La previa a la Navidad suele ser ajetreada. Corremos como si se acabara el mundo. Los últimos regalos, los viajes familiares, los preparativos de la comida, el decorado de las mesas navideñas, los reencuentros tan esperados, los festejos…
El 21 de diciembre de 1988 no es una excepción a la regla. El vuelo internacional número 103 de Pan Am que recorre la ruta de Frankfurt, Alemania, hasta Detroit, Estados Unidos, con escalas en Londres y Nueva York, va con las valijas repletas de sueños. Pero ni los equipajes ni sus dueños, 243 pasajeros y 16 tripulantes, llegarán a destino.
Tac tac tac tac tac tac tac tac tac tac… Entre esos bultos inermes hay uno que late descontando los segundos.
Tumbas en el aire
A las 18.04 el avión de Pan Am está listo para empezar a carretear por el espigón K14 de la terminal 3 en el aeropuerto de Heathrow, en Londres, donde ha completado su primera escala. Recibe la autorización para rodar a las 18.24. Un minuto después levanta vuelo. Al mando está el piloto James B. McQuarrie (55). A las 18.58 alcanzan la altura crucero a una velocidad de unos 800 km por hora.
Treinta y ocho minutos después de despegar, cuando la aeronave cruza los cielos de Escocia, se acaban los tac tac tac tac tac… La vida de todos se detiene cuando la bomba, oculta en el compartimiento de carga, estalla sin previo aviso. El reloj marca las 19.03, ese es el momento preciso en que el enorme Boeing 747 se desintegra en el aire. La explosión separa la cabina de mando con los pilotos del resto del avión. En eternos 46 segundos, fuselaje y seres humanos, valijas y turbinas, caen enredados desde 9400 metros de altura. A los 5000 metros el cuerpo de la máquina pierde sus alas que se quiebran en la vertiginosa zambullida hacia el final. Los tanques de combustible y lo que queda de esas alas aterrizan violentamente en el barrio de Sherwood Crescent. La parte trasera del avión cae en Rosebank y el morro se clava en el barrio de Tundergarth, muy cerca de la Iglesia.
Los escombros que llueven sobre los suburbios de la ciudad escocesa de Lockerbie, asesinan a otras 11 personas más.
Cadáveres en los jardines
Lockerbie se transforma esa noche en un cementerio improvisado. Del cielo ha caído la muerte en la jornada más corta del año mientras los ingleses están prendidos a uno de los programas favoritos de la televisión, This is your life (Esta es tu vida).
Ha llovido un rato antes, por eso, cuando los habitantes del pueblo escuchan un trueno ensordecedor, creen que hay tormenta. Asombrados, se asoman a sus ventanas y, en la fría oscuridad, ven el cielo encenderse de naranja. Luego, oyen sucesivas explosiones.
La destrucción en el barrio de Sherwood Crescent ya es total. No lo saben, pero muchos de los suyos acaban de morir en ese instante. Algunos de esos cuerpos jamás serán recuperados. Las 1500 toneladas de materiales que han caído desde lo alto han dejado al pueblo como un colador en llamas.
Los lugareños circulan espantados entre vidrios, escombros y gritos. El olor inequívoco del combustible impregna el aire y observan restos en sus jardine. Hay pedazos humanos entre el pasto cuidado y las flores de invierno. Es el infierno.
Peter Giesecke (35 años en ese entonces) acaba de acostar a sus tres hijos y baja corriendo por el ruido. Sale al jardín con una linterna y alumbra el horror. Hay cuerpos, varios. Uno en especial le llama la atención. Es un ángel caído del cielo, una chica vestida de azul que parece dormida. Después sabrá que se llamaba Anne Lindsey Otenasek, que tenía solo 21 años y que era la menor de seis hermanos.
Los habitantes de Lockerbie miran alelados lo que ha quedado: hay asientos de avión con sus ocupantes colgando de los árboles. El pueblo es un pandemonio donde aúllan ambulancias, los bomberos apagan incendios y la policía deambula enloquecida etiquetando lo que queda de las víctimas.
