La víspera del 7 de diciembre de 1982, Charles Brooks Jr. pidió y comió con ganas un bife de costilla con papas fritas bañadas en kétchup y salsa inglesa, unas galletas saladas, una porción de tarta de frutas y té helado en la celda del pabellón de la muerte de la prisión de Huntsville, Texas.
Era su última cena y había podido elegir. Afuera de la cárcel, un grupo de más de cien personas protestaba. Charles Brooks tenía 40 años, era negro y distaba de ser un asesino en serie famoso, o un miembro de una peligrosa banda criminal. Era un ladrón de autos con una única muerte, no totalmente probada, sobre sus espaldas.
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Sin embargo, en los últimos días su nombre se venía repitiendo en los artículos de los diarios texanos y de todo el país, también se mostraba su foto y se hablaba de él en las cadenas de televisión.
La repentina celebridad de Brooks era fruto de un destino casi casual: sería el primer hombre en ser ejecutado con la inyección letal en los Estados Unidos.
En la historia penal del país se había ejecutado a los reos condenados de cinco formas: la decapitación con hacha, la horca, el fusilamiento, la silla eléctrica y la cámara de gas. Según sus defensores – y en la letra de su imposición como método de ejecución – la inyección letal era una manera de quitarle sufrimiento a la muerte, un avance humanitario.
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Por eso, para algún desprevenido espectador podría haber creído que el grupo de personas que protestaba fuera de la cárcel estaba pidiendo por la vida de Brooks y enemigo de la condena a muerte. Era todo lo contrario: esas más de cien personas se quejaban porque lo iban a ejecutar ahorrándole sufrimientos.
Poco después, Charles Brooks rezó acompañado por un imán – se había convertido al islamismo -, caminó por el corredor pasillo de la muerte, escuchó al guardia que anunciaba “dead man walking”, se dejó atar a la camilla de la cámara de ejecución y recibió, una tras otra, las tres sustancias inyectables que se llevaron su vida.
“Nunca vi a una persona morir tan pacíficamente”, le dijo después el imán a un periodista del diario The Daily Record.
En la actualidad cada vez son menos los que piensan como el imán, sino todo lo contrario.
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Famoso por una ejecución
Charles Brooks era el hijo de una familia acomodada de Fort Worth, Texas. Sus padres lo enviaron a la IM Terrell High School, donde se destacó jugando al fútbol americano. No parecía tener destino de delincuente, pero se convirtió en uno. En lugar de ir a la Universidad, debió cumplir una condena por posesión ilegal de armas de fuego.
El 14 de diciembre de 1976, Brooks y un cómplice llamado Woody Loudres, fueron a un negocio de venta de autos usados y pidieron probar uno. El mecánico David Gregory no desconfió y se subió al asiento delantero para acompañarlos. No habían recorrido tres cuadras cuando sintió una pistola apoyada en la cabeza.
Después de reducirlo, Books y Loudres lo amordazaron, lo ataron y lo metieron en el baúl del auto. Pararon en un hotel, alquilaron una habitación, lo bajaron sin que nadie los viera y una vez adentro, lo sentaron en una silla y lo mataron de un tiro en la cabeza.
El cadáver de Gregory fue descubierto días después, porque nadie en el hotel fue a limpiar la habitación.
Broks y Loudres fueron capturados una semana más tarde, pero en los primeros interrogatorios ninguno de los dos quiso revelar quién había disparado a la cabeza de la víctima. Al final, Loudres hizo un arreglo con la fiscalía, a cambio de declarar que el autor material del asesinato lo condenaría a 40 años de cárcel, pero zafaría de la muerte. Esa condena quedó reservada para Charles Brooks en base al único testimonio de su cómplice.
Lo llevaron al pabellón de la muerte de la cárcel de Huntsville a la espera de la ejecución. Su abogado de oficio luchó durante casi seis años para evitarla, pero no pudo.
Primero, el Tribunal Supremo de Estados Unidos rechazó por 6 votos contra 3, la petición de aplazamiento de la ejecución y después la Junta de Indultos y Libertad Condicional recomendó por 2-1 que la ejecución debía cumplirse.
Así, el 7 de diciembre de 1982, Charles Brooks tuvo el dudoso honor de ser el primer condenado a muerte ejecutado con la inyección letal.
Sus últimas palabras fueron “te amo”, dirigidas a su esposa.
Un cóctel mortal
Aprobada en 1977, la inyección letal es el último método de ejecución que se utiliza en los Estados Unidos. El primer estado en adoptarla fue Oklahoma y poco más tarde también se impuso en Texas, que se transformó en pionero en su aplicación con la ejecución de Brooks cinco años más tarde.
La propuesta de utilizarla surgió poco después de la reinstauración de la pena de muerte en el país, que había estado suspendida entre 1967 y 1976. Se la tenía como una manera de “humanizar” las ejecuciones.
Nadie reparó – o si lo hizo, lo ignoró – que un antecedente relativamente reciente de provocar la muerte inyectando sustancias letales tenía a los nazis como protagonistas, que probaron el uso de venenos de todo tipo en los campos de concentración.
