Lo escribió el viernes en su blog después de recibir la noticia por parte de sus médicos: “Es el mejor regalo de cumpleaños de toda mi vida”. Jane Fonda había anunciado en septiembre último que estaba sometiéndose a quimioterapia tras haber sido diagnosticada con una forma tratable de Linfoma No Hodgkins. Ahora la dos veces ganadora del Oscar festeja sus fabulosos 85 con la alegría de que el cáncer entró en remisión.
“La semana pasada mi oncólogo me dijo que puedo discontinuar la quimio. Me siento tan bendecida, tan afortunada –compartió la icónica actriz también en su cuenta de Instagram–. Les agradezco a todos los que rezaron por mí y me mandaron buenos pensamientos. Estoy segura de que cumplieron un rol en esta buena noticia”.
“Estoy especialmente contenta porque mientras las primeras cuatro sesiones fueron relativamente fáciles para mí, sólo con algunos días de cansancio, la última fue dura y llevó dos semanas, por lo que se me dificultó cumplir casi con todo”, escribió para demostrar que el fuego de su activismo sigue tan fuerte como de costumbre aún en la adversidad. “Los efectos se fueron justo a tiempo para que llegara a D.C. para la primera marcha presencial del Fire Drill Friday”, dijo sobre la misma movilización contra el cambio climático que encabeza vestida de rojo desde 2019 y por la que fue detenida en varias oportunidades acusada de desobediencia civil.
En su autobiografía, My life so far (2005) Fonda dividió su vida en tres actos, cada uno de treinta años. Tenía entonces 68, por lo que aún quedaban por vivir más de dos tercios de la tercera etapa, pero ya sabía que sería la más trascendente: “Este es el tiempo que determinará las cosas por las que seré recordada”. Seguramente tenga eso en mente cada vez que vuelve a vestirse de rojo por una causa en la que se involucró en honor a sus hijos y a sus nietos.
Y es que en su recorrido se cruzan la actriz exquisita de Descalzos en el Parque (1968) y Regreso sin Gloria (1978) –la que sigue conquistando nuevos públicos gracias a la serie de Netflix Grace and Frankie, junto a su amiga Lily Tomlin, cuya séptima y última temporada se emitió este año–, y la mujer que militó toda su vida contra injusticias como la Guerra de Vietnam, la de Irak, la brecha salarial, los derechos civiles y sociales de las mujeres, las minorías y las diversidades.
Ella dice que simplemente supo que era distinta desde que era una niña, y se decidió a aprovechar su privilegio de cuna, y de oficio, casi desde el principio. “Uso mi celebridad para difundir el mensaje. Que me arresten es parte de eso”, dijo en 2019, de la misma manera que en los ochentas donaba los millones que recaudaba por sus videos de fitness al activismo por los derechos de las mujeres, por los derechos laborales y en contra de la energía nuclear.
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En actos, como elige contar su historia ella, el primero comienza a días de la Navidad de 1937, un 21 de diciembre en un hogar acomodado de Nueva York. Su madre era la socialité canadiense Frances Ford Seymour; su padre, el prócer de Hollywood Henry Fonda. “Crecí a la sombra de un monumento nacional”, dice la actriz en el documental Jane Fonda in Five Acts (2018) sobre el patriarca de esa familia de actores que fue la cara de los valores americanos, pero estuvo demasiado ocupado como para transmitírselos a ella y a su hermano Peter.
Jane tenía 12 años cuando su madre se suicidó mientras estaba internada en una clínica psiquiátrica. Henry le dijo a sus hijos que su mujer había sufrido un infarto y se casó de nuevo con otra mujer veinte años menor. De esa época de su vida, Jane recuerda esforzarse por mostrarle a su padre que podía hacer las mismas cosas que los varones: montar a caballo, usar pantalones, correr por el rancho y cuidar la huerta.
También la búsqueda desesperada por lograr que alguien la notara, que derivó en un severo trastorno de alimentación. Henry Fonda, “un discapacitado emocional” –tal como lo describe su hija–, fue incapaz de verlo y, como muchísimas mujeres, la actriz comenzó su lucha contra la bulimia y la anorexia con la muerte de su madre, en la pubertad, y cargó con ese padecimiento por más de veinte años.
En silencio, claro, porque eso no impidió que su carrera floreciera. Desde Tall Story (1960), su debut cinematográfico, las cámaras amaron a esa chica formada en el Actor’s Studio con Marlon Brando y Paul Newman, y de la misma manera que su padre era el perfecto perfil del héroe nacional, Jane –en muchas ocasiones de la mano de Robert Redford, de quien alguna vez confesó que fue su verdadero gran amor– se convirtió pronto en la siempre buscada “novia americana”.
El segundo gran acto de su vida fue con Cat Ballou (1965), en realidad su gran salto, el papel con el que probó que realmente era una actriz capaz de “robarse” una película. Y empezó a forjar –con o sin intención– una línea en el camino de una pionera que no tardaría en definirse como feminista. Un Western protagonizado por una mujer, un Western para contar la historia de una mujer: la chiquita de trenzas que montaba a caballo en el rancho para que su padre la notara (“Quiere ser como yo”, decía él), ahora había logrado un éxito de taquilla con las mismas armas. En el fondo, ella siempre había sido una cowboy, la protagonista de su propia película de aventuras.
