Era un joven que lograba irritar y confundir con sus constantes preguntas, típicas de alumno curioso, a los profesores del Liceo de Besançon. No obtuvo buenas calificaciones y en el único aspecto que descollaba era como un precoz artista de la pintura. Pintaba cielos, paisajes, viejos castillos, y cuando tenía 13 años, le hizo a su madre un retrato al pastel. Muchos de sus dibujos y bocetos los garabateaba en los márgenes de sus hojas de apuntes. Soñaba con ser profesor de arte.
Luis Pasteur había nacido en 1822 en Dole, una aldea en el este francés. Su padre, curtidor, hizo lo imposible para que su hijo se formase. Quería que fuera profesor o escritor.
Las clases de química en la Escuela Normal Superior de París para obtener el fósforo eran teóricas, porque era demasiado costoso para implementarlo en el laboratorio. En su casa, el alumno Pasteur juntó huesos, los redujo a cenizas, los trató químicamente y obtuvo fósforo, el que llevó a la clase. Cuando obtuvo su título de doctor en química y en física en 1847, su examen final fue considerado “mediocre”, y sus calificaciones no fueron altas.
En 1848 llegó a Estrasburgo para emplearse como profesor. En enero de 1849 conoció a Marie Laurent, hija del rector de la universidad local. Para mayo de ese mismo año se habían casado.
El matrimonio tuvo cinco hijos, y tres de ellos murieron niños víctimas de la fiebre tifoidea. Este hecho lo marcó de por vida y de ahí en adelante orientó sus investigaciones al hallazgo de la cura de enfermedades infecciosas.
Los que lo conocieron afirmaron que su vida fue guiada por la auto disciplina y la perseverancia. Quería probar que los seres vivos no venían de la nada. Su primer trabajo fue el estudio de los tartratos, que lo condujo a demostrar que existían microorganismos que producían las fermentaciones. Revolucionó las creencias de entonces: si había microorganismos eran porque existían gérmenes en las materias orgánicas que los generaban.
En 1865 el gobierno francés le encomendó una solución para combatir la pebrina, la enfermedad del gusano de seda, que causaba estragos en las tierras del sur de ese país. Descubrió su origen microbiano y propuso el aislamiento y selección de mariposas sanas.
Cuando uno de sus ayudantes dejó olvidado un preparado descubrió, por casualidad, el bacilo del cólera en las gallinas e inmunizó esta enfermedad con cultivos del germen. De la misma forma, con el cultivo atenuado de la bacteridia carbuncosa, inmunizó a carneros, que morían de a cientos.
Estos descubrimientos abrieron la puerta a la era de las vacunas para la prevención de enfermedades infecciosas.
En 1880 comenzó con sus estudios de la rabia. El 6 de julio de 1885 cuando Joseph Meister, un niño pastor alsaciano, fue mordido por un perro rabioso, Pasteur se arriesgó y le aplicó la vacuna y el chico se salvó. Era la primera vez que lo hacía en un humano. En octubre de ese año expuso sus conclusiones en la Academia de Medicina, donde fue ovacionado. El 4 de septiembre del año siguiente el doctor Desiderio Fernández Davel la aplicó por primera vez en Argentina a dos niños uruguayos en su casa particular de la calle Solís.
El profundo impacto que produjo este descubrimiento hizo que se consiguieran los fondos para la creación de una institución para que Pasteur pudiese desarrollar sus investigaciones. Se construyó un edificio en un terreno sobre la calle Dutot, y así nació el Instituto que llevó su nombre. Pasteur lo dirigió desde 1888 hasta su muerte.
Otro de sus contribuciones trascendentales fue la pasteurización, clave en la conservación de la leche, producto que se echaba a perder con facilidad. La exposición a altas temperaturas destruía los gérmenes y se envasaba a alta presión, evitando así la acción de microorganismos.
Notó que pacientes sometidos a operaciones sufrían infecciones en sus heridas. Insistió en que se debía esterilizar el material quirúrgico, y muchos lo interpretaron como un ataque a los médicos. Gracias a la ayuda del cirujano británico Joseph Lister, que trabajaba en el mismo sentido, nació la antisepsia y la asepsia.
Con la guerra franco-prusiana, librada entre 1870 y 1871, en señal de protesta, devolvió a la Universidad de Bonn el diploma de honor con el que había sido distinguido.
Hemipléjico desde 1868, padecía problemas cardiovasculares. Murió en 1895. Su última gran alegría, según sus propias palabras, fue enterarse que se construiría un hospital que funcionaría en paralelo al instituto. Fue fundado en 1910.
Por su expresa disposición, pidió ser enterrado en el instituto que lleva su nombre y no en el Panteón, donde descansan los ciudadanos ilustres franceses, como quería el gobierno.
Cuando se cumplieron cincuenta años de su muerte, una de las personas que participaron de los homenajes fue Joseph Meister, aquel pastorcito al que Pasteur salvó su vida con la vacuna de la rabia. El químico siempre se había mantenido en contacto con él y lo había empleado como ayudante de su laboratorio. Luego de su muerte, Meister fue el conserje del Instituto, donde se seguiría haciendo historia: fue el primer laboratorio en aislar, en 1983, el virus del HIV, gracias a los trabajos de Luc Montagnier y su equipo.
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