La idea inicial del Proceso estaba centrada en transmitir una buena imagen al exterior. Hacia ese objetivo se dirigían las insistentes campañas públicas y las alocuciones de los periodistas afines. A pesar del entusiasmo del público y de varios medios de comunicación, no había demasiadas esperanzas en el éxito deportivo. Y por esa razón reiteraban ”Argentina ya ganó”, en los titulares de la prensa y las declaraciones de los comandantes desde el mismo instante en que finalizó la ceremonia inaugural. Los antecedentes en los mundiales anteriores tampoco alimentaban la ilusión. Cuando el campeonato fue avanzando, los triunfos llegaron y las manifestaciones eran cada vez más populosas, los militares ampliaron su ambición y vieron como posible y deseable que Argentina fuera campeón del mundo.
El Mundial era un innegable anhelo popular que concretaron los militares. Afirmación incómoda pero cierta. Lo que los motivó no fue cumplir un deseo postergado a la población. Los comandantes y el resto de los funcionarios de primera línea respondían que organizar el Mundial era “una decisión política”.
El aspecto más novedoso del Mundial 78, desde el punto de vista sociológico, fueron los masivos festejos callejeros luego de cada presentación argentina. En cada ciudad y en cada pueblo del país -no fue sólo un fenómeno porteño, ni de las grandes ciudades-, la gente salió de sus casas con banderas, gorros y cacerolas a celebrar. Fueron movilizaciones espontáneas y de una masividad nunca vista. Con los años se ha intentado interpretar qué significaron esas manifestaciones. Existe un contraste entre esos festejos y un país gris, encerrado, cautivo. Un país que se había acostumbrado a vivir de puertas para adentro.
Se han forzado, con el correr de los años, las interpretaciones. ¿Cuáles fueron los motivos por los cuales los festejos fueron tan efusivos y multitudinarios? Algunos lo atribuyen a una campaña estatal, parte de la acción del gobierno para usufructuar el torneo. Sin embargo, los militares no habían calculado este efecto. De haberlo hecho, muy probablemente, habrían intentado impedir tales manifestaciones. Las campañas oficiales previas trataban de apaciguar la euforia, estaban centradas en el buen comportamiento del público, destinadas a atenuar conductas. Y no a exacerbar al público ni elevar la temperatura ambiente. El fútbol, se sabe, puede provocar en un segundo desbordes inmanejables ante el avatar de un penal mal cobrado o un tiro en el palo. Esas grandes muchedumbres eran un fenómeno “peronista”, algo a lo que los militares no querían quedar asociados (de hecho, deseaban erradicarlo) y que veían con muy malos ojos. Tanto es así que varios de los voceros del régimen, en sus análisis posteriores de los festejos mundialistas, remarcaron que esas multitudes “no respondían a banderías políticos, no excluían a nadie y eran muy diferentes a las del pasado”. Por otra parte, las grandes aglomeraciones de gente podían provocar consecuencias impensadas e indeseadas: desmanes, violencia, manifestaciones políticas contrarias al gobierno. Esos festejos callejeros eran una caja de Pandora, que no se sabía qué podía contener.
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Luego de los primeros partidos y de las escenas festivas en cada uno de los pueblos y las ciudades del país, nadie en la Junta Militar recordó el vigente estado de sitio.
El escritor Eduardo Sacheri dijo: “El entusiasmo popular con el Mundial 78 era descomunal. Descomunal. Fue el primer entusiasmo de ese tipo que vi. Y esa explicación de “la gente salía a festejar el Mundial porque no podía festejar otra cosa”, no me la creo. Creo que salía a festejar el Mundial porque tenía ganas de festejar el Mundial. Y la gente pensaba en el fútbol. Se puede discutir si hizo bien o mal Es otra discusión. Pero hay una mistificación muy grande con el Mundial 78. Una auto justificación de la sociedad. Yo no salí a festejar porque no tenía con quién. Mis amigos de la escuela salieron todos. Lo de los bocinazos, las banderas, ese festejo multitudinario, todos abrazados nació en el 78″. Kees Jansma, un periodista deportivo holandés que vino a cubrir el Mundial, muchos años después afirmó en la misma sintonía: “Puede ser que la gente haya sido manipulada. Pero esa gente estaba feliz. Se lo puedo asegurar. Fue una gran fiesta”.
