Ojo con los barcos. No se puede jugar con ellos. Son animales muy supersticiosos. Y el mar es voraz, colérico y mortal. No se puede cambiar el nombre de un barco: lo acecha la desgracia. Hay que cuidar muy bien quién y por qué sube a ellos si es ajeno a la tripulación: el mar se enoja. No se puede cambiar la función para la que fue creado el barco: si es la guerra, que sea la guerra; si es el placer de un crucero, sea un crucero; si es la pesca, que no se transforme en buque para estudiar los cielos, de lo contrario los océanos pasan factura. Así lo atestiguan cientos de naufragios que gritan su advertencia desde el fondo de las profundidades de un planeta que es casi todo agua. Ojo con los barcos.
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El HMHS Britannic había nacido para transatlántico de placer y no para terminar, como terminó, en el fondo del mar Egeo; nació para transportar miles y miles de pasajeros dichosos de haber comenzado el que era un siglo nuevo, el siglo XX, y ansiosos por recorrer un mundo que iba a cambiar para siempre. No debió llevar la sigla HMHS, sino, simple y sencillo, HMS. Eso significa His Majesty’s Ship. O debió lucir en su proa las letras RMS (Royal Mail Ship) de los barcos autorizados a transportar el correo de la corona británica. En cambio lo transformaron en buque hospital y por eso fue HMHS, His Majesty’s Hospital Ship. Ojo con los barcos. La culpa de todo, del cambio de nombre del Britannic y del cambio del mundo para siempre, la tuvo un chico bosnio, fanático y cegado por la violencia, que encendió la chispa de un barril, aquella Europa del 1900, que desbordaba pólvora.
Tres barcos nacidos para el placer
Britannic era un proyecto de la compañía naviera White Star Line que construyó tres barcos para desafiar a los mares y a la historia. El primero fue el RMS Olympic, el segundo fue el RMS Titanic y el tercero fue, o debió ser, el RMS Britannic, que se empezó a construir, como sus hermanos gemelos, en los astilleros Harland & Wolff de Belfast y en el mismo sitio en el que se había construido el Olympic. Los primeros remaches del gigante empezaron a sellar el acero el 30 de noviembre de 1911, cinco meses antes de la noche del 14 al 15 de abril de 1912, en la que el Titanic se fue al fondo del mar helado, camino a Southampton, junto con mil cuatrocientos noventa y seis pasajeros.
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El Titanic fue otro barco al que se le cambió el destino: era el transatlántico más lujoso de la época, pero en vez de quedarse con ese título, que ya es bastante, se lo proclamó como insumergible, como ejemplo del poder del hombre de dominar las aguas. Y ahí está todavía el buque, en el fondo del mar, sin completar siquiera su viaje inaugural. No provoques al mar, que cuando se pone fulo arma desastres.
Lo que hicieron los constructores del Britannic fue aprovechar la experiencia fatídica del Titanic para incorporar mejoras. Por ejemplo, destinaron más compartimentos estancos para evitar la entrada del agua en caso de una insospechada avería. Este también sería un barco insumergible. La puesta a punto se demoró más de lo previsto y recién fue botado el 26 de febrero de 1914: gran ceremonia, cena de honor, brindis generosos y barco emblema.
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Entonces echó todo a perder el chico bosnio. Se llamaba Gavrilo Princip, tenía 19 años; era, y así lo dijo, un nacionalista yugoslavo que pretendía la unificación de todos los eslavos meridionales fuera de la influencia de Austria. Y quería también que Serbia ya no se metiera más con Bosnia Hercegovina. Así que el 28 de junio de 1914, integrante de una secta de conspiradores, baleó y mató en Sarajevo al archiduque Francisco Fernando, de Austria, y a su mujer, Sofía, duquesa de Hohenberg. Un mes después, estalló la Primera Guerra Mundial.
