Algo hay allí. Pero nadie sabe qué. Tal vez no sea el misterio profundo e insondable que la mitología, varios pícaros, la incertidumbre, la falta de certezas, las dudas, las teorías sobre extraterrestres y los agujeros magnéticos crearon a su alrededor. Pero algo pasa en ese espacio llamado “Triángulo de las Bermudas” porque a siete décadas del incidente que le dio origen, fama y leyenda, su nombre geométrico, geográfico y nigromante es sinónimo de lo raro, lo ignorado, lo perdido: no se sabe qué pasó, o donde fue a parar aquel libro o las llaves, o el papel tan importante: se perdieron en el triángulo de las Bermudas.
El nombre cifra lo exacto, al decir de Jorge Luis Borges. Se trata de un triángulo, escaleno para los exquisitos, de más de un millón de kilómetros cuadrados, que son muchos, de puro mar con proyección al puro cielo, con vértices en las islas Bermudas, Puerto Rico y las costas de Miami. Allí siempre pasaron cosas raras. El mar se tragó varios barcos a lo largo de un par de siglos. Eso no es lo extraño: se trata de una zona que fue, lo es todavía, una poblada ruta marítima azotada por huracanes, tifones y otras calamidades climáticas. Por supuesto, también se vieron monstruos marinos legendarios y, cuando la cultura dio para eso, también surgieron historias sobre avistamientos luminosos y veloces en el acechante cielo abierto de ese sitio encantado.
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La fama del Triángulo de las Bermudas
Hace setenta y siete años, el Triángulo de las Bermudas saltó a la fama. Fue gracias al Vuelo 19, que debió ser de rutina y no lo fue; tampoco era el Vuelo 19 un vuelo común: era una misión de adiestramiento que llevaban adelante cinco aviones TBM Avengers, bombarderos torpederos, de la marina de Estados Unidos. La tarde del 5 de diciembre de 1945, ocho meses después del fin de la Segunda Guerra en Europa y a tres meses de la rendición de Japón en el Pacífico, la escuadrilla de bombarderos al mando del teniente Charles Carrol Taylor salió de Fort Lauderdale, Florida con una ruta fijada y una tarea a cumplir: volar en un triángulo, oh ironía, que los llevaría unos trescientos kilómetros al Este, otros cuarenta al Norte, luego un giro al sudoeste y vuelta a casa. En el medio, debían dejar caer unas bombas en unos peñascos que servían de blanco. Nada del otro mundo.
A las dos y dos minutos los aviones despegaron y de inmediato estuvieron en formación a una velocidad de trescientos kilómetros por hora. A las tres, Taylor informó que habían soltado sus bombas sobre el arrecife. Una hora y media más tarde, cuando todos ya debían estar de regreso en casa, el comandante Taylor envió por radio un extraño mensaje: “Llamando a la torre… Esta es una emergencia. Parece que estamos fuera de curso. No podemos ver tierra. Repito; no podemos ver tierra”. Cuando la torre de control preguntó a Taylor cuál era su posición, a respuesta fue sinónimo de fatalidad: “No estamos seguros de nuestra posición. No podemos estar seguro de dónde estamos. Parece que nos hubiéramos perdido”.
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Se habían perdido. El control de la misión en tierra le indicó a Taylor virar hacia el Oeste. Y Taylor volvió a dar una respuesta extraña, que cimentaría el mito del Triángulo de las Bermudas: “No sabemos qué dirección es el Oeste. Todo está mal… extraño. No podemos estar seguros de ninguna dirección. Ni siquiera el océano tiene el aspecto que debería tener…” Quince minutos después, la torre de control oyó a los tripulantes de la misión, una nave con dos hombres y el resto con tres, hablar entre ellos. Así supieron que dos pilotos sugirieron girar al Oeste, convencidos de que así regresarían a su base. Si hubieran seguido ese consejo, al menos habrían dado con tierra firme. Pero obedecieron al joven comandante Taylor, de veintiocho años.
