Ese día de 2015 Ester se despertó, como siempre, con el amanecer. Era psicopedagoga, tenía 62 años y varios pacientes que atender así que entró a la ducha, salió y mientras pensaba qué ponerse, encendió el televisor. Su intención sólo era ver la temperatura pero fue en ese instante, de pie frente al placard y de espaldas al programa, que escuchó lo que escuchó.
“Eran varias mujeres que contaban que les habían robado a sus bebés inmediatamente después de haberlos parido”, recuerda ahora mientras conversa con Infobae. Y lo que sigue lo cuenta en presente, como si estuviera frente al televisor otra vez.
“Yo las escucho, me quedo dura y siento que algo me sube literalmente desde la vagina, me atraviesa el cuerpo y pego un grito. Después me largo a llorar como ya había llorado muchas veces en mi vida por lo mismo. Las historias que contaban eran mi historia”.
Ester Hublich, que ahora tiene 69 años y también es psicóloga, puede ver con nitidez la forma que encontró su cuerpo para expresarse: el grito arrancó en la vagina, por donde había nacido su bebé, y terminó en un mar de lágrimas. A ella, como a las mujeres que hablaban en el programa, también le habían dicho que su bebé había nacido muerto.
Había pasado una vida entre aquel nacimiento y la revelación de espaldas al televisor: “Sí, 37 años”, suspira.
Diario de una ilusión
Ester se había puesto de novia a los 15 años, se había casado pronto y a los 22 había tenido a su primer hijo. No era, entonces, primeriza: sabía cómo se movía un bebé en el útero poco antes de nacer y, detalles más detalles menos, cómo y dónde sucedía un parto.
Era marzo de 1978 cuando llegó el momento del nacimiento de su segundo hijo. “Estábamos todos muy ilusionados”, recuerda. Como se había quedado sin cobertura médica, Ester decidió que lo iba a tener en la Maternidad Sardá, en Parque Patricios, y allí se acercó un par de semanas antes de la fecha de parto.
“Me revisaron y dijeron que todo estaba muy bien, que era un embarazo muy saludable”, sigue.
Era Pascua y faltaban dos días para que se cumpliera la fecha probable de parto cuando en el almuerzo familiar todos notaron que Ester tenía la panza muy baja. Así que, al día siguiente, “por las dudas”, le pidió a su hermana que la acompañara a la maternidad.
“Me sentía bien, fuimos en colectivo. Pero entré y no salí más”, relata.
Le dijeron que le iban a hacer una punción amniótica pero “mucho tiempo después, investigando, me di cuenta de que simularon una punción pero sólo me sacaron sangre. No me dijeron directamente ‘está muerto’ pero sí pusieron cara de que algo estaba muy mal, porque recuerdo que yo lloraba y lloraba”.
Ester tenía 24 años. “Era 1978, estábamos en un período nefasto, pero a mí no se me ocurría pensar que los médicos pudieran engañarme. ¿Cómo iban a ser capaces de una crueldad semejante? Así que lloraba, pero tampoco preguntaba demasiado”.
El 29 de marzo fueron a buscarla a la habitación y una enfermera le inyectó algo a través de un suero. “El suero era para provocar el parto pero indudablemente tenía algo más, porque yo siempre fui una persona de temperamento, y sin embargo, no reaccioné. Me recuerdo en la camilla llorando pero pujando, colaborando”.
No la habían llevado a una sala de partos -de esto se dio cuenta también casi cuatro décadas después- sino a “una especie de pasillo con dos puertas y una camilla”. El mismo médico que dos días antes le había hecho el ingreso por guardia se paró en la puerta, “como bloqueándola pero disimuladamente, agarrándome la mano. Y apareció otro cuya cara no se me borró nunca más”.
Y es acá donde la película de terror anuló todas las sutilezas. “No me saludó, no me miró ni me habló durante todo el parto. Yo pujo, colaboro, y cuando mi hijo nace automáticamente me siento para agarrarlo, entonces alcanzo a verlo de espaldas. Instantáneamente el médico que estaba bloqueando la puerta, me tapa la cara, me tira para atrás y me retiene contra la camilla. Cuando logro soltarme ya no estaban, ni el médico ni el bebé”.
La violencia obstétrica, entre tantas otras, no había terminado ahí. Le informaron que el bebé había nacido muerto y “la enfermera rápidamente me dio unas inyecciones para que no me bajara la leche. Es increíble como el cuerpo se expresa porque después me dieron tres inyecciones más y me fajaron pero a mí la leche para amamantar a mi hijo me bajó igual”.
Al día siguiente, cuando le dieron el alta, pidió el certificado de defunción. “Pensé ‘¿cómo me voy a ir así? ¿y el cuerpito?’. Y entonces lo que me dice, siempre el mismo médico, es ‘antes hay que hacer estudios para ver qué pasó, calculale 10 días”.
Ester se fue, “estaba devastada”. Además, tenía otro hijo de 2 años y siete meses que esperaba ansioso a su hermanito y a quien tenía que explicarle lo que había pasado.
Diez días después volvió a la Maternidad Sardá. “Yo lloraba, por las ventanillas me miraban como si estuviera loca. Hasta que de golpe aparece el mismo médico y me empieza a gritar de lejos: ‘¿Qué haces acá vos?’”, recuerda.