Empieza la Primera Guerra Mundial
La Primera Guerra Mundial no iba a ser la Primera Guerra Mundial. La cuestión de los Balcanes se iba a solucionar con unos pocos disparos y una guerrita de tres por veinte; “En quince días estamos de regreso en casa”, decían los condecorados militares del Imperio Austro-Húngaro, mientras bailaban Strauss en los salones dorados: duró cuatro años, costó millones de muertos, terminó con el Imperio Austro-Húngaro, selló la derrota de Alemania, sembró la semilla de la Segunda Guerra Mundial y recién aquello tuvo fin con la Guerra Yugoslava de 1995. Y a no cantar victoria todavía.
Con Gran Bretaña envuelta en el terrible conflicto, el destino de sus barcos cambió. El Almirantazgo requisó un gran número de naves, cruceros, mercantes y buques de carga, para el transporte de tropas. Pagó a las compañías privadas por el uso de esos barcos, pero el riesgo de perderlos siempre pesó más que la paga, que no fue generosa, dada por el Estado. Los transatlánticos eludieron en cierto modo el servicio militar forzado que pensaba para ellos la máxima autoridad naval inglesa: eran barcazos difíciles de maniobrar y de artillar. El Olympic, por ejemplo, regresó a Belfast el 3 de noviembre de 1914, cuando la guerra llevaba poco más de tres meses, mientras los trabajos de puesta a punto del Britannic se demoraban: cuanto más tiempo tardara en tocar el agua, menos peligro corría.
El Britannic ya había sufrido un cambio de nombre. Difícil de probar, salvo por testimonios orales y débiles documentos escritos. Iba a ser bautizado como “Gigantic”. Los periódicos americanos de noviembre de 1911 registraron una orden de la compañía White Star Line con ese nombre, y alguna copia del libro de registros del astillero de Belfast lo tiene anotado con ese nombre. Pero para enero de 1912, tres meses antes del desastre del Titanic, el Britannic ya era Britannic.
En mayo de 1915, a seis meses de iniciada la Primera Guerra, completó sus pruebas en el mar y se preparó para entrar al servicio activo: no sería un lujoso buque de placer, sino que iba a transportar tropas. Un hecho debió servir como alarma. El 7 de mayo, en plena guerra naval entre el Imperio Alemán y el Reino Unido, el gran transatlántico RMS Lusitania fue torpedeado y hundido por el submarino SMU-20. Se hundió en apenas dieciocho minutos frente a las costas de Irlanda, en el cabo Old Head of Kinsale, y con él se llevó la vida de mil ciento noventa y ocho personas, de las mil novecientas cincuenta y nueve que viajaban a bordo.
Si la sangre corría como el agua en Europa, en el Mediterráneo oriental no se quedaban atrás. Una batalla en especial, la de Galípoli, en la península turca de ese nombre, fue tremenda y sangrienta: murieron allí cerca de medio millón de hombres de los dos bandos, los aliados terminaron derrotados y Winston Churchill echado con cajas destempladas de su cargo de Primer Lord del Almirantazgo británico. Pero mientras la batalla seguía su curso, hasta allí había que llevar tropas y evacuar heridos.
El RMS Mauretania y el RMS Aquitania, de la empresa Cunard Line, fueron los primeros transatlánticos requisados como transportes militares. Los heridos eran tantos, que el Aquitania pasó a ser un buque hospital para atenderlos y evacuarlos. El 13 de noviembre de 1915 el Britannic fue requisado también como buque hospital: en Belfast le pintaron el casco de blanco con grandes cruces rojas y franjas horizontales verdes; instalaron en sus lujosas dependencias tres mil trescientas nueve camas, varios quirófanos y subió a bordo un equipo médico completo. El 23 de diciembre, al mando del capitán Charles A. Bartlett, un tipo experimentado y valiente, se hizo a la mar de su mal destino. Al servicio de la Cruz Roja británica hizo varios viajes a la isla griega de Lemnos y evacuó a los heridos de la gran batalla turca; pasó un mes como hospital flotante en Cowes, frente a la isla inglesa de Wight y volvió a los astilleros de Harland & Wolff porque hubo un indicio de que sería adaptado de nuevo como barco de pasajeros. Era sólo un indicio: el Almirantazgo lo volvió a llamar como buque hospital. La guerra es la guerra.