En un chiste que publicó en Clarín durante la primera semana del campeonato, Roberto Fontanarrosa trataba la cuestión. Un hombre en camiseta sentado en una silla de mimbre con un mate en la mano y una guitarra criolla al lado. Fotos de Gardel en las paredes y discos por el piso, decía: “Con este fato del Mundial de fulvo quedé entre confundido y desalmado. A la final resulta que somos un pueblo alegre”.
La gente que salió a la calle no era la misma (o al menos no era sólo esa) que iba a la cancha todos los domingos. En las veredas celebraban hombres, mujeres, niños.
Muchos salieron a la calle por primera vez en largo tiempo. Era una situación inédita -o al menos olvidada- la posibilidad de juntarse con amigos, vecinos y desconocidos. Más allá de la alegría genuina, cuando en una sociedad se instala un clima de fiesta, esa sensación se contagia. Y produce un doble efecto: se transmite esa alegría y además, nadie quiere perderse la fiesta.
Con el tercer partido llegó la derrota. Y fue traumática. Por un lado se perdía el primer lugar del grupo y la comodidad de la cancha de River, la sede en Buenos Aires. Por el otro, la sensación de vulnerabilidad se cernía sobre el equipo -y sobre sus hinchas: otra vez nos superaba una potencia futbolística-. A pesar de eso, un hecho inédito acaeció en las calles del país. La gente salió con sus banderas. Hubo festejo. Es cierto que más apagado, asordinado y menos populoso, pero con muchísima gente en las calles. Se habían acostumbrado a festejar, a salir a la calle a bailar y cantar. Era contagioso. Y no iban a permitir que una derrota, que la realidad, alterase sus planes mientras hubiera esperanzas.
Un recuerdo personal de esa noche. Tenía 6 años y había ido al Luna Park con mi abuelo y mi hermano a ver el partido “en pantalla gigante y a colores”. Salimos apesadumbrados por la derrota. La salida fue más fácil que en los dos partidos anteriores. Había menos gente por las calles. Pero para sorpresa de todos no estaban desiertas ni quietas. Había mucha gente festejando. Y eso que habíamos perdido. Recuerdo que al llegar a casa nos encontramos con mi papá (fue el único partido del Mundial que no vimos con él porque fue a la cancha). Estaba indignado porque pese a la derrota -y el tener que ir a jugar a Rosario- la gente festejaba por las calles. Desde la cancha de River hasta casa se había cruzado con miles de personas celebrando en las calles.
El Mundial inauguró una costumbre que aún perdura. La de celebrar los triunfos deportivos en el Obelisco. El sitio que hoy parece obligado ante cada consagración, comenzó a ser sede de la alegría en el 78. Los grandes títulos obtenidos por los clubes argentinos, tanto locales como internacionales, se festejaban en el barrio al que pertenecía el equipo. San Lorenzo lo hacía en San Juan y Boedo, Racing e Independiente en Avellaneda (en sus estadios o en las sedes sobre la avenida Mitre). El River del 75, el que quebró la sequía de 18 años, tuvo su fiesta en Nuñez -lo mismo ocurrió con su título del 77. El Boca multicampeón de Lorenzo también lo hizo en su barrio. Se puede aventurar un motivo para explicar por qué en junio del 78 el Obelisco, más allá de su valor simbólico como referencia porteña, fue el epicentro. Las emisiones de Gran TV Color, el emprendimiento que pasaba los partidos en colores y pantalla gigante, fueron un descomunal éxito. Las salas agotaron sus funciones cada vez que jugó Argentina. En el Luna Park había más de 15 mil personas, en el Gran Rex 3.500, en el Broadway 2.500 y 3.000 más en otras dos salas de la calle Lavalle. Esas más de veinte mil personas salían eufóricas de presenciar el triunfo argentino y confluían naturalmente al Obelisco (equidistante de todas esas salas) para continuar con el aliento y los festejos. Rápidamente se conoció que luego de los partidos una muchedumbre se congregaba en el Obelisco. Los principales diarios tenían sus redacciones bastante cerca de la zona (La Nación, La Prensa, Clarín, Crónica) y era ideal para, cerca del cierre, obtener buenas fotografías (hasta aéreas desde alguna terraza) de las masas en la calle. Mucho más sencillo que enviar, con el tráfico colapsado, un fotógrafo a algún barrio. La gente que salía de los cines y del Luna Park y ese efecto contagio que provocaron los diarios, señalando el Obelisco como centro neurálgico de las celebraciones, convirtieron al Obelisco en el “festejódromo” oficial del fútbol argentino hasta la fecha.