“Cuando se me acerca, me agarra del hombro y como que me empieza a sacar para la calle. Y cuando le pregunto por mi hijo me dice ‘es que todo eso fue a cremación. ‘Todo eso’ era el cuerpito de mi bebé. Así que era shock sobre shock, golpe sobre golpe”.
Muy en el tallo de su cuerpo, algo le hizo ruido. Pero Ester creyó que era la lógica dificultad para aceptar la muerte de un hijo: “Yo dudé siempre, pero no me lo permitía. Yo me decía ‘Ester, no te hagas esto’”.
Volver
Después de esa mañana de 2015 de espaldas al televisor, Ester llamó a una amiga íntima que es, además, abogada. Su amiga, Adriana, no le dijo “creo que estás fantaseando”. Le dijo, por el contrario, “tenemos que ir a la Maternidad Sardá”.
“Antes quería contarle mis dudas a mis hijos”, sigue ella. Y se refiere a Andrés, el mayor, que ya estaba por cumplir 40, y a Pablo, el tercero, el hijo que tuvo siete años después de aquel parto atroz.
“Ellos, como yo, son muy racionales. Yo tenía claro que no iban a comprar una fantasía. Si para ellos la historia de que su hermano no había muerto sino que lo habían robado cuadraba, yo seguía adelante, sino no”.
Después pide un segundo para tomar un mate, porque la angustia la hizo atragantar. “Mi hijo mayor me dijo algo tremendo, por eso estoy acá. ‘Mamá, ¿cuántas mujeres como vos habrá? ¿Cuántas mujeres que no van a poder hacer lo que vos sí podés? No dejes esto así’”.
Con ese impulso Ester fue, junto a su amiga, a la Maternidad Sardá. “No te puedo explicar lo que me costó llegar. Llegué a la vereda y ahí me quedé sin poder moverme, el inconsciente te atrapa así. El cuerpo siempre me decía algo: así como mis pechos no pararon de dar leche durante meses, ahora mi cuerpo no me dejaba avanzar”.
Su amiga tuvo que abrazarla y tomarla de la mano para que pudiera volver a entrar. “Fuimos por ese puto pasillo por donde el médico me sacó, estaba idéntico”.
Cuando abrieron el libro de partos de 1978 y encontraron el suyo, Ester vio un número que terminó de mostrarle que los datos estaban fraguados: 2500.
“Otra vez mi cuerpo reaccionó: pegué un salto para atrás y dije ‘ese no es mi hijo’”. Se suponía que 2500 era 2 kilos y medio, el peso con el que había nacido su bebé (estaba anotado como NN, por lo que sigue sin saber su género).
“Mis otros dos hijos pesaron casi 4 kilos, yo mido 1,70 y era pura panza. Era obvio que ese no era mi hijo”. Ester salió de ahí y se fue a desayunar. “Necesitaba tener algo en la panza”, cuenta ahora.
Unos días después, en la Oficina de Derechos Humanos del Registro Civil, la ayudaron a buscar el certificado de defunción.
El que encontraron tenía un papel abrochado que advertía que, en caso de un bebé que nace muerto, es obligatorio avisar dentro de las 24 horas. De la supuesta muerte del hijo de ella, sin embargo, habían informado dos semanas después.
“Estaba claro. Nunca pensaron que yo iba a volver a la maternidad. Habían hecho los papeles después de que volví a buscar el cuerpito y el certificado y no había nada”.
Madres que buscan
Su guía, desde el comienzo, fue aquella frase de su hijo mayor: “Mamá, ¿cuántas mujeres como vos habrá?”. Dice Ester: “Yo entendí que esto no era algo individual, mío: que los derechos son para todos y que quien me tenía que dar la respuesta era el Estado”.
Y fue así que buscó la forma de acercarse a la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación. Y fue así también que decidió llevar el tema a las universidades, porque su tesis de graduación trata sobre los procesos psíquicos que atraviesan las madres a quienes les dicen que sus hijos nacieron muertos y terminan dándose cuenta de que se los robaron.
Ahora ella, junto a otras dos mujeres, forma parte de una campaña del Estado Nacional que tiene como eje “el otro robo de niños”. Se llama “Madres que buscan” y tiene como protagonistas a madres que buscan a sus hijos independientemente de las fechas, es decir, más allá de los límites de la última dictadura cívico militar.
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El objetivo es convocar a otras mujeres a las que les haya pasado lo mismo a acercarse a la Comisión Nacional por el Derecho a la Identidad (Conadi) para cruzar datos. El programa viene a saldar una deuda con quienes llevan años buscando su identidad pero ya saben que sus casos no están vinculados con los crímenes de lesa humanidad (se puede acceder por acá).
En el Programa Nacional sobre el Derecho a la Identidad Biológica hay 4.500 casos de apropiaciones no vinculadas con los crímenes de la dictadura, pero sólo el 10% son “madres que buscan” (el resto, son hijas, hijos, hermanos). Es que muchas no se animan a buscar por los prejuicios vinculados a “la mala madre”: la creencia de que fue su culpa porque los entregaron, vendieron, fueron a abortarlos o no lucharon lo suficiente para recuperarlos.
“Acérquense, si dudan, acérquense”, se despide Ester, toma un último mate, sonríe.
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