Se hunde el Britannic
A las ocho y doce de la mañana del 21 de noviembre de 1916, una explosión sacudió al Britannic que navegaba en el Canal de Kea, cerca de la isla de ese nombre, en Grecia. No llevaba tropas, sólo unos pocos heridos. Había tropezado con una mina sembrada el mes anterior por el submarino alemán U-73, al mando del capitán Gustav Siess. Médicos y marineros, la mayoría desayunaba en el comedor del barco, reaccionaron enseguida: todos fueron a ubicarse en los puestos de emergencia asignados junto a los botes salvavidas. En la popa del Britannic reaccionaron con lentitud: pensaron que el buque había embestido a una nave más pequeña porque la explosión no les había sonado ni fuerte ni peligrosa. Pero lo era.
El capitán Bartlett lo supo enseguida: estaba en el puente de mando en el momento del estallido de la mina por estribor, a la derecha del barco, y le informaron que se había dañado el primero de los mamparos estancos del barco. Intentó entonces una maniobra difícil, llevar el Britannic hacia la costa para “embarrancarlo” a tres millas (poco más de cinco kilómetros) de la isla de Kea. Embarrancado, el barco quedaba inútil, pero no se hundiría. La maniobra fracasó. Por el contrario, el Britannic parecía hundirse cada vez más rápido: quedaron al aire parte de sus hélices y el timón, por lo que el gran crucero de placer quedó imposibilitado de avanzar y de ser guiado: era ya un barco condenado.
Bartlett ordenó cerrar las puertas herméticas, envió un pedido de socorro y ordenó alistar los botes salvavidas. El SOS fue recibido por varios barcos que navegaban en el área, entre ellos el HMS Scourge y el HMS Heroic, que los respondieron y pusieron proa al desastre. Sólo que en el Britannic no se enteraron: la explosión había roto los cables de la antena, tendidos entre los mástiles, y si bien podía enviar mensajes, el buque no podía recibirlos. De esto no se enteraron ni Bartlett ni el operador de radio.
Las mejoras introducidas en la nave después del desastre del Titanic, garantizaban su flotabilidad con seis compartimentos estancos: el Titanic sólo tenía cuatro. El Britannic hubiese podido mantenerse a flote de no haber mediado un trágico error. Contra todas las normas que regían la vida a bordo, había infinidad de ventanas abiertas a lo largo de las cubiertas inferiores delanteras; lo estaban por un deseo de las enfermeras de ventilar los amplios espacios que serían destinados a los heridos. De manera que, aún con los compartimentos estancos a pleno, la paulatina inclinación del Britannic permitió la entrada a raudales del agua por las ventanas abiertas: la popa se inundó y se acabó el número de compartimentos sellados. El Britannic tenía destino de fondo del mar.
Bartlett también lo supo enseguida. Había ordenado preparar los botes, pero no dio la orden de bajarlos. La desesperación hizo el resto. Un grupo de tripulantes, la nave se hundía cada vez más, lanzó dos de las lanchas de salvamento al mar por babor, por la izquierda del Britannic, donde todavía funcionaban las hélices. Los dos botes fueron chupados por las aguas y destruidos, junto gran parte de sus pasajeros. Entre quienes pudieron salvar sus vidas de ese pequeño desastre, estaba la enfermera Violet Jessop, que había sobrevivido al hundimiento del Titanic y también saldría viva del Britannic: nadó con todas sus fuerzas para alejarse de la succión de las hélices. No lo hubiera conseguido si Bartlett no hubiese ordenado parar todos los motores.
A las ocho y cuarenta y cinco, treinta y tres minutos después del estallido de la mina, el Britannic estaba muy escorado, inclinado sobre el mar. Como la velocidad del hundimiento se había hecho más lenta, Bartlett intentó una última jugada: suspendió la evacuación y ordenó encender otra vez los motores. Fue peor. A las nueve le informaron que el leve movimiento hacia adelante y hacia atrás del Britannic había acelerado la inundación que había llegado ya a la cubierta D. Bartlett detuvo los motores, hizo sonar dos alarmas finales, salió a la cubierta inferior con sus botas hundidas en un caudal de agua todavía pequeño y nadó luego junto a su segundo, el comandante auxiliar Dyke, hacia los botes de rescate.
