7 de diciembre de 1941. Mientras en Nueva York las vitrinas de las grandes tiendas lucen sus mejores galas por la cercana Navidad y la nieve cubre las calles, Europa se cubre de sangre. La Segunda Guerra Mundial está en su apogeo.
A las 8 de la mañana de ese día, en la base norteamericana de la flota de la US Navy del Pacífico, situada en Pearl Harbor, Hawai, cerca de Honolulu, casi todos duermen. Es domingo, algunos desayunan, sobre los buques otros forman parte de la ceremonia de izamiento de la bandera y algunos se visten para ir a misa. Una simple rutina.
No muy lejos de la bahía, a las 7.02, los soldados de guardia Joseph Lockard y George Elliot están a punto de cerrar la nueva estación móvil de radar, instalada en la cumbre de la colina Kahuku Point a 75 metros de altura y estaba a prueba. Pero un minuto antes ven manchas en la pantalla. Al principio creen que es una falla del radar, pero luego advierten que son 50 aviones que vuelan hacia la bahía, y están ya a menos de medio centenar de kilómetros.
Alarmados, llaman al teniente de guardia Kermit Tyler: nuevo, con poca experiencia de controlador, y solo. Sus otros compañeros están desayunando.
Tyler les dice: "No se preocupen. Deben ser doce bombarderos B–17 nuestros que están por llegar. Apaguen el radar".
A las 7.49, el comandante japonés y as de la aviación Mitsuo Fuchida, jefe del escuadrón y de las dos oleadas del inminente ataque, transmite las palabras clave a su alto mando: “Tora, Tora, Tora” (tigre). Significa: “El ataque ha empezado”.
A las 7.58 caen sobre Pearl Harbor las primeras bombas, torpedos y ráfagas de metralla.
Desde uno de los barcos, el Arizona, casi en llamas, parte un dramático mensaje general: “¡Ataque aéreo! ¡No es una práctica!”.
El Infierno acaba de abrir sus puertas.
Una gigantesca nube de aviones japoneses (¡353!) oculta el sol, vomita toda su carga letal sobre la flota anclada, y dos horas después retorna a los seis portaviones–madre.
Desde el aire, la escena es dantesca. Los incendios y las explosiones en cadena parecen eternos. Las calles están sembradas de cadáveres.
La hora del balance llega entre lágrimas, luto, asombro, desconcierto.
Pérdidas norteamericanas:
Acorazados: Arizona: hundido. Sus restos son un homenaje a los caídos. Oklahoma: hundido. Reflotado en 1943 y vendido para desguace en 1946, se hundió camino del astillero. West Virginia: hundido por dos bombas y cinco torpedos. Reflotado, volvió al combate en 1944. California: hundido por dos torpedos y una bomba. Reflotado, volvió al mar en 1944. Nevada: intentó salir del puerto, pero lo alcanzaron un torpedo torpedo y tres bombas. Su comandante lo varó para que no obstruyera el canal de acceso. Reparado en 1943. Pennsylvania: buque insignia de la flota del Pacífico. Estaba en dique seco. Daños menores. Maryland: dos bombas. Muy pocos daños. Volvió a navegar dos meses después. Tennessee: averías menores.
Cruceros: Helena: impacto de torpedo. Reparado, volvió al mar seis meses después Honolulu: averías en casco y cubierta. Reparado en seis meses. Raleigh: averiado por torpedo y onda expansiva de bomba. Volvió al combate en 1942.
Destructores: Cassin: serios daños por bombas e incendios. Reconstruido, volvió a operar en 1944. Downes: daños similares al Cassin. Reconstruido. Volvió al mar en 1943. Shaw: averiado por tres bombas. Reparado. Retornó a los seis meses. También soportaron bombas y torpedos el minador Oglala (reflotado en 1943), el buque de reparaciones Vestal y el buque blanco Utah (hundido).
Aviones destruidos: 188. Casi todos los que estaban en tierra.
Y lo peor: Muertos: 2.403. Heridos: 1.178.
