Fue una sombra. Astuta, diabólica, poderosa; mano derecha de Adolf Hitler, su secretario personal, el hombre que le filtraba información y habilitaba visitas y contactos con el Führer, manejó parte de los fondos del Tercer Reich que iba a durar mil años, nombró funcionarios, los despidió, organizó los grandes congresos nazis en Núremberg, fue un maestro de la intriga política, un osado partícipe de las terribles luchas por el poder que desataron y padecieron casi todos los nazis de relieve: Joseph Goebbels, Herman Göring, Heinrich Himmler, Alfred Rosenberg, Robert Ley, Hans Frank, Albert Speer. Todos pasaron de ser sus camaradas, a ser sus enemigos.
Y todo lo hizo Martin Bormann desde las sombras. Su nombre no sale a la luz como el de Himmler, jefe de las SS y responsable de los campos nazis de la muerte. Ni como el de Göring, jefe de la fuerza aérea alemana, sucesor de Hitler al que el propio Hitler borró de un plumazo en los días finales de su imperio de sangre, cuando la derrota era ya inevitable. Bormann era el poder en las sombras. Y sus actos decisivos en las horas anteriores al suicidio de Hitler, y las posteriores, cuando Alemania intentaba salvarse de la destrucción total, quedaron casi inadvertidos para la Historia, hasta que pudo reconstruirlos.
Hasta en su muerte fue Bormann una sombra. Se esfumó, se desvaneció en el humo de las bombas soviéticas que perforaban Berlín, en el polvo de los derrumbes, en el desconcierto que reina en toda derrota militar. Bormann estaba. Y de pronto, no estuvo más. Desde entonces, desde horas después del suicidio de Hitler en el bunker de la Cancillería, hasta casi tres décadas después, la sombra fue un fantasma.
Los aliados dieron por hecho que había sobrevivido a la guerra y lo juzgaron en ausencia en Núremberg. Lo juzgaron y lo condenaron a la horca. En ese lapso, cincuenta y siete versiones diferentes sobre su paradero, o avistamiento, o identificación parcial se dieron en sitios tan disímiles como Moscú, Ciudad del Cabo, Sidney y Bariloche, en Argentina. Pero Bormann no aparecía.
En 1965, la revista alemana Stern, a través de su periodista Jochen von Lang, reveló que Bormann estaba muerto y que sus restos habían sido enterrados cerca de una antigua plaza de exposiciones, vecina a la estación Lehrter de ferrocarril de Berlín. Era un certero trabajo de investigación periodística en el que pocos creyeron, como suele suceder.
Debieron pasar siete años más, debió intervenir el azar, el urbanismo, el desarrollo ferroviario y cloacal para que se supiera cuál había sido el destino de uno de los nazis más peligrosos y menos conocidos del Reich: el tipo que lo sabía todo, porque también era confidente de Hitler, había muerto horas después de su Führer, en un intento desesperado de huir de Berlín para no caer en manos de los soviéticos y con el anhelo de entregarse a los americanos. Cuando se vio perdido, mordió una cápsula de cianuro.
El 28 de diciembre de 1972, hace medio siglo, Willi Stein y su ayudante, Jens Friese, hacían su trabajo de rutina: cavar pozos. El de ese día tenía como destino habilitar una conexión de agua en Berlín, cerca de la estación ferroviaria de Lehrter. Alguna certeza, o sospecha, debía flotar en el ambiento porque Stein y Friese tenían obligación de avisar de inmediato al ingeniero jefe de la obra si, durante su trabajo, tropezaban con algo extraño: un hueso, por ejemplo. Tropezaron con algo extraño: era un hueso. Dio con él, a la una de la tarde de aquel miércoles, la perforadora hidráulica que manejaba Stein. Con su ayudante y a cuatro manos, dejaron al descubierto un cráneo y más huesos. Avisaron al ingeniero jefe y a la Central de Policía de Berlín. Días después, la bolsa que la policía usó para albergar aquellos huesos llevaba una inscripción: “Cadáver número 24. Presumiblemente: Bormann Martín”.
¿Quién era ese nazi tan buscado, al que todos imaginaban como un viejito amable de setenta y dos años, refugiado vaya a saber alguien en cuál país, bajo un nombre falso y que acaso daba de comer a las palomas de la plaza, y en cambio estaba muerto desde hacía casi treinta años?
