Unos días antes Johanna se había hecho una sesión de fotos. Faltaba poco para el nacimiento de Ciro, su primer hijo, y en las fotos se ve cómo lo esperaba. Johanna no mira a cámara sino a su panza, la rodea con sus manos, lo acaricia. “Unos días antes” es, básicamente, unos días antes del momento preciso en que su vida, tal y como era, se rompió.
Estaba todo tan bien que nadie fue capaz de imaginar la tragedia que sucedió después, cuando en el monitoreo fetal no lograron escuchar los latidos. Mucho menos que a la llamada “muerte perinatal” -la muerte de un hijo deseado en un embarazo avanzado- se le iba a sumar “la tortura” por la que la hicieron pasar en el sanatorio.
Ese día
Johanna Piferrer tenía 32 años cuando la ecografía de urgencia confirmó que el corazón de su hijo había dejado de latir. Era octubre de 2014, estaba de 33 semanas de gestación y se suponía que faltaba un mes y medio para el nacimiento de Ciro.
Johanna no había tenido ninguna complicación en el embarazo por lo que el shock fue descomunal. A su lado, el papá del bebé escuchó “no hay latidos” y se desplomó.
“No sé cuánto tiempo nos quedamos abrazados en el piso. No lo podíamos creer, tampoco sabíamos qué hacer”, contó ella a Infobae en 2017, en su primera entrevista a un medio. Y en esta última frase -”no sabíamos qué hacer”- está la clave de todo lo que iba a venir: para empezar, Ciro tenía que nacer.
En el sanatorio no existía ningún protocolo de actuación frente a la muerte perinatal (es decir, cuando la muerte se produce desde la semana 22 de gestación y hasta una semana después del nacimiento). Nada pensado para evitar sumar dolor al dolor, trauma al trauma.
“Yo entendí después que es una problemática totalmente tabú”, dice ella ahora. “El sistema de salud no sabe qué hacer con nosotras, las que tenemos que parir a un hijo muerto. Nosotras nos salimos del mandato de la maternidad color de rosa, de la idea de ‘dar a luz’, entonces nuestras historias no encajan en ningún estereotipo de maternidad”.
La tortura -según su denuncia- empezó cuando los mandaron a esperar al obstetra no a una habitación silenciosa, con intimidad, sino a la Maternidad. “(...) una sala llena de mujeres con panzas enormes, familiares que llegaban con regalos y flores, abuelos felices. Se oían los llantos de los recién nacidos”.
Le dijeron, después, que le iban a inducir un parto vaginal: que eso era lo mejor “así podía tener otro hijo rápido”, “lo mejor”, así no le quedaba cicatriz. Nadie pensó en el impacto psicológico de sentirse obligada a pujar para parir un hijo muerto.
Pero Johanna se negó. “Yo les decía que no estaba en condiciones psicológicas de tener un parto natural, que no podía parir así, que por favor me hicieran una cesárea”, contó ella. “Entonces me dejaron 9 horas internada en la Maternidad, rodeada de recién nacidos, con Ciro muerto en la panza. Cuando pregunté por qué tardaban tanto me dijeron que lo mío no era una urgencia”.
Se la hicieron cuando llegó a la clínica una amiga de ella, casualmente abogada. Johanna estaba rota y pidió asistencia psicológica. “Tenía que decidir si iba a ver o no a mi bebé, si lo iba a cremar, si lo iba a enterrar, la cochería y demás”, dice en la declaración que hizo después en la Defensoría del Pueblo de la Nación.
El psicólogo, sin embargo, llegó casi tres días después. Arrasada, Johanna dijo “no puedo” cuando le preguntaron si quería ver a su hijo. Hoy cree que, con acompañamiento, podría haber estado en condiciones de verlo para despedirse y comenzar un duelo menos trabado.
“Imaginate que yo empecé a hacer el duelo casi tres años después, cuando di con una psicóloga que me ayudó a ponerle palabras, que me habló de la muerte de un hijo deseado que yo tenía dentro de una urna y que no había podido ni siquiera ver”, cuenta ahora.
Lo que había que enseñarle sobre lactancia a una madre primeriza estaba claro en el sanatorio. No, sin embargo, cómo podían asistir a una mujer que ya no tenía a su bebé para amamantar pero a quien la leche le bajaba igual.
“Cuando entró la enfermera mi hermana le dijo ‘mirá, tiene mucha leche, no para de salir’. Y la enfermera me dijo: ‘bueno mamita, te vas a tener que apretar las tetas’. Yo me quedé pensando ‘¿de qué habla?’. Una se prepara para que los pechos se vacíen amamantando”.
¿Mamita? ¿A nadie se le ocurrió una palabra mejor que “mamita”? La “violencia obstétrica” (una de las seis formas de violencia tipificadas en la ley de violencia contra las mujeres), ya era evidente. Pero faltaba más.