En la moderna versión norteamericana, se utiliza un barbitúrico de acción letal que se inyecta de manera endovenosa combinado con un producto químico paralizante. No todos los estados donde se aplica utilizan los mismos elementos.
En Texas, donde fue ejecutado Brooks, se utilizan tres sustancias que se inyectan una detrás de la otra. La primera es tiopental sódico, que hace perder el conocimiento; la segunda, bromuro de pancuronio, que paraliza el diafragma y corta la respiración; y la última cloruro de potasio, para provocar un paro cardíaco.
Así, el condenado, atado de pies y manos en una camilla, primero pierde el conocimiento, después deja de respirar y finalmente el potasio le detiene los latidos del corazón.
En general, el proceso hasta la muerte dura alrededor de 7 minutos.
Para que nada falle, el protocolo indica que un técnico entrenado debe poner agujas en venas de los dos brazos. En una de ellas se inyectan las sustancias, la otra no recibe nada, pero está lista por si algo falla en la primera. Todo el procedimiento debe estar monitoreado por un médico presente, que es quien finalmente confirma la muerte.
Las controversias
Más allá del despropósito de sostener que la ejecución de una persona – sin importar qué delito haya cometido – puede ser humanizada, la experiencia en la aplicación de la inyección letal ha dado pruebas de, en algunos casos, causar mayores sufrimientos que los otros métodos.
Por ejemplo, si el condenado ha sido drogadicto y tiene las venas cicatrizadas, o bien se hay dificultades para encontrarle la vena, se lo somete a una operación para encontrarla. Eso prolonga la agonía, porque de alguna manera la ejecución comienza con esa operación.
Si se falla en encontrar la vena o, por alguna razón, la aguja se corre de lugar, el veneno podría entrar en una arteria o un músculo, lo que provoca un fuerte dolor y, también, la prolongación del proceso.
Si no se mezclan bien los componentes – como se ha registrado en no pocas ocasiones – la sustancia puede espesarse y obstruir las venas. Ha habido casos en que la primera sustancia – la que hace perder la conciencia – no actúa con la rapidez precisa y el reo queda despierto y se da cuenta de que se está ahogando cuando actúa la segunda, que paraliza los pulmones.
El caso más escandaloso ocurrió el 15 de septiembre de 2009 el reo condenado a muerte Romell Broom sobrevivió a su ejecución mediante inyección letal en la Prisión Sur) de Lucasville, Ohio. El gobernador del Estado, Ted Strickland, decidió suspender la ejecución y posponerla una semana después de que el condenado hubiera recibido 18 pinchazos en diversas partes del cuerpo.
Por falta de suministros, en julio de 2014, Arizona usó una nueva combinación de drogas en la inyección letal para ejecutar a Joseph Woods, un asesino convicto. Después de la inyección, el hombre demoró casi dos horas en morir. Una junta de revisión estatal dictamina posteriormente que las ejecuciones futuras se llevarán a cabo con una fórmula de tres medicamentos o una sola inyección de medicamento si el estado puede obtener pentobarbital.
Unos meses antes, en enero, Ohio ejecutó a Dennis McGuire con una nueva combinación de sustancias, también por falta de disponibilidad. El proceso de ejecución se prolongó durante 24 minutos y el condenado estuvo jadeando en busca de aire durante 10 a 13 minutos, según relato de Alan Johnson, cronista del Columbus Dispatch.
Derecho a la elección letal
Este tipo de información circula con velocidad por los corredores de la muerte de las cárceles estadounidenses donde, desde la reinstauración de la pena en 1976 – y hasta 2020 –, 1359 reos fueron ejecutados por inyección letal, 163 fueron electrocutados, 11 murieron en la cámara de gas y 3 fueron ahorcados.
Luego de varias ejecuciones prolongadas y dolorosas, la “mala prensa” de la inyección letal y sus riesgos nada “humanitarios” hizo que no pocos condenados plantearan su derecho a elegir la manera de ser ejecutados.
David Earl Miller, un preso del estado de Tennessee fue electrocutado en diciembre de 2018 luego de pasar 36 años en el corredor de la muerte. Los últimos tiempos los dedicó a conseguir que lo sentaran en la silla eléctrica, alegando que la inyección letal implicaría un mayor sufrimiento.
Un mes antes Edmund Zagorski había tenido la misma posibilidad gracias a un antiguo artículo de la ley penal de Tennessee que establece que los reclusos cuyos delitos se cometieron antes de 1999 tienen esa opción. En cambio, todos aquellos que cometieron delitos en este siglo deben morir en la silla eléctrica, que es el método de ejecución que utiliza el Estado.
En Alabama, más de 50 reclusos han preferido ser ejecutados con nitrógeno en la cámara de gas en lugar de recibir una inyección letal, cuando se les comenzó a dar esa opción a principios de 2018.
En algunos casos, fue directamente la justicia estatal la que puso freno al uso de la inyección letal por los riesgos y sufrimientos que provoca. Por ejemplo, los tribunales de Nebraska y Georgia la han declarado “inconstitucional”.
En 23 estados de los Estados Unidos estas polémicas no existen, simplemente porque abolieron la pena de muerte.
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