Bormann había nacido en 1900 en el entonces reino de Prusia. En 1918 cortó sus estudios en un Instituto de Comercio Agrícola para ser soldado del 55 Regimiento de Artillería del imperio alemán, que estaba a punto de perder la Primera Guerra Mundial. No llegó a entrar en combate y fue desmovilizado en 1919. La caótica República de Weimar y su desastrosa economía lo encontró miembro de los Freikorps, unos grupos paramilitares nacionalistas y antisemitas que la emprendían contra los obreros en huelga y contra la población judía de Alemania.
En 1924 lo condenaron a un año de cárcel por estar involucrado en el asesinato de Walter Kadow, un maestro de escuela acusado de denunciar a un nacionalista alemán ante las autoridades francesas de ocupación en el Rhur. Bormann y un cómplice, Rudolf Hoss, llevaron a Kadow a un bosque, lo apalearon y lo degollaron. Hoss fue sentenciado a diez años de cárcel y Bormann a uno. Ambos fueron liberados poco después. Bajo los nazis, Bormann llegaría a ser quien fue y Hoss sería el comandante del campo de exterminio de Auschwitz-Birkenau.
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Bormann se unió al Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán (NSDAP) y diez años después, en 1937, a las SS, con el número 278.267. Pero una orden especial de Himmler le otorgó el número 555 para acreditarle el estado de “Antiguo Combatiente” (Alter Kämpfer). Con Hitler ya canciller del Reich y los nazis en pleno ascenso, Bormann, que había manejado con éxito una entidad de seguros del partido, fue asignado como jefe de Personal de la oficina de Rudolf Hess, el adjunto de Hitler. Creó entonces una enorme burocracia que le permitió acercarse a la toma de decisiones hasta que Hitler lo nombró “Reichsleiter”, líder nacional, el cargo más alto del partido. Saltó así al círculo íntimo de Hitler, que sentía por él una particular inclinación, y que le confió las renovaciones edilicias de su residencia privada de Berghof. Hitler le dio también el control de sus finanzas personales.
El poder de Bormann en el círculo íntimo de Hitler creció durante la guerra. Y cuando Hess se embarcó en su extraño viaje en solitario a Inglaterra y fue prisionero de los ingleses, Hitler lo borró de su vida, dio orden de fusilarlo si regresaba a Alemania, abolió su cargo de Adjunto de Hitler y nombró a Bormann en su reemplazo, ahora como jefe de la Cancillería del Partido. Lo convirtió en jefe del partido nazi y lo hizo partícipe del comité de tres miembros, los otros dos eran Hans Lammers, jefe de la Cancillería del Reich y Wilhelm Keitel, jefe de la Wehrmacht, del comité encargado de centralizar el control de la economía de guerra. Fanático anticristiano, dirigió la campaña nazi contra las grandes Iglesias: “El Nacionalsocialismo y el Cristianismo son irreconciliables”, declaró en uno de sus escasos mensajes públicos, y expulsó luego a los miembros del clero con cargos partidarios en el NSDAP.
Como secretario personal de Hitler manejó las políticas internas del Reich, Hitler estaba al frente de la guerra, y sostuvo la extrema dureza contra los judíos alemanes; extendió a todos los territorios del Este conquistados por el Reich las famosas “Leyes de Núremberg”, de represión, aislamiento y expulsión de la vida social de la población judía y estableció como “permanente” la “Solución Final” planeada por la cúpula nazi: la eliminación física de los judíos de Europa, calculada en once millones de personas.
Bormann lo escribió con un cinismo aterrador: dijo que en la Gran Alemania, la “Cuestión Judía ya no puede ser resuelta mediante la emigración, sino mediante el uso de la fuerza implacable en los campos especiales del Este”. Los campos de concentración y exterminio. El 1 de julio de 1943, firmó un decreto que dio poderes absolutos a Adolf Eichmann, que decidió que la población judía pasaba a jurisdicción de la Gestapo”.
