mi familia y de mis amigos pero nunca me pudo alejar de la facultad. Yo creo que esa fue una de las cosas que me mantuvieron en pie”.
En sus planes estaba dejar una nota escondida en algún lado que dijera: “Miren que no me suicidé”, o algo por el estilo, y había una razón detrás de ese pensamiento: “Un día me dijo que él no tenía drama en tirarme por el balcón”.
Natalia se sentía tan atrapada que no veía la forma de salir de esa relación y fue en ese contexto, cuando hacía un año que estaba en pareja, que se enteró de que estaba embarazada.
Esa misma noche llamó a su hermana y le contó todo. La hermana le dijo “llamá urgente a mamá y a papá”. La pandemia ya había abierto todos sus tentáculos pero sus padres, igual, salieron de madrugada a buscarla.
“Los estudios mostraron que la placenta estaba pero el saco embrionario estaba vacío”, sigue ella. “Y me advirtieron que tenía un golpe en el saco, por encima del estómago”.
Una médica, en ese momento, le dijo algo que Natalia terminó de comprender después: “La naturaleza es sabia”.
Sigue ella: “Nunca me voy a olvidar de la frase, porque fue tal cual: ese embarazo vino a salvarme sino tal vez yo hoy estaría muerta”.
Se refiere a que hubo que esperar a ver si lo despedía naturalmente o si iba necesitar un legrado. También a que sus padres se pusieron firmes y le dijeron “vamos” para que volviera al pueblo y la controlaran sus médicos de siempre. A que gracias a eso se fue con lo puesto de esa relación.
Y a que fue en ese seguimiento con los médicos del pueblo que se enteró lo de la enfermedad, lo que terminó volando todos los puentes y consolidando la decisión de no volver.
La quimio
Pasados los 15 días de la cuarentena obligatorio, “mi ginecóloga me llamó y me dijo ‘te tenés que operar ya’”, sigue Natalia, que ahora tiene 27 años.
El embarazo había provocado algo llamado “enfermedad trofoblástica de la gestación”. Según el Instituto Nacional del Cáncer, “a veces, se presentan problemas con el óvulo fertilizado y las células trofoblásticas (una capa delgada de células que ayuda al embrión en desarrollo a adherirse a la pared del útero) y en lugar de formarse un feto saludable, se forma un tumor”.
“Son células malignas del tamaño de uvas que se van formando una al lado de la otra y evolucionan más rápido que en un embarazo y hay que sacarlas cuanto antes porque no paran de crecer”, traduce. La operaron una vez, otra, pero los resultados no fueron buenos.
Como la única opción que quedaba era hacerle una cirugía y extirparle el útero (y Natalia tiene pensado algún día ser madre), se decidieron por la quimioterapia.
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Fueron 46 inyecciones, “muy invasivas, me dejaban muy agotada, a veces no me podía levantar, me sentía muy débil”. Como toda quimioterapia fue, por momentos, arrasadora.
Le provocó una inflamación tan grande en el hígado que estuvieron a punto de suspenderla. Después se quedó dura, y tuvieron que ayudarla con corticoides para que pudiera al menos moverse. Y la gastritis fue tan intensa que pasó seis meses comiendo apenas tostadas y tomando té.
Aún en este estado, Natalia se agarró fuerte de aquel botecito que había sido la facultad en el epicentro de la violencia y siguió estudiando. No le dijo a nadie -ni a profesores ni a alumnos- lo que le estaba pasando, en qué condiciones estaba estudiando y en cuáles rindiendo. La virtualidad de la pandemia le permitió recortar para la cámara sólo un pedacito de su vida y seguir sin que nadie se diera cuenta.
“No quería estar todo el día tirada en la cama, así que la facultad me ayudó. Solo me levantaba para cursar esas 3 o 4 horas diarias pero eso no lo sabía nadie. Yo quería rendir de igual a igual, no quería victimizarme y que me aprobaran por eso”. Tres días después de aquel tuit, se recibió de licenciada.
A todo esto se refería, no sólo al cáncer, en la parte en que escribió “es el premio a no haber bajado los brazos, aún cuando sólo quería dormir”.
“Es que yo venía de dos cirugías, de hacerme quimio, de esperar los resultados, volver a veces con buenas noticias, a veces con malas, de una relación violenta grave y esa noche dije ‘pará’”, se despide. “Fue una forma de estar orgullosa de mí, de decirme ‘che, te costó, todo te costó, pero lo lograste’”.
Recién después de que se hizo viral decidió contar lo de la violencia y ponerle al tuit la pieza que le faltaba. “Había decidido no decir nada pero después pensé ‘¿cómo no voy a decirlo? Contando lo que me hacía puedo estar salvando a alguien, no voy seguir cubriéndolo. Por eso lo cuento y por eso lo denuncié. Por mí, por las anteriores que no se animaron y por las que vendrán”.
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