Roald Amundsen (Roald Engelbregt Gravning Amundsen, tal su nombre completo) tenía la mitad de su destino ya escrita. Porque nacido en Noruega –16 de julio de 1872– y cuarto hijo del dueño de barcos y capitán de tripulaciones Jens Amundsen, el mar y él se abrazaban desde el amanecer hasta las brumas de la noche.
Fue inútil que su madre, Gustava Zahlqvist, tratara de alejarlo del reino de Neptuno y llevarlo al de Asclepio, dios de la Medicina. Los misterios de las profundidades eternas contra los enigmas del mortal cuerpo humano.
En 1882, una noticia asombró –y alborotó– el pacífico municipio de Borge, cerca de Oslo y hogar de los Amundsen: el marino y explorador Fridtjof Nansen –como Ulises– volvió triunfal a su patria luego de cruzar, en 1882 ¡y en esquíes! la desolada isla de Groenlandia.
Llegados sus 18 años, Roald, para complacer el mandato materno, empezó a estudiar medicina. Pero tres años después, muerta ella, abandonó la universidad.
Otra escuela lo esperaba: aquella, inmensa, abierta y salvaje en la que se aprendía el arte de la marinería, desde los extraños nudos en los cabos hasta la intrepidez de empuñar el timón cuando el barco parecía perdido, y vencer a la tormenta, o morir envuelto en su sudario de espuma.
A los 20 años, con humildad y decisión, se embarcó como aprendiz en un barco de cazadores de focas: su forja como marinero raso. Y tres años más tarde (ya con proyectos claros) logró su licencia náutica en la Christiania Sjomandsskole: matriz de lobos de mar.
En 1897 tiene 25 años, se entera de un proyecto belga para explorar la Antártida: una hazaña equivalente en ese entonces a lo que fue en 1969 la llegada del primer hombre a la Luna. Y se embarca. Para su sorpresa, lo ungen timonel, nada menos… El buque se llama Bélgica, y parte de Amberes el 16 de agosto de 1897. A bordo conoce al médico de la aventura, el norteamericano Frederick Cook: una amistad que duraría de por vida.
Empiezan los récords en ese siglo XIX. El de los grandes descubrimientos. El del hombre–aventura llevado al éxito o a la muerte.
El Bélgica queda atrapado en el hielo antártico, y sus hombres no tienen otra chance que pasar en esa trampa todo el invierno sin ropa ni comida adecuados, y el acecho de la muerte blanca.
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El médico Cook apela al único alimento posible: carne cruda de animales marinos, a falta de cítricos y vegetales, una defensa contra el escorbuto. Y Amundsen no se queda atrás: ordena hacer abrigos con piel de foca, impermeables y más livianos que los de lana, muy pesados y casi inútiles cuando se mojan.
Corre 1903. Ha empezado el siglo XX. Y Roald comanda la primera expedición que logra recorrer el Paso del Noroeste, entre los océanos Atlántico y Pacífico, a bordo del velero Gjoa –comprado por él: su primer barco propio– y con seis tripulantes.
Marinero, pero también explorador polar, investigador y escritor, el hombre lleva su nave entre bahías y estrechos hasta recalar en Nunavut, Canadá.
Allí lo esperan dos inviernos crudos, pero también algo que lo apasiona: los misterios del magnetismo de la Tierra. Y algo más: aprende de los nativos, los netsilik, claves de supervivencia que aplicará en todas sus aventuras. Entre ellas, el uso de trineos tirados por perros.
Su periplo sigue al sur de la isla Victoria, el archipiélago Ártico –que lo detiene durante todo un invierno– y llega a Nome, en la costa de Alaska. Créase o no, su perfil de navegante casi solitario, audaz y desafiante de la adversidad, guarda unas gotas de marketing. Una vez en Alaska, viaja 800 kilómetros hasta Eagle City, en la que hay una estación de telégrafo, para enviar un flash sobre su hazaña. Algo así como un URGENTE en las pantallas de los televisores… ¡ochenta años antes!