Por fortuna, los japoneses cometieron un gran error: no atacaron la central eléctrica, el astillero, las instalaciones de mantenimiento, los depósitos de combustibles y de torpedos, los muelles de submarinos, el cuartel general y la sección de Inteligencia.
Perdieron 29 aviones y cinco minisubmarinos. Bajas entre muertos y heridos: 65. Un marino japonés capturado.
Al día siguiente, el presidente Franklin Delano Roosevelt, en cadena, con sus piernas sostenidas por flejes de acero a raíz de la poliomielitis, lanzó 31 palabras históricas:
“Ayer, siete de diciembre de 1941, una fecha que vivirá en la infamia, Estados Unidos de América fue atacado repentina y deliberadamente por fuerzas navales y aéreas del Imperio de Japón”.
Y le declaró la guerra al Eje.
Era exactamente lo que Japón quería. Para debilitar su poderío, avanzar en su plan de invasión del sudeste asiático, y ampliar su territorio.
Pero mientras militares y pueblo celebraban el éxito del ataque, sólo una voz tembló: la del almirante y comandante de las Fuerzas Combinadas Japonesas Isokuro Yamamoto (1884-1943).
A pesar de ser el ideólogo del ataque a Pearl Harbor (empezó a urdirlo en abril, ocho meses antes), no tardó en comprender el error con otras palabras tan premonitorias como históricas: “Hemos despertado a un gigante dormido”.
El ataque a traición (sucedió al mismo tiempo que en Washington dos embajadores japoneses esperaban ser recibidos para negociar un alto en las tensiones de ambos países), fue un acto preventivo bélico-político: “torear” al país de las barras y estrellas y arrastrarlo a su terreno.
Error de cálculo: creer que, como socio del Eje (Alemania, Italia y Japón), Hirohito, Hitler y Mussolini llegarían a ser los amos del planeta…
Pero después de los gruesos errores del ataque a Pearl Harbor, Yamamoto enfrentó al Estado Mayor y explicó crudamente que Pearl Harbor había sido una victoria a lo Pirro: “Señores, nada hay que festejar. Dos mil americanos muertos y unos cuantos barcos hundidos significan muy poco. Lo más grave: no hemos hundido un solo portaviones, el arma más poderosa del enemigo. Mientras en las fábricas norteamericanas se producen trescientos aviones de combate por día… ¡nosotros apenas producimos treinta! Y para peor, después de Pearl Harbor llegará la hora de la venganza”.
Yamamoto fue un caso curioso. Estudió en Harvard. Vivió en Estados Unidos y lo admiraba. Era devoto de Abraham Lincoln. Luego de retirarse quería vivir en Montecarlo “para poder apostar en el casino, porque un hombre no puede vivir sin apostar”.
Pero no pudo.
El 18 de abril de 1943, mientras volaba sobre la isla Buin, de Papúa Nueva Guinea, en gira de inspección de las tropas japonesas en el Pacífico, su avión fue derribado, cayó en la selva, y el súper almirante, herido, murió poco después. Se dice que lo abatió un avión norteamericano en la llamada “Operación Venganza” por haber ordenado la masacre de Pearl Harbor.
Al parecer, Yamamoto envió por cable a sus oficiales los detalles de la gira, codificados, y el cuerpo norteamericano de decodificadores –clave durante toda la guerra– descifró el mensaje. Se dice que uno de los ayudantes de Yamamoto, al enterarse del envío del cable, dijo “¡Qué terrible estupidez!”. Un error increíble tratándose del mayor estratega nipón.
Como tantas veces, el hilo se cortó por lo más delgado…
Pocas veces en su historia el pueblo norteamericano se enfureció tanto. El desastre de Pearl Harbor, su artero ataque, la clara traición (ni los dos negociadores japoneses en Washington sospechaban lo ocurrido), desataron un feroz espíritu bélico casi desconocido desde la guerra civil Norte contra Sur (1861 a 1865).