Desde la torre de control escucharon a un piloto de los Avengers, Edward Powers, decir: “No sé dónde estamos. Creo que nos perdimos luego del último giro”. Mientras, Taylor informaba a la torre: “Intento localizar Fort Lauderdale. Estoy sobrevolando tierra; estoy seguro de que estamos sobre los Cayos, pero no sé cuánto nos hemos desviado hacia el sur. No soy capaz de llegar a Fort Lauderdale”. La escuadrilla estaba al parecer fuera del alcance de los radares, pero eran posibles algunas comunicaciones radiales esporádicas. Taylor creía volar sobre los Cayos de Florida, una cadena de islas pequeña que se extienden doscientos kilómetros al sur de la península. Pero era imposible que, a cuarenta minutos de soltar sus bombas sobre el blanco, los aviones volaran sobre el sitio que describía Taylor.
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Las investigaciones posteriores sugirieron que la escuadrilla decidió tomar un atajo para regresar antes a Lauderdale, y erraron los cálculos en pleno vuelo. Un radar terrestre leyó que los Avengers habían sobrevolado la isla de Gran Bahamas y no los Cayos. En suma, los cinco aviones estaban en el Atlántico, al este de la costa, cuando el comandante del escuadrón creía que estaban al sureste de Fort Lauderdale. Todo al revés.
Poco después Taylor indicó que iba a tomar un rumbo de 030 grados durante cuarenta y cinco minutos para luego volar rumbo al Norte en busca de alguna certeza sobre su posición. La decisión los alejaría todavía más de la costa y los metería de lleno en el Atlántico. El comandante informó luego: “Volaremos rumbo doscientos setenta grados hasta que encontremos tierra, o nos quedemos sin combustible”. Y más tarde: “Creo que no hemos volado suficiente tiempo rumbo este. Debemos dar la vuelta y volar otra vez rumbo Este”. Cerca de las cuatro y veinte de la tarde llegó a la torre el último mensaje del Vuelo 19. “No estamos seguros de dónde estamos… Unas doscientas veinticinco millas al noroeste de la base. Parece como si estuviéramos…”
Nunca se supo más nada de ellos
Mar, aire y tierra se llenaron de patrullas de rescate. Un hidroavión Martin PBM Mariner con trece hombres a bordo despegó de Fort Lauderdale para buscar la patrulla perdida. Cinco minutos más tarde, había desaparecido. Al parecer, estalló en el aire. Durante toda la noche y la mañana siguiente, 6 de diciembre, veintiuna naves de guerra, entre ellas un portaviones, trescientos aviones y doce cuadrillas terrestres buscaron a los hombres perdidos en los dos vuelos: los catorce pilotos del Vuelo 19 y los trece del Mariner. Ni rastros. Ni restos. Ni una sola mancha de aceite en la inmensidad del mar.
Faltaban pistas y sobraban preguntas. ¿Por qué no hubo ningún SOS del Vuelo 19? ¿Cómo fue que no se recogieron desechos de los aviones caídos, cinco bombarderos torpederos y un hidroavión? ¿Por qué el hidroavión no intento amerizar? ¿Por qué estalló en el aire? ¿Qué pasó ese 5 de diciembre de 1945? La Junta Naval que investigó ya no la caída de los aviones sino también su desaparición, sentenció: “No estamos en condiciones ni siquiera de formular una buena suposición sobre lo que sucedió”. Veinte años después, en 1965 y parte de 1966, el National Bureau of Standards, la Junta Nacional de Medidas de Estados Unidos, estudió la línea costera a lo largo del Triángulo de las Bermudas y usó micrófonos especiales e instrumental técnico innovador para detectar ultrasonidos. Escucharon algunos murmullos, qué menos, pero no pudieron identificarlos. En 1967, la marina de Estados Unidos invirtió cinco millones de dólares de la época para registrar con submarinos parte del fondo del océano, pero no encontró rastros de los aviones perdidos.
Así nació el mito del Triángulo de las Bermudas. Hay algo allí, pero nadie sabe qué.
La primera mención la hizo en 1950 el periodista Edward Van Winkle Jones, de la Associated Press, y citó algunos barcos perdidos en la zona de Bahamas. Su artículo también habló de la desaparición de barcos, aviones y pequeños botes a las que calificó de “misteriosas”. En 1952 otro periodista George X. Sand, escribió en la revista “Fate”, que en esa zona ocurrían “extrañas desapariciones marinas”. En 1964 un escritor sensacionalista, Vincent Gaddis, acuñó el término “Triángulo de las Bermudas” en un artículo para la revista “Argosy” una revista “pulp” (de baja calidad, baratas, con relatos de ciencia ficción) famosa en Estados Unidos. Sand publicó en 1965 un libro, “Invisible horizons: true mysteries of the sea -Horizontes invisibles: los verdaderos misterios del mar”, que incluía un capítulo titulado “El mortal Triángulo de las Bermudas”. Fue el artículo que fijó los “limites” Miami-Puerto Rico-Bermudas que respetaron después todos quienes se ocuparon del misterio.
