Es probable que Ruth Madoff haya llorado al enterarse de que quien fue su marido durante más de seis décadas había muerto en la cárcel de Carolina del Norte donde cumplía una condena de 150 años como el autor de la mayor estafa piramidal de la historia.
Hacía diez años que no lo visitaba y nadie siquiera reclamó al penal los restos del hombre que defraudó a la élite financiera internacional en US$65.000 millones, pero hay quienes dicen que Bernard Madoff siguió escribiéndole a su mujer hasta el final de sus días.
A los 82 años y víctima de una falla renal terminal, su único remordimiento era haber destruido a su familia. Si Ruth lloró seguramente fue por eso: la primera estafada de Madoff había sido ella, y la primera burbuja que se rompió junto con la del esquema Ponzi fue la de su familia perfecta.
En los hechos, la hoy viuda de Bernie Madoff es la única sobreviviente del clan. Su hijo mayor, Mark, se ahorcó en 2010, incapaz de soportar la vergüenza y el estigma que cayeron sobre su apellido tras la detención de su padre. Andrew, el menor, perdió la batalla contra un linfoma en 2014.
Sin embargo, quienes mejor la conocen aseguran que la mujer que fue Ruth murió el 11 de diciembre de 2008, cuando las autoridades arrestaron al financista. La agonía había comenzado exactamente dos días antes, cuando el patriarca reunió a la familia para revelarle que el fraude que sostenía desde 1992 le había estallado entre las manos. Puede que ya fuera una zombie el 10 de diciembre al acompañarlo a la comida de fin de año con sus empleados en la que fingió que todo estaba bien y que pronto se irían juntos, como siempre, de vacaciones a su mansión de Palm Beach. Esa misma noche, sus hijos lo denunciaron. Después de eso, por consejo de sus abogados, no volvieron a hablarle tampoco a ella.
Por entonces, un artículo de The New York Times la llamó “la mujer más sola de Nueva York”. Había perdido todo: su lugar de esposa y madre perfecta, el de dama de beneficencia, su fortuna, su círculo social, su identidad. La mayoría de sus amigos habían sido estafados por su marido, y todos asumían que ella estaba implicada: Ruth era accionista de la firma de Madoff y tenía una oficina en el piso 18 del edificio Lipstick, al que solían llegar juntos. Hasta en la exclusiva peluquería de la calle 57 en la que hacía años mantenía el rubio Soft Baby Blonde con que había pasado de ser la simple Ruthie Alpern de Queens a la Sra. Bernard L. Madoff del Upper East Side de Manhattan le dijeron que no volviera. Se había convertido en una paria.
Fue también la suma de todas esas pérdidas la que la llevó a participar de un pacto suicida con Madoff en la Navidad de 2008, mientras él todavía cumplía arresto domiciliario en su penthouse neoyorquino. “No sé de quién fue la idea, pero los dos estábamos muy tristes por todo lo que había sucedido. Fue horrible y pensé: ‘No puedo, no puedo soportar esto, no sé cómo voy a superar esto, ni siquiera sé si quiero intentarlo’. Entonces decidimos hacerlo. Los dos estábamos de acuerdo. No recuerdo demasiado lo que hablamos. Calculamos cuántas pastillas tomar y creo que ambos nos sentimos aliviados de dejar este lugar, fue muy impulsivo. Queríamos acabar con todo”, dijo en una entrevista en 2011. Para entonces había dejado de visitar a su marido en prisión.
Durante más de dos años se había ocupado de levantarle el ánimo al financista cada lunes, cuando se sometía a los rigurosos controles de acceso de la cárcel para los encuentros en los que seguía llamándolo “querido”, “muñequito” y “bebé”. Había tolerado la distancia de sus hijos, los esporádicos encuentros con sus nietos, y el desamparo de su casa vacía y oscura, en la que apenas si prendía las luces para ahorrar electricidad. Apenas tenía contacto con dos o tres amigas de la infancia lo suficientemente valientes como para hacer por ella lo que antes Ruth se jactaba de hacer por otros: caridad. Cuando le llevaban comida, caramelos, revistas o videos, ella les hablaba de “lo que le había pasado” a Bernie, nunca de lo que había hecho.
Era el resultado de una historia en la que nunca había sido independiente, ni económica, ni social, ni emocionalmente. “Dependía de que Bernie subiera o bajara el pulgar para todo. Si él le decía: ‘Saltá’, ella contestaba: ‘¿Qué tan alto?’ Le controlaba hasta el maquillaje que usaba y ella solo quería verse bien para él”, contó una de sus íntimas.
A lo largo de su matrimonio, su lealtad había sido ciega, incluso ante las frecuentes infidelidades de Madoff: “Decidí que no me iba a divorciar, que iba a permanecer casada. ¿Me dolió la traición? Terriblemente. Pero aguanté. No puedo explicar por qué lo hice”, dijo Ruth a Vanity Fair, que en su momento llegó a hacer una serie por entregas sobre su caída de la élite de Manhattan.
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Es que la señora Madoff aguantaba. Aguantaba cuando la prensa –que hacía guardia en la puerta de su casa y los días en que iba a ver a su marido–, la retrataba con gorra de béisbol, con el pelo desprolijo y arrugada, porque ya no había cirujano en Nueva York que quisiera atenderla ni plata para pagar los tratamientos; una sombra de la mujer que había sido. Aguantaba cuando los titulares decían que había envejecido quince años en quince meses. Aguantaba que, aunque la Justicia hubiera determinado que ni ella ni sus hijos eran responsables de la estafa, la opinión pública ya hubiera decidido que eso era imposible, que ellos sabían, que tenían que saber, que ella no podía haber sido “tan tonta”.
Pero cuando su primogénito se ahorcó con la correa del perro en su loft del Soho a los 46 años, el 11 de diciembre de 2010, en el segundo aniversario del arresto de su padre, Ruth dejó de aguantar. Encontró refugio en casa de su hermana, donde pasó una temporada antes de instalarse con su hijo Andrew en Old Greenwich, Connecticut, a sesenta kilómetros de Nueva York. Pudo acompañarlo durante su enfermedad y cuando presentó su libro Verdad y Consecuencias: La vida dentro de la familia Madoff, por el que aceptó romper su hermetismo y hablar con los medios por primera vez. Y después de su muerte, en 2014, Ruth decidió alquilar un modesto departamento por US$2900 al mes en la ciudad en la que había hecho las paces con su hijo y quedarse cerca de sus nietos.
La mujer que fue personificada por Michelle Pfeiffer en The wizard of lies (2017) ya había llegado a un acuerdo con la fiscalía para conservar US$2.5 millones a cambio de renunciar a cualquier otra demanda sobre sus bienes y propiedades. Hacía tiempo que aquella fanática del shopping a las que sus compañeras de compras recordaban por la máxima “No elijas: ¡llevate las dos cosas!” se había acostumbrado a contar apenas con una tarjeta de débito. La vida le había quitado mucho más que sus tarjetas Black.
Posteriormente, los medios la encontraron en la mansión de su nuera Susan Elkin que, tras el suicidio de Mark, volvió a casarse con un empresario millonario y vive en una de las zonas más exclusivas de Connecticut. A los 79 años y muy cerca de todos sus nietos, dicen que recuperó el estilo aunque jamás podrá recuperar su reputación. Tiene, sin embargo, la paz de haber recuperado a su familia, o lo que queda de ella.
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