En dos años, el Reich se derrumbó. Desde enero de 1943, con la derrota en Stalingrado a manos soviéticas, hasta el desembarco aliado en Normandía, en junio de 1944, Alemania encaró una lenta y dolorosa retirada hacia Berlín, impulsada por el Ejército Rojo primero y desde el Este, y por los aliados desde el Oeste. A las tres y media de la tarde del 30 de abril de 1945, cuando Hitler cerró la puerta de su estudio junto a su flamante esposa, Eva Braun, dispuestos ambos a matarse, en la puerta esperaba Martin Bormann. Lo hacía junto a los dos fieles edecanes del Führer, Otto Günsche y Heinz Linge, que le habían prometido al jefe supremo incinerar los dos cadáveres para que no cayeran en manos soviéticas. Luego de diez minutos de espera, Linge pidió a Bormann que lo siguiera y abrió con cautela la puerta del estudio. Hitler y Eva Braun estaban sentados en el pequeño sofá, ella desplomada a la izquierda de él: su cuerpo despedía un reconocible olor a cianuro. La cabeza de Hitler colgaba inerte: tenía un balazo en la sien derecha. A sus pies había caído su pistola Walther 7,65.
Fue Bormann el primero en comprender que todo había terminado. Cargó él mismo el cuerpo de Eva Braun al pasillo del búnker, donde fue tomado por Erik Kempka, el chofer de Hitler. Günsche, que ya había subido al jardín de la Cancillería con el cadáver de Hitler, tomó a Braun de manos de Kempka en las escaleras y lo llevó hasta la tumba leve, excavada apenas en la tierra, donde serían quemados. De aquel tétrico funeral eran testigos el general Hans Krebs, último jefe de Estado Mayor general de Hitler, el general Wilhelm Burgdorf, su ayudante en la Wehrmacht, Joseph Goebbels, el fanático ministro de propaganda que había sido nombrado canciller de los retazos llameantes del Reich, y Bormann, que inició de inmediato una extraña danza política para demorar la noticia de la muerte de Hitler y negociar, junto a Goebbels, una rendición tal vez ventajosa ante los rusos. Era imposible, pero Bormann o no lo sabía, o no lo sospechaba, o tenía fe en su poder de convicción.
Por lo pronto, demoró nueve horas en anunciarle al nuevo jefe de Estado al que Hitler había nombrado en su testamento, el almirante Karl Dönitz, que Hitler estaba muerto. En ese lapso, y en las horas por llegar, a Bormann le faltaba asistir a otro episodio de locura: el asesinato a manos de sus padres de los seis hijos de Goebbels con su mujer Magda, todos con nombres que empezaban con hache en honor del Führer, y el suicidio posterior de la pareja.
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A primeras horas de la noche del 1 de mayo, después de sedar a los chicos, la mayor de doce años y el menor de cuatro, con una inyección de morfina aplicada por Helmut Kunz, ayudante médico de las SS, el doctor Ludwig Stumpfegger partió en la boca de cada chico una cápsula de cianuro. Otra versión afirma que fue la propia Magda Goebbels quien lo hizo. “Nuestros hijos ya son angelitos”, dijo Goebbels a Bormann y marchó de inmediato a suicidarse junto a su mujer en el jardín de la Cancillería, no lejos de donde humeaban aún los restos de Hitler y de Eva Braun.
En el bunker de Hitler mandaban el pánico, el caos y la desdicha. El jefe de guardia de Hitler y dos de sus principales lugartenientes, el general Burgdorf, que había intentado pactar con los rusos, Hans Krebs y Franz Schädle, se mataron para no caer presos de los soviéticos. El resto de los habitantes de aquella corte patética y sombría, debían decidir si quedarse, o huir y hacia dónde y por dónde, o matarse. No había muchas más para elegir. Todos tenían una ventaja: el túnel subterráneo del ferrocarril de Berlín los llevaba a la estación Friedrichstrasse, unos cien metros al norte de la Cancillería. El drama estaba en las calles. Al salir al aire libre, los fugitivos debieron soportar bombas y balas en total desconcierto. Las secretarias de Hitler, Gerda Christian, Traudl Junge y Else Krüger lograron, como por milagro, abrirse paso hacia el Oeste, hacia las líneas aliadas. Los edecanes de Hitler, Günsche y Linge cayeron en manos soviéticas y pasaron largos años presos en Moscú.
Bormann esperó. Separó a los ocupantes del bunker que querían huir, o intentarlo, en diferentes grupos y capacidades: era un buen organizador. Después se sentó hasta que llegó la noche. A las veintidós, minuto más o menos, vistió un sobretodo oscuro de cuero sobre su uniforme de general de las SS y con su propio grupo dejó el bunker y se animó por las vías del túnel subterráneo hacia la Friedrichstrasse. Lo acompañaban, entre otros, el doctor Stumpfegger, que había ayudado a matar a los hijos de Goebbels, Artur Axmann, líder de las Juventudes Hitlerianas y el piloto personal de Hitler, Hans Baur. Bormann llevaba una copia del testamento de Hitler y su última voluntad.