Esta noche nadie duerme.
La Navidad más oscura
Steve Flannigan tiene 14 años y acaba de salir de su casa del número 16 de Sherwood Crescent pedaleando contra en la oscuridad contra el frío. Son las siete de la tarde y va en la bicicleta de su hermana Joanne hasta el garaje de un conocido para intentar repararla. En eso está cuando siente temblar la tierra.
Los sismógrafos de Escocia detectan un terremoto de grado 1.3 de la escala Richter. Pero no es la tierra lo que ruge, es el impacto del avión despedazado que se incrusta en la casa de los Flannigan, generando un cráter de 50 metros de diámetro y un hongo de fuego que se eleva en el aire y lo calcina todo. Cuando el adolescente pretende volver hasta su casa, simplemente, no puede encontrarla. Lo que ve es terreno arrasado. De su familia, no hay rastros. Ha pasado a ser “el huérfano de Lockerbie” (así lo llamarán por el resto de su vida), solo le queda un familiar directo: su hermano mayor, David.
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Una de las mujeres de Lockerbie llega a su casa esa noche y la recorre para ver los daños. En el jardín encuentra un bolso. Un tonto bolso, piensa desconcertada. Lo abre. Adentro hay tarjetas de celebración de un cumpleaños el pasado 28 de octubre. Pertenecen a una tal Nicole Boulanger, quien ha cumplido 21. Esa misma mujer al prender su televisor a la mañana siguiente, en el noticiero, ve a otra mujer tan desconcertada como ella. Es la madre de Nicole que espera a su hija en el aeropuerto Kennedy, en Nueva York. Se entera así que la joven tenía 21 años, era bailarina, estudiante de teatro y amante de la música. Se le caen las lágrimas. Desde entonces, planta flores en su jardín para no olvidarla.
Con la luz del amanecer las vecinas se disponen a colaborar y arman una lavandería ambulante para clasificar la ropa recuperada y ayudar al reconocimiento de pertenencias de las víctimas.
El cura local palpa la angustia de la gente y, como las fiestas se acercan irremediablemente, decide dejar las luces de Navidad encendidas. Durante la Nochebuena habla para todos con la voz quebrada.
Es la Navidad más oscura.
Catástrofe en el radar
Cuando el avión desaparece un segundo de los radares, los controladores en tierra se comunican con los pilotos de un vuelo KLM que ese 21 de diciembre surca el aire cerca del de Pan Am 103. Le piden que intenten, por favor, comunicarse con ellos. Tampoco lo consiguen. Segundos después, el controlador Alan Topp, ve algo que lo desconcierta totalmente: el avión de Pan Am no es un punto en la pantalla, en realidad, son muchos puntos… dos, tres, cuatro, cinco, seis y, finalmente, se transforma en una estela de luces.
Es, sin duda, una catástrofe aérea.
Al comienzo de la investigación, los expertos no saben qué puede haber provocado la caída. ¿La explosión ha sido producto de una falla mecánica o de un atentado?
Peritos en desastres aéreos, británicos y norteamericanos, comienzan la investigación. Se rescatan 60 cadáveres en Lockerbie. Saben que no hubo pedidos de socorro desde la cabina de mando, es un dato llamativo. Encuentran fragmentos de una placa de circuitos, un cronómetro, restos de revestimiento plástico en la bodega y astillas metálicas incrustadas en algunos cuerpos recuperados.
Concluyen que fue una bomba lo que derribó la nave.
El artefacto explosivo había sido embarcado dentro de un grabador a cassette dispuesto en una valija. Establecen una línea de sucesos: primero hubo una explosión que abrió un boquete de 50 centímetros en el fuselaje, justo debajo de la puerta de embarque del lado izquierdo; luego, el avión se despresurizó y se fue desintegrando en partes. Los vientos huracanados de la zona terminaron esparciendo los restos.
