Hernán llegó a ese internado, en Paraná, unos meses después de haber terminado la primaria. Tenía 12 años, había nacido en una familia muy católica y era el más chico de nueve hermanos. El plan era que hiciera la secundaria como pupilo para algún día cumplir el deseo -¿implantado?- de ser sacerdote.
Por primera vez en su vida de niño iba a vivir lejos de la mirada de su mamá y de su papá pero ese detalle no pareció ser una preocupación para nadie.
“Yo había nacido en la aldea Santa María, una colonia de Entre Ríos donde la fe católica está muy arraigada, sobre todo la devoción a la Virgen y el respeto hacia los sacerdotes. Se suponía que los sacerdotes del seminario también eran una familia”.
Quien habla con Infobae en el Día Internacional para la Prevención del Abuso Sexual contra las niñas y niños (#19N) es Hernán Rausch, 46 años tiene ahora.
Pasaron tres décadas de los abusos sexuales que sufrió en ese seminario y no se considera una víctima sino “un sobreviviente”. No porque su abusador haya querido matarlo sino por lo que muestran las investigaciones, como ésta de UNICEF: el abuso sexual es uno de los principales factores de riesgo para el suicidio adolescente.
Frágil
Era 1990 y en el Seminario Nuestra Señora del Oráculo -arranca él- los alumnos estaban divididos en dos grupos. Por un lado, los de primero y segundo año, por otro, los de tercero, cuarto y quinto. Cada grupo estaba a cargo de un sacerdote.
“Yo estaba en el grupo de los más chiquitos. Estábamos a cargo del padre Justo José Ilarraz. En el primer