Por fin, hacia 1911, decide su opera magna: llegar al mismo corazón del Polo Norte. Consigue el buque, el Fram, del gobierno noruego, pero diseñado por otro explorador de las regiones árticas: su compatriota Fridjof Nansen. Sin embargo, ya con todo listo para levar anclas y echar al viento las velas, recibe una noticia demoledora: Robert Peary, nativo de Pennsylvania y oficial de marina de los Estados Unidos, sin más compañía que un asistente y cuatro aborígenes del pueblo inuit, ha llegado al Polo Norte el 6 de abril de 1909. Primer hombre en pisar esa latitud.
Pero, antes muerto que rendido, Roald mira hacia las antípodas: será el primer hombre en el Polo Sur.
Parte, pero al llegar a la isla de Madeira ¡otro cross en la proa! El navegante y aventurero inglés Robert Falcon Scott ha puesto su brújula hacia el mismo destino.
El desafío está entablado: ¡será una carrera! Noruega versus Inglaterra. Los grandes conquistadores de medio planeta cara a cara con la pequeña pero bravía tierra de fiordos y auroras boreales.
El 14 de enero de 1911, Amundsen y su Fram llegaron a la plataforma de hielo de Ross, anclaron en la Bahía de las Ballenas y levantaron un campamento al que llamaron Framhein.
Scott, en cambio, hizo pie en MacMurdo Sound, 96 kilómetros más lejos del polo que su rival.
Planearon distintas travesías. Scott decidió seguir la ruta de su compatriota Ernest Shackleton, que debió abandonar la expedición polar del buque Discovery entre 1901 y 1904, como tercer oficial del capitán Scott, enfermo de escorbuto. Pero contra ese camino ya conocido, Amundsen creó su propia ruta: subir a los montes transantárticos hasta llegar a la meseta Antártica.
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Pero no sólo eso diferenciaba a Scott de Amundsen. Para el primero, el objetivo primordial era científico: investigar el clima, el suelo, los grandes fenómenos (un período casi primaveral con brutal descenso del termómetro a 51 grados bajo cero), la geología, la biología, los restos fósiles. Tanto, que su tripulación llevaba cuatro hombres expertos en navegación… y 27 científicos.
En cuanto a Amundsen, bien lo definió Edward Larson, un hombre de Ohio, profesor de Yale y Harvard, en su libro En el imperio de los hielos, que mereció un premio Pulitzer: “Scott, fatalmente quedó en desventaja frente al noruego Amundsen, un aventurero polar de probada habilidad a quien sólo le importaba ganar la carrera”.
A pesar de la rivalidad, el 4 de febrero de 1911, Scott y algunos de sus hombres subieron al Framhein para saludar a Amundsen y los suyos.
El 19 de octubre del mismo año, ya con temperaturas primaverales, el noruego emprendió su marcha hacia el Polo Sur con cuatro marinos, cuatro trineos, 52 perros de raza groenlandesa guiados por la hembra Etah, y comida especial. Por día y por persona, 380 gramos de galletas, 350 gramos de pemmican (concentrado de carne seca en polvo, bayas desecadas y grasas). Para los perros, 500 gramos de pemmican por día.
El 21 de noviembre llegaron a la meseta polar. No sin problemas: debieron sacrificar a 24 perros para alimentar al resto y almacenar su carne para la travesía de regreso.
Pero el destino final estaba cada vez más cerca. Bajo tempestades impías y por senderos escarpados, el 7 de diciembre quedaron a 180 kilómetros del Polo Sur, alcanzado el 14 de diciembre de 1911.
Allí, Amundsen armó su campamento, al que llamó Polheim, y antes de emprender el regreso dejó en su tienda una carta: testimonio de su hazaña por si él y sus hombres morían en la marcha.
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La expedición de Scott soportó muchos tropiezos, y llegó 34 días después que Amundsen.
¿Por qué?
Entre otros factores, por diferencias de estrategia. Amundsen, como único transporte, avanzó con trineos tirados por perros, y Scott, con caballos mongoles. El alimento de los perros pesaba menos: muchos paquetes pequeños, contra las bolsas de avena para los caballos. Fácil ecuación: menos peso, marcha más rápida.