El Britannic se hundió sin remedio, la proa metida en el agua y casi vertical sobre las aguas. Medía doscientos setenta y cinco metros de largo y era más grande que la distancia que lo separaba del fondo marino que lo esperaba con su oscura boca abierta. Cuando la proa se estrelló, la popa todavía estaba en la superficie, así que el barco se deslizó como un gran monstruo herido y se hundió en las aguas. Eran las nueve y siete minutos. La enfermera Jessop tuvo la sangre fría de ser una cronista de lujo de esos últimos momentos. “El barco bajó un poco la cabeza luego un poco más abajo y aún más abajo. Toda la maquinaria de la cubierta cayó al mar como el juguete de un niño. Luego dio un salto temeroso, su popa se alzó a cientos de pies en el aire hasta el último rugido y desapareció en las profundidades, y el ruido cuando se fue a pique fue de una violencia inimaginable.”
En la tragedia sólo murieron treinta personas, más de mil sobrevivieron y fueron rescatados por los barcos que llegaron de inmediato: los primeros, los de los humildes pescadores de la isla de Kea. Si la del Britannic no fue una tragedia similar a la del Titanic, fue porque la temperatura del agua era mucho más alta, veintiún grados en el Egeo contra dos grados bajo cero del Atlántico Norte, porque hubo muchos más botes salvavidas disponibles y porque la ayuda estuvo más cerca. A los pescadores de Kea se unió, dos horas después del pedido de auxilio, el HMS Scourge, que recogió a trescientos treinta y nueve náufragos; el HMS Heroic recogió a cuatrocientos noventa y cuatro que se sumaron a los ciento cincuenta salvados por los isleños. Todos fueron evacuados hacia el puerto de El Pireo, en Atenas, a poco más de una hora y media de navegación desde el canal de Kea.
Mil treinta y cinco personas sobrevivieron al desastre. De los treinta muertos, cinco cadáveres fueron recuperados, el resto nunca fue hallado. En Kea fue enterrado con honores militares el sargento William Sharpe, del RAMC (Royal Army Medical Corps). Otros tres fueron sepultados, también con honores militares, en el cementerio consular y naval de El Pireo, al igual que la última de las víctimas, que murió en el Hospital Ruso del puerto ateniense.
En diciembre de 1975, a cincuenta y nueve años del hundimiento del Britannic, el legendario Jacques Cousteau descubrió los restos y los exploró al año siguiente. Reposan a cinco kilómetros de Kea, cerca de una localidad de la isla llamada Coresia, y a ciento veinte metros de profundidad. Es considerado un cementerio de guerra y su exploración está limitada a buzos profesionales. El Britannic está recostado sobre estribor (derecha) con la proa destrozada por el impacto con el fondo del mar. Cousteau reportó un gran agujero con proyección hacia el exterior, lo que sugiere una gran explosión interna y no la que pudo haber provocado un torpedo o una mina.
¿Existió un acto de sabotaje a bordo del buque hospital? ¿Qué fue lo que hundió al Britannic? En 1995, una expedición dirigida por Robert Ballard, descubridor del Titanic, exploró los restos del Britannic con robots. Localizó las cuatro grandes chimeneas del buque insumergible, y descubrió un importante número de anclas de minas, plantadas en el lecho marino, que confirmaría la teoría del estallido de una mina alemana. En los días del naufragio, la prensa británica aseguró que el buque había sido torpedeado y acusó al Imperio Alemán de crímenes de guerra, dado que se trataba de un buque hospital que podía ser identificado con facilidad. Pero al final de la guerra los registros del submarino alemán U-73 revelaron que su comandante había dejado doce minas en el canal de Kea, algunas en la misma ruta que navegó el Britannic y a dos kilómetros de donde hoy están sus restos.
La muerte de aquel gigante del mar, dedicado al placer de un mundo que se acababa y convertido en hospital, es un misterio.
Más vale dejar esos restos en reposo, convertidos hoy en un arrecife viviente. No se juega con los barcos.
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