La declaración de guerra movilizó a toda la nación. En las fábricas de aviones y de armas trabajaron sin descanso hombres y mujeres. Sin la campaña norteamericana en Italia, su llegada a Francia y la “Operación Overlord” (la mayor invasión por mar de la historia: tres millones de soldados cruzaron desde el Canal de la Mancha hasta las playas de Normandía), la guerra se habría extendido varios años más. Sucedió el 6 de junio de 1944. Su máximo comandante: el general norteamericano Dwight Eisenhower, que decidió la fecha contra viento y marea. No es retórica: el mal tiempo pudo retrasar la colosal puesta en escena, pero el súper comandante se jugó a todo o nada…
Pero…¿cómo se tejió el ataque a Pearl Harbor, principio del fin de Alemania, Italia y Japón? A través de una compleja trama. Empezó en julio de 1940 con un golpe de Estado: militares y políticos japoneses partidarios de la alianza con la Alemania nazi y la Italia fascista derriban al primer ministro Mitsumasa Yonai, enemigo de ese pacto. Lo reemplaza el general Hideki Tojo, primera espada del emperador y líder del ultranacionalismo belicista japonés.
En adelante, el reloj y el almanaque caminan hacia la tragedia.
Japón ocupa la Indochina francesa.
Se firma la alianza Alemania–Italia–Japón: el temible Eje nazifascista que ensangrentará al mundo.
Estados Unidos, por orden de su presidente, Franklin Delano Roosevelt, responde a la invasión a Indochina embargando el petróleo y la chatarra que Japón necesita para su industria bélica: el 90 por ciento del petróleo lo exporta el Tío Sam.
En medio de una conferencia de enlace para apaciguar el clima bélico, el canciller japonés anuncia que su país atacará Singapur “por orden de Hitler”.
Aunque algunos sectores políticos moderados de Japón tratan de evitar un choque contra Estados Unidos, secretamente se ha decidido ya el ataque a Pearl Harbor.
El aire es denso.
Según encuestas hechas no mucho antes del ataque, el 52 por ciento de los norteamericanos esperaba una guerra con Japón, contra un 27 de incrédulos y un 21 sin opinión.
Las bases militares norteamericanas en el Pacífico fueron puestas bajo alerta muchas veces. Pero los señores de la guerra con tres o cuatro estrellas en el casco creían que el primer objetivo japonés serían las Filipinas. Otro error en la larga cadena de equívocos…
El 26 de enero de 1941, Cordel Hull, Secretario de Estado norteamericano, recibió un telegrama urgente de Joseph Grew, su embajador en Japón.
El telegrama, que puede leerse en el archivo de documentos diplomáticos de la Universidad de Wisconsin, dice: “Mi colega peruano le informó a un miembro de mi personal que oyó de varias fuentes, incluida una de Japón, que los militares de ese país planean, en caso de dificultades entre ambas naciones, un ataque masivo sorpresa contra Pearl Harbor, usando toda su capacidad militar”.
Casi siete meses después, sucedió.
El embajador peruano, Ricardo Rivera Schreiber, juró que el telegrama pasó por las manos de los más altos jefes militares de las tres fuerzas… pero ninguno lo tomó en serio.
Y hasta reveló su fuente principal: el traductor japonés Yasukisu Suganuma, primo de un funcionario del Ministerio de Marina japonés “muy poco discreto”, que le narraba los preparativos militares del Imperio.
Otra vez el hilo se cortó por lo más delgado…
Telón.
Hitler se suicidó el 30 de abril de 1945. Alemania, cabeza del Eje, se rindió el 7 de mayo: una semana después.
Pero Japón siguió combatiendo en las islas del Pacífico: decisión suicida de los mandos ultranacionalistas, que aun creían posible la victoria a pesar del desastre sufrido en la batalla de Midway.
El fin llegó, trágico, desde el aire. El 6 y el 9 de agosto de 1945, dos bombas atómicas arrasaron Hiroshima y Nagasaki: más de 100 mil muertos, y gravísimas secuelas.
El emperador Hirohito anunció la rendición incondicional de Japón, por radio, pocos días después: el 15 de agosto.
El acta de capitulación se firmó el 2 de septiembre a bordo del acorazado Missouri.
A exactos tres años y 96 días del ataque a Pearl Harbor.
Una versión de esta nota se publicó el 3 de diciembre de 2016
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