Otro problema. El frío congelaba en su pelo el sudor de los caballos, mientras que el organismo de los perros regula su temperatura y evita el sudor. Ergo, todos los caballos de Scott murieron de frío.
Y por fin, la diferencia entre las ropas de abrigo. Amundsen, piel de foca y pelo de animales. Scott, pesados abrigos de lana que al mojarse pesaban el triple y no protegían del frío.
Además, conflictos internos. Lawrence Oates, militar, explorador y parte de la tripulación, escribió en su diario: "Scott no me gusta nada. Si no fuéramos una expedición británica, lo tiraría por la borda. No actúa con rectitud. Su primera preocupación es él mismo, y el resto no le importa".
Abatido por una vieja herida de guerra y el escorbuto, Oates se dejó morir en la Tierra de Ross para no retrasar la expedición. El frío lo mató el 12 de marzo de 1912. Tenía apenas 31 años.
Pero Scott y su equipo corrieron la misma suerte: no llegaron a su campamento, y murieron de hambre y de frío el 26 de marzo. En su diario, Scott dejó escritas estas palabras de adiós: “Perseveraremos hasta el final, pero cada vez nos encontramos más débiles, por supuesto, y el fin no puede estar lejos. Es una pena, pero no creo que pueda escribir más. Por el amor de Dios, cuidad de nuestra gente”.
Los cuerpos se encontraron el 12 de noviembre de 1912.
Después de su histórica hazaña, Amundsen –con sangre en el ojo–, logró llegar por fin al Polo Norte en una expedición aérea. Fue una larga peripecia, pero alcanzó la postergada victoria en 1925 y la narró en su libro Al Polo Norte en Avión.
Un año después, con tres compañeros (Ellsworth, Riisen–Larsen, Wisting) y el ingeniero italiano Umberto Nobile, que construyó el dirigible Norge, Amundsen tocó otra vez el Polo Norte, y con Wisting siguió viaje hasta el Polo Sur: los primeros hombres en tocar ambos polos en una sola expedición.
Pero los hilos (y la gloria) suelen cortarse por lo más delgado. Amundsen y Nobile pelearon por el honor: ¿quién de ellos fue el primero en surcar el Ártico? Nobile, furioso, partió hacia los hielos en otro dirigible: el Italia. Durante el regreso desde el Polo Norte, la máquina se perdió. Amundsen fue parte del equipo de rescate, que partió el 18 de junio de 1928 en el hidroavión francés Latham, desaparecido el mismo día.
El hallazgo de un flotador y parte del fuselaje permitió deducir que se estrelló en el mar de Barents, cerca de la isla Bjornoya, y que Amundsen dejó allí su vida. Tenía 55 años. Su cuerpo jamás fue hallado. Paradoja: Nobile fue encontrado sano y salvo.
El gobierno noruego decretó el 14 de diciembre, Día del Polo Sur, el recordatorio a la memoria de Amundsen.
Pero, ¿qué hombre fue, más allá del valiente e insaciable explorador del Imperio de los Hielos, de los hostiles extremos del planeta? Poco y nada se sabe.
Nunca se casó. Adoptó dos hijas: Camilla y Kaconitta, nativas del pueblo inuit. Las encontró durante su paso por Siberia. Vivieron en la casa de Amundsen, en el actual Frogner, área de Oslo, entre 1922 y 1924. Luego las envió, pupilas, a una escuela.
Lo coronaron de todas formas con cruces y medallas. En 1917 renunció a las condecoraciones alemanas como protesta por la guerra submarina desatada por ese país.
El nombre de Amundsen está eternizado en una base antártica, un glaciar, un mar, un golfo, un cráter en el Polo Sur de la Luna, y un asteroide en la órbita de Marte.
Acaso más de lo que esperaba a sus 20 años, cuando le enseñaron el abecé de la marinería: babor, estribor, eslora, manga, nudos simples y complejos, y jamás silbar en el puente de mando: presagio de cuantas mortales calamidades Joseph Conrad convirtió en excelsa literatura.
(Una versión de este texto de Alfredo Serra fue publicado en Infobae en 2018)
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