El que se llevó las palmas fue Charles Berlitz, que convirtió todo en un gran mito. Era un escritor neoyorquino de ciencia ficción, con más de ficción que de ciencia, que en 1974 publicó el libro “El Triángulo de las Bermudas”, en el que mezclaba los textos de Gaddis con algunos otros casos de desapariciones de naves en la zona, a las que agregaba un poquito de historia con falsedades, invenciones y recreaciones dudosas. Al tipo le importaba todo nada. Vendió veinte millones de ejemplares, que era lo que quería, y dio conferencias con apariencia de sesudas sobre su “descubrimiento”. Hoy sería líder en algunas redes sociales, pero Berlitz murió en 2003. Pelafustán o no, agigantó el mito con la inclusión de naufragios, hundimientos y desapariciones de naves que en verdad ocurrieron en la inmensidad del Atlántico, bastante lejos del Triángulo.
Por supuesto, Berlitz se ocupó del Vuelo 19, no se lo iba a perder: tergiversó algunos hechos importantes y omitió otros que sí lo eran. Por ejemplo, habló de “un experimentado escuadrón de aviadores de combate que se perdieron en una tarde soleada”. No era verdad. Los pilotos del Vuelo 19 carecían de experiencia, con excepción del comandante Taylor que había estado en combate en el Pacífico contra los japoneses, pero carecía de horas de vuelo en esa zona del Caribe. Tampoco era demasiado cierto que Taylor era un hombre calmo y confiable: su hoja de servicios consignaba que en la guerra había abandonado en dos ocasiones su ruta de vuelo fijada para regresar a su portaviones; durante el Vuelo 19, las transcripciones radiales revelaron que estaba desorientado y no era capaz de tomar decisiones de confianza. Algunos historiadores sugieren que la marina americana alteró un poco su informe final para presentar a Taylor con una imagen más favorable.
La explicación más plausible es que los aviones de Taylor se adentraron en el océano mientras sus pilotos creían que se dirigían a tierra, cayeron en las profundidades, muy lejos de las costas, y se hicieron inhallables; es probable también que el hidroavión Marine haya estallado por una fuga de combustible.
De todos modos, la ciencia sostiene que ciertas partes de los océanos pueden producir componentes químicos que podrían afectar a los seres humanos hasta hacerles perder el sentido de la orientación. Ya en los años 70 las investigaciones del Max Planck Institute, de Alemania, habían detectado y revelado altas concentraciones de óxido de nitrógeno, conocido como el gas de la risa, en la zona vecina a Islandia. El informe sostenía que los mares atraviesan “fases químicas” y que, en algún momento del desarrollo de esas fases podían producirse reacciones químicas emparentadas con la descomposición orgánica, conocidas como catabolismo. Por su parte, el mito y la fantasía hablan, cómo no, de fuerzas extraterrestres con bases en las profundidades del mar, ovnis y “agujeros magnéticos o gravitacionales”.
Chismecito del ambiente: quien haya tenido la fortuna de volar esas rutas aéreas, Miami-Managua, Miami-Bahamas, por ejemplo, sabe por experiencia que algo pasa allí. O cerca. Por lejos que se vuele del Triángulo de las Bermudas, en esos cielos los aviones crujen, se desperezan como un animal a quien algo molesta en su rutina; los vientos mueven a capricho los gigantescos Boeing, tan lejanos y más poderosos que los fieros bombarderos y torpederos Avengers. Y los mueven en sus tres posibles direcciones: de arriba hacia abajo, de izquierda a derecha, o los hacen rotar sobre su eje. Mete miedo. Y el mito completa la angustia. Siempre se llega a destino, sano y salvo.
Los expertos dicen que a las tragedias aéreas las provocan los yerros humanos, las fallas de material o ambas cosas combinadas. Pero es imposible no pensar que algo extraño pasa en el Triángulo de las Bermudas.
Sólo que nadie sabe qué.
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