Cuando salieron a la superficie, en la noche cerrada, intentaron cruzar el río Spree a la altura del puente Weidendammer, protegidos en su intento de romper el cerco soviético por un tanque Panzer Tiger. Pero el blindado resultó destruido por una salva de la artillería soviética: Bormann y Stumpfegger cayeron al suelo, derrumbados por la onda expansiva.
En un nuevo intento por escapar de los rusos, Bormann, Stumpfegger y Axmann caminaron a lo largo de la línea del ferrocarril hacia la estación Lehrter. Por alguna razón, y así lo contó luego, Axmann decidió abandonarlos y tomar la dirección opuesta, pero se topó con una patrulla soviética y regresó con sus compañeros, pero sólo vio dos cuerpos tendidos en un puente cercano a las vías, a los que más tarde identificaría como los de Bormann y Stumpfegger. Los dio por muertos y esa es la versión que contó a los aliados. Pero los soviéticos dijeron no haber hallado el cuerpo de Bormann, que sombra como era, ahora era fantasma.
En 1963, Albert Krumnow, un empleado jubilado de Correos, dijo a la policía alemana que el 8 de mayo de 1945, el día que terminó la Segunda Guerra en Europa, los soviéticos le habían ordenado a él y a sus compañeros enterrar dos cuerpos hallados cerca del puente ferroviario vecino a la estación Lehrter. Uno, dijo Krumnow, iba vestido con el uniforme de la Wehrmacht, el otro sólo vestía su ropa interior. Uno de sus compañeros, de apellido Wagenpholf había encontrado en el segundo cuerpo una cartilla de médico de las SS que lo identificaba como el doctor Ludwig Stumpfegger. La cartilla fue a parar a manos del jefe de correos, que la entregó a los rusos, que la destruyeron.
Fue Wagenpholf quien escribió el 14 de agosto de 1945 a la mujer de Stumpfegger que su marido estaba “enterrado con los cuerpos de muchos soldados muertos en los terrenos de la Alpendorf de Berlín, en el número 63 de la Invalidenstrasse”. Esa fue la base de la investigación de 1965 hecha por la revista Stern. Las autoridades ordenaron excavar allí, donde coincidían las versiones de Axmann y de Wagenpholf, entre el 20 y el 21 de julio de 1965, pero no hallaron nada.
El sitio de la primera excavación frustrada quedaba muy cerca, doce metros, de donde, el 27 de diciembre de 1972, le habían pedido al pocero Willi Stein y a su ayudante Jens Friese, que avisaran al ingeniero jefe si en la excavación destinada a la conexión de agua, encontraban algo duro, un hueso por ejemplo. Cuando ampliaron el pozo después de haber dado con un cráneo, hallaron un segundo esqueleto humano.
Los forenses encontraron en la dentadura de los dos esqueletos, fragmentos de cristal, lo que sugirió que habían mordido cápsulas de cianuro. Los registros dentales reconstruidos por los recuerdos del doctor Hugo Blaschke, que sirvieron para identificar el cadáver de Hitler, sirvieron también para identificar el cadáver de Bormann, que presentaba también daños en la clavícula, semejantes a las lesiones que Bormann había sufrido en un accidente de equitación en 1939, según confirmaron sus hijos. La estatura de los dos esqueletos, más la forma del cráneo de Bormann sobre la que se proyectaron fotografías suyas, confirmaron que los dos cuerpos eran los del jerarca nazi y del médico de las SS.
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A principios de 1973 Alemania ordenó la reconstrucción facial de los dos esqueletos, que confirmó las identidades: Alemania Occidental declaró entonces oficialmente muerto a Martin Bormann, aunque impidió a la familia incinerar los huesos para realizar futuros exámenes forenses si era necesario.
Lo fue. En 1998, con la técnica del ADN en total desarrollo, Alemania ordenó una nueva identificación, esta vez genética. Los científicos del Instituto de Medicina Forense de la Universidad Ludwig Maximilians de Múnich, compararon el ADN de los huesos de Bormann con una prueba de sangre de una mujer de ochenta y tres años, nieta de Amalie Vollborn, hermana de Antonia Vollborn, madre de Bormann. La información genética coincidió.
El fantasma había dejado de serlo. Los restos de Bormann fueron incinerados y sus cenizas arrojadas al mar Báltico el 16 de agosto de 1999.
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