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El papá del bebé sí decidió despedirse en la morgue. “¿Sabés cómo se lo dieron? En una caja azul de archivo, de esas que se usan en las oficinas. Para la medicina era un feto NN, para nosotros no, era nuestro hijo, lo estábamos esperando, tenía un nombre”, contó ella cuando todavía su historia era suya, personal.
“Esto de la entrega de los cuerpos dentro de objetos no es algo infrecuente. Conocí compañeras a quienes se los entregaron en cajas de jeringas, en frascos. Mujeres a las que, como sus hijos estaban muertos, las han hecho parir en palanganas”, cuenta.
“Parir un hijo muerto ya es un hecho traumático. Y no solamente nos tenemos que recuperar de eso sino también de que ese hecho traumático esté atravesado por la violencia”, dice. “Me encontré con mujeres que habían pasado por esto 30, 40 años antes. Ciro y yo no fuimos el primer caso, estas prácticas violentas se repetían sistemáticamente, sobre todo el silencio”.
Johanna habla de “sus compañeras” porque hace tiempo que su historia dejó de ser suya para ser “la historia” que inspiró el proyecto de ley que acaba de lograr media sanción en la Cámara de Diputados.
El después
Volver a casa, en Avellaneda, desarmar el cuarto, desmontar la cuna, guardar la ropita, tratar de comer, curar la cesárea, sacarse leche, atravesar el puerperio. Eso fue lo que vino inmediatamente después.
Johanna podría haberse quedado ahí, tratando de digerir lo que había pasado, pero no fue eso lo que hizo. “Yo vengo de una familia muy pobre, con séptimo grado, todos de Dock Sud, militantes políticos. Fui criada entendiendo que lo personal es político, viendo a la política como herramienta de transformación social”, cuenta ahora a Infobae.
Fue con esa base que pocos días después de la muerte de Ciro hizo la denuncia en la Comisión Nacional Coordinadora de Acciones para la Elaboración de Sanciones de Violencia de Género (CONSAVIG), que pertenece al Ministerio de Justicia y DDHH de la Nación.
“Entendí que no solamente se habían vulnerado mis derechos, sino también los de Ciro como ser humano. No sólo me pareció importante poder darle una mirada política a la situación sino también cultural, porque yo vi que nadie sabía qué hacer con este tema. Incluso la gente que me ama me decía ‘gorda, ya está’, ‘vas a ver que vos vas a poder”, como si se hubiera agarrado a la necesidad de buscar culpables por la dificultad de aceptar lo que le había pasado.
Johanna tenía claro que la muerte de Ciro no había sido culpa de nadie pero todo lo que había sucedido alrededor había sido una forma de violencia obstétrica. Y en junio de 2015, siete meses después de la muerte de Ciro, fue a la primera marcha “Ni Una Menos”.
Miles de mujeres reclamaban por políticas públicas contra los femicidios -la forma de violencia más visible- pero ella cavó más hondo, porque llevó un cartel que decía: “La violencia obstétrica también es violencia de género”.
Quieta no se quedó nunca. La denuncia que había hecho en la Defensoría del Pueblo de la Nación dio sus frutos y, al año siguiente, obtuvo la primera resolución favorable sobre violencia obstétrica frente a la muerte perinatal.
Además, inició juicio por violencia obstétrica a la prepaga -de primerísima línea- y a la clínica porteña. “En la mediación la abogada me dijo: ‘Si vos estabas ahí sentada perfecta en la Maternidad, sin ningún problema de salud, ¿de qué violencia estamos hablando?’”. Como no llegaron a un acuerdo -ellos ofrecían dinero, ella quería, además, que se publicara una solicitada reconociendo la violencia obstétrica-, el juicio sigue en curso.
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Por todo eso, Johanna entendió que había que pelear por una ley que, básicamente, estableciera protocolos para que los profesionales de la salud sepan qué hacer en casos como el de ella.
“La muerte intraútero, intraparto o a poco de nacer está reconocida como una de las experiencias más traumáticas que las personas pueden llegar a vivir y por lo general está asociada a efectos psicológicos de largo plazo”, dice en los fundamentos.
Johanna resume así el corazón del proyecto de ley: “Que cualquier mujer o persona gestante tenga derecho a decidir cómo va a parir a ese hijo deseado muerto, siempre y cuando su vida no corra riesgos”.
Propone, además, que haya profesionales de la salud mental para acompañar si la persona y su familia quieren ver el cuerpo sin vida, despedirse, o no, todas decisiones que tienen un impacto directo en la elaboración del duelo posterior, muchas veces atravesado por el llamado trastorno de Estrés Postraumático.
Si se convierte en ley habrá que capacitar sobre el tema desde las universidades. “Y a quienes ya están insertos en el sistema, desde la administrativa hasta el camillero, no sólo a profesionales de la salud”, cierra. La media sanción ya está: ahora hay dos años de tiempo máximo para que no se caiga y se convierta en ley.
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