El 13 de noviembre de 1991, después de casi tres años de investigaciones de Scotland Yard, el FBI y la CIA y luego de haber tomado declaración a más 15 mil testigos, acusaron de asesinato a dos agentes de inteligencia de Libia: al jefe de seguridad de las Aerolíneas Árabes Libias, Abdelbaset al-Megrahi, y al director de la misma aerolínea en el aeropuerto de Malta, Al Amin Khalifa Fhimah. Pero debido a las malas relaciones entre el Reino Unido y Trípoli, las autoridades libias se negaron a entregar a los sospechosos. En 1992 la ONU dispuso sanciones a ese país por su actitud. Estas medidas sumadas a las negociaciones con el dictador libio Muamar el Gadafi lograron, por fin, que el 5 de abril de 1999 los acusados fueran entregados a la policía escocesa en un país neutral: Países Bajos.
Casualidades de último momento
El país con más muertos entre los pasajeros fue Estados Unidos con 190 norteamericanos (entre ellos 35 estudiantes de distintas universidades). Le siguieron los británicos, con 43. También viajaban en el avión 3 argentinos. La psicóloga rosarina Fabiana Benvenuto (28) quien lo hacía junto a su marido, el economista que trabajaba en Londres, Hernán Caffarone (28). Se habían casado un año antes y volvían a la Argentina para pasar las fiestas y luego veranear en Punta del Este. Tenían los asientos 7B y 7A. El tercer argentino era Tomás van Tienhoven (45 años). Estaba sentado en el asiento 2B.
En esta historia hubo también quienes salvaron su vida por un pelo porque cambiaron su vuelo 24 horas antes o, simplemente, perdieron el avión. Entre ellos estuvieron el cantante de la banda británica de los Sex Pistols, Johnny Rotten, el tenista sueco Mats Wilander y la actriz británica Kim Cattrall. Entre esas casualidades hubo una increíble protagonizada por un pasajero llamado Jaswant Basuta, ciudadano norteamericano de ascendencia india. Habría perdido el avión por quedarse bebiendo en el bar de la sala de embarque. Estaba furioso discutiendo con los empleados de la línea aérea en el mostrador, exigiendo reparación económica y la devolución de su equipaje, cuando el vuelo 103 desapareció de todos los radares. No había subido al vuelo mortal, una bendición, pero eso también lo convertía en el principal sospechoso. Se lo informaron y a las 19.40 fue arrestado. Luego se supo que ese pasajero no había tenido nada que ver con el hecho.
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Teorías conspirativas
Un par de pruebas presentadas durante la investigación del atentado abrieron la puerta a las teorías conspirativas. Una de ellas fue la llamada “Advertencia Helsinki”. El 7 de diciembre de 1988 la Administración Federal de Aviación de los Estados Unidos había emitido un documento que sostenía que, el 5 de diciembre de 1988, un hombre con acento árabe había contactado a la embajada norteamericana en Finlandia para revelar que, en los próximos días, un avión de los que hacían la ruta de Frankfurt hacia Estados Unidos sería objetivo de un atentado de la organización del terrorista Abu Nidal.
El Departamento de Estado se tomó en serio la amenaza y avisó a sus embajadas. La alerta llegó también a las líneas aéreas, incluida Pan Am que les exigió a sus pasajeros un pago extra de 5 dólares para aumentar la seguridad a bordo. Poco se hizo. Pero trascendió que, por motivos desconocidos, muchas personas importantes cancelaron sus reservas en el vuelo 103 de Pan Am y compraron tickets en otras aerolíneas. Si la “Advertencia Helsinki” hablaba en general sin especificar compañías, ¿por qué esas personas habían cambiado de línea aérea? ¿Decía algo más la advertencia que no fue comunicado al resto de los pasajeros que embarcaron? ¿Por qué Pan Am ofreció los asientos vacíos de ese vuelo a un precio mucho menor? Entre las personas que hicieron ese cambio había gente que, sin dudas, tenía acceso a información privilegiada. Ellos eran: Oliver Revell, director del FBI y a cargo de investigaciones criminales (incluidas las de terrorismo); Steven Greene, directivo de la oficina de inteligencia de la DEA y John McCarthy, diplomático en el Líbano. Los tres se habían salvado de estallar. Pasto perfecto para las peores elucubraciones conspirativas.