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También en 1965, ya como la actriz del momento, conoció en París al director Roger Vadim, con quien tuvo a su hija Vanessa (53). Su primera reacción al conocer a ese francés agresivo, pero con un sex appeal demoledor, fue prometerse que no filmaría con él. “Terminamos en la cama”, cuenta. Dice también que fue él quien, en 1968, la convirtió en un símbolo sexual en todo el mundo con Barbarella: “Así era como él veía a las mujeres”.
En sus memorias, Fonda agrega: “Podría escribir una versión de mi matrimonio con Vadim en la que él fuera un tipo cruel, misógino e irresponsable. También podría describirlo como el hombre más encantador, bucólico, poético y tierno del mundo. Y las dos versiones serían ciertas”.
Es cierto también que la imágen de bomba sexual de Barbarella y la de la Jane de los videos de fitness –donde la actriz exorcizaba décadas de problemas con su cuerpo– que financiaron el activismo de su segundo marido, Tom Hayden –se casaron en 1973, cuando ella se divorció de Vadim–, fueron un velo que no dejó ver a muchas feministas la tarea enorme que estaba desarrollando, mientras la mirada tradicional la juzgaba, por ejemplo, por haber osado dejar a Vadim y a su hija para viajar sola en una suerte de “retiro espiritual” a la India.
Su Bree, la prostituta de Klute (1971) le valió el Oscar a la Mejor Actriz porque era capaz de ver más allá: “Se dedica a eso porque le permite vivir en la comodidad de la insensibilidad y en la ilusión de que domina a sus clientes”, dijo entonces Fonda con la lucidez que ha atravesado a todos sus personajes. Toda la vida Jane reclamó para sí –y con eso, para el resto de las mujeres– derechos y oportunidades que se suponía que no podía tener por ser mujer, por ser rica, por ser joven o, más tarde, por ser vieja para los parámetros de Hollywood. De hecho, el propio Hayden –padre de su hijo Troy (48)– se terminó cansando de los videos de fitness pese a los millones que recaudaban para su causa, porque no le parecían lo suficientemente progresistas. En algún lugar, la libertad de Fonda, hasta hace muy poco molestaba. A todos, incluso a los que la aplaudían.
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Quizá presa de ese desencanto, ella, que cuando vio por primera vez a Hayden se preguntó cómo había podido llegar a los 32 años siendo tan ignorante y se convirtió por él en una “activista de izquierda”, se enamoró del multimillonario conservador Ted Turner –fundador de CNN y TNT– “en la segunda cita”. Puede que también hubieran influido otras cosas. Cuando conoció al magnate de los medios por el que llegó a ser una visitante frecuente de la Patagonia –Turner es dueño de estancias en Río Negro, Neuquén y Tierra del Fuego–, Jane estaba en paz con su padre. En 1981, con casi 50 años, produjo On Golden Pond, que protagonizó junto al mítico Henry. No había intenciones ocultas ni una trama difícil de leer: la película es sobre la relación problemática entre una hija y su padre. Por guión, su padre estaba forzado a decirle “te quiero” por primera vez. Y fue tan convincente que ganó un Oscar. Murió poco después.
Jane Fonda vivió engañada buena parte de su infancia sobre el suicidio de su madre. Leería la verdad en una revista. “No lloré. Nunca lloré”, dice en el documental de 2018, que la muestra yendo a visitar el cementerio donde está enterrada. Dice que después de años logró comprender su decisión.
El tercer acto de su vida es el del abrazo definitivo con el activismo. En 1988, participó en la franja televisiva del plebiscito por el “No” en Chile, la opción opositora a la continuidad de la dictadura de Pinochet. En sus memorias, escritas hace ya veinte años y antes de que el movimiento de mujeres fuera masivo en todo el mundo, Fonda ya se define como una persona “liberal y feminista”. Y dice que si hay un secreto en su vida es pasar de las fiestas. La aburren porque sirven vino y champagne, dice, y, como su personaje de la serie Grace & Frankie, ella sólo toma vodka.
Lily Tomlin, la coprotagonista del fenómeno de Netflix sobre las dos amigas que comparten convivencia en su madurez cuando sus maridos de toda la vida les confiesan su relación homosexual –y con quien en los ochenta compartió cartel junto a Dolly Parton en 9 to 5 para denunciar la brecha salarial–, es su íntima amiga en la vida real.
Fonda asegura que Grace and Frankie la hizo feliz porque le permitió hablar de los temas que realmente le importan, “como la homosexualidad, la política o la vida sexual de las mujeres maduras”. Divorciada de Turner hace dos décadas, en el final del documental sobre su vida, la eterna diosa declara con la misma autoridad de su Grace: “No necesito un hombre que me haga sentir bien”.
La verdad es que hoy su vida se parece bastante a la de esas dos amigas; dos mujeres solas contra el mundo y convertidas en una pareja poderosa y brillante después de pasar los 80 años, las Thelma y Louise de la tercera edad, con un final mucho más divertido y luminoso.
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