Luego de cada partido de Argentina, la gente se congregaba en las calles. Cada vez más salían a cantar y a bailar. El único día que disminuyó la euforia fue tras el encuentro con Brasil. La victoria hubiera puesto al equipo al borde de disputar la final. El empate en juego deslucido abría las incógnitas y la preocupación. Ese día sobrevolaba la sensación de oportunidad perdida. A pesar de ello, muchos estuvieron en las calles de todo el país.
Cada noche, después de un triunfo argentino, los festejos se parecían a sí mismos. Sólo que partido a partido se amplificaban exponencialmente. Un carnaval futbolístico y con bajas temperaturas. En Buenos Aires, las grandes avenidas se volvían intransitables. La 9 de julio se detenía por varias horas en toda su extensión, de Retiro a Constitución. Llegar al Centro de las ciudades eran uno de los objetivos, así que con banderas en las manos, la gente salía de sus casas y se subía a los capots de los autos, a la caja de los camiones, al estribo de los colectivos (y, gracias al tránsito a paso de hombre, hasta se paraban sobre los paragolpes delanteros, siempre sin dejar de saltar y de cantar). La noche de la final una multitud embanderada se detuvo camino al Obelisco y ocupó las escalinatas del Congreso. A nadie le resultó evidente la paradoja.
Apenas terminó la final, las calles se convirtieron en una fiesta. Sumadas las demostraciones en cada localidad del país, las de ese 25 de junio fueron las manifestaciones más populosas de la historia argentina. Millones de personas celebrando. Algunos medios calcularon que más del 65% de la población participó de los festejos callejeros; entre 16 y 17 millones de personas. En cada ciudad y en cada pueblo de la Argentina la gente salió a las calles en esa proporción. En el sur del país, las plazas se poblaron pese a los más de 10 grados bajo cero de ese junio helado.
El Proceso hasta junio del 78 era un régimen totalitario, represivo, que había llevado adelante una matanza clandestina y que gobernaba a masas silenciosas. El Mundial produjo un quiebre. Un elemento más se agregó y ya no salió del menú de la dictadura hasta después de la derrota bélica. Se podría afirmar que se trató del primer hecho fascista del Proceso: masas enfervorizadas en las calles y propaganda política. Esto podría ponerse en tela de juicio al sostener, con fundamento, que esas manifestaciones no expresaban una explícita adhesión al gobierno, sino que eran meras demostraciones festivas futbolísticas. Los elementos que terminan de configurar el hecho fascista son varios pero resaltan principalmente tres: el intento de aprovechamiento de la aparición de las masas movilizadas por el fútbol, el unanimismo y el nacionalismo rampante.
Por un lado, el ambiente de agobio y encierro que se vivía antes de junio del 78 contrasta con las celebraciones multitudinarias con un clima fraternal. Son varios los que sostienen que se trató de una brisa de aire fresco y libertad entre tanto agobio. Por el otro, el consenso absoluto, el unanimismo, la necesidad del pensamiento único, en el que los pocos que se animaban a expresar sus disidencias, las escasas personas que no compartían el entusiasmo, eran denostadas y convertidas en parias.
Es sencillo comprender por qué el Mundial, el que muchos sindican como el mejor momento de la dictadura, fue el peor para los que estaban sufriendo. Fue el momento en el que las esperanzas flaquearon. El tiempo pasaba, las ilusiones por encontrar vivos a los seres queridos se disipaban lenta y dolorosamente, la falta de noticias -el silencio oficial- laceraba, las masas salían a la calle, el gobierno recibía apoyos explícitos y tácitos y se envalentonaba. Las pocas que se animaban a expresar su dolor e indignación y a reclamar por la aparición de los desaparecidos, eran repudiadas por los ciudadanos y tildadas como “locas”.
El Mundial fue un estado de excepción. Los de junio del 78 no fueron los días habituales de la dictadura. Se siguió viviendo bajo las mismas reglas generales (estado de sitio, restricciones a las libertades, censura, temor, similar ritmo de desapariciones que los meses previos), pero esos 25 días no se parecieron en nada a los casi tres mil restantes.
Se hace imposible explicar el Mundial sin la dictadura, pero, también está claro, que es imposible explicarlo sólo desde la dictadura.
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