La investigación oficial sostuvo, sin embargo, que este no había sido el caso, que la amenaza había sido una broma y que nadie tenía información privilegiada sobre qué línea exactamente podría ser atacada. Muchos hicieron muecas de descreimiento ante estas afirmaciones.
Otra de las teorías puntualizó que en ese vuelo viajaban cuatro agentes de la inteligencia norteamericana y que eso lo habría convertido en un perfecto objetivo terrorista. Se refieren al mayor Chuck McKee, funcionario de la Agencia de Inteligencia en Beirut; Matthew Gannon, jefe de la oficina de la CIA de Beirut; Ronald Lariviere, oficial de seguridad también de esa ciudad, y Daniel O’Connor, oficial de seguridad de la embajada estadounidense en Chipre. Los cuatro murieron en el aire.
Hubo mucho más. Se dijo que un grupo de agentes de la CIA llegó a Lockerbie antes que el resto de los investigadores oficiales del caso y que se llevaron de la escena un maletín con información clave. De esto nadie supo mucho más.
Además, trascendió que entre los restos caídos del avión habían encontrado: medio millón de dólares, una camiseta con el símbolo de Hezbollah (esto abría el juego para una pista en Siria que no se investigó, según dicen los rumores, por intereses políticos) y grandes cantidades de droga desparramadas en un campo de golf.
Más allá de las hipótesis, lo cierto es que Pan Am, como compañía, no pudo sobrevivir al terrible golpe del atentado. Sus protocolos de seguridad fueron duramente cuestionados, tuvo que desembolsar millones de dólares en indemnizaciones y su nombre perdió el prestigio que gozaba.
El 8 de enero de 1991 se declaró en bancarrota.
La tragedia persiguió a las familias de las víctimas por años. Si bien los hermanos Flannigan, cuyos padres y hermana murieron en su casa de Sherwood Crescent, obtuvieron una indemnización de 3,6 millones de dólares en 1993, no pudieron nunca retomar con normalidad sus vidas. David, el mayor, se suicidó en Tailandia ese mismo año en que cobró el dinero. Steven siguió sus pasos en el año 2000: se acostó sobre las vías del tren en Wiltshire y esperó a ser atropellado. Tenía un bebé al que dejó sin padre. La maldición de Lockerbie seguía flotando y él no pudo escapar.
Liberación por compasión
El 31 de enero de 2001, Al-Megrahi fue condenado por asesinato por un tribunal conformado con tres jueces escoceses y sentenciado a 27 años de cárcel. Fhimah resultó absuelto.
Al-Megrahi apeló, pero su apelación fue rechazada el 14 de marzo de 2002. Pretendió, sin suerte, recurrir al Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Siguió sosteniendo su inocencia y peleando legalmente mientras cumplía condena en la cárcel de Greenock, cerca de Glasgow.
En octubre de 2002, el Gobierno de Libia ofreció una compensación de unos diez millones de dólares por cada víctima, y el 15 de agosto de 2003 aceptó formalmente la responsabilidad por el atentado. Pero en realidad mucho de ese dinero provino de la extorsión del régimen libio a empresas norteamericanas que hacían negocios en el norte de África y no querían perderlos. El 12 de septiembre de 2003, las Naciones Unidas levantaron las sanciones contra Libia después de 15 años.
El 20 de agosto de 2009 Al-Megrahi fue liberado por razones humanitarias: tenía un cáncer terminal de próstata y no le quedaban, dijeron, más de tres meses de vida. Fue enviado a su casa en Libia. En el aeropuerto fue recibido como un héroe. Vivió mucho más que tres meses, fueron 36.
Cuando supo de la noticia de la libertad a Al-Megrahi, Luis Caffarone (84), padre de Hernán una de las víctimas argentinas, dijo indignado: “Es algo inconcebible (…) Una vergüenza después de haber hecho un atentado de esa naturaleza. Me parece una falta de respeto”.
El 23 de febrero de 2011, durante las protestas contra el régimen libio, el exministro de Justicia Mustafa Abdel Jalil reveló que Muamar el Gadafi había sido quien había ordenado el atentado terrorista de Lockerbie. Gadafi murió el 20 de octubre de ese mismo año asesinado en manos de sus opositores en medio de violentas y masivas protestas.
La violencia es siempre un peligroso boomerang.
En 2012 murió Al-Megrahi.
Hoy es siempre: 2022
Si bien desde el comienzo de la investigación se apuntó a un tercer cómplice de apellido Masud, los agentes no habían podido localizarlo ni identificarlo. Fue en un documental de 2015, producido por un hermano de una de las víctimas, donde se lo señaló directamente como el principal responsable de haber construido la bomba. El nombre completo del experto fabricante es Abu Agila Mohammad Masud Kheir Al-Marimi. Los investigadores pusieron la lupa sobre él y se enteraron de que este sujeto había sido detenido en Libia luego de la caída del régimen de Gadafi por otros delitos. Había sido acusado por un ataque con bomba en una discoteca en Berlín Occidental, en 1986, y encarcelado en Libia por su papel en el levantamiento que derrocó a Gadafi en 2011. En una entrevista en 2012, Masud había reconocido a las autoridades libias su participación en el atentado de Pan Am. El FBI quería esa jugosa entrevista a la que, finalmente, accedieron en 2017.
En el 2020, coincidiendo con un nuevo aniversario del fatal atentado, el fiscal general de los Estados Unidos, William Barr, anunció a la prensa nuevas acusaciones de terrorismo contra este sospechoso de haber destruido el avión y pidió ayuda a Interpol para detenerlo. El jefe de policía de Escocia, Iain Livingstone, aseveró que los cargos eran un avance significativo y que seguirían trabajando en el tema. William Barr apuntó que Masud era quien había construido esa bomba junto a dos cómplices y que en la entrevista quedaba claro que había sido felicitado personalmente por Gadafi por “el exitoso ataque contra Estados Unidos”. La fiscalía afirma que sucedió así: en diciembre de 1988 Masud se reunió con un agente de inteligencia de Libia antes de viajar de Trípoli a Malta. Seis días más tarde, con sus cómplices, construyeron la bomba. Ésta fue enviada a Frankfurt en una valija. Finalmente, terminó en el aeropuerto de Heathrow, en Londres, donde fue colocada en el vuelo 103 de Pan Am. Ese mismo día Masud regresó a Trípoli lo más tranquilo.
Pero no todo quedaría así. Porque, además de acusarlo, pidieron también su extradición.
El último 11 de diciembre, pocos días antes de cumplirse los 34 años del estallido que paralizó al mundo, el Departamento de Justicia de los Estados Unidos informó que Masud había sido puesto bajo custodia.
La familia de Masud no se quedó callada: asegura que no fue un proceso de extradición sino que fue secuestrado de su casa de Trípoli y acusó a las autoridades libias de complicidad. El congreso libio fue llamado de urgencia para reunirse y analizar lo que pasó realmente. Dijeron que abrir el expediente de Lockerbie y llevarse a Masud constituye un acto de traición que debe ser investigado.
Por su parte, el director del FBI, Christopher Wray, comentó: “Han pasado casi 34 años desde la tragedia del vuelo de Pan Am, el FBI y nuestros colaboradores no hemos olvidado a los norteamericanos asesinados y no descansaremos nunca hasta que todos los responsables estén a disposición de la justicia. (...) Nuestro alcance y nuestra memoria son largas, como lo demuestra esta investigación. (...) Mis pensamientos están enfocados en las personas perdidas y en sus seres queridos mientras el trabajo por conseguir justicia prosigue”.
La historia de Lockerbie todavía no tiene impresa la palabra fin y los cabos sueltos generan mucha angustia entre las familias de las víctimas. Veremos qué ocurre en el nuevo juicio. Masud será el primero de los acusados en enfrentarse a un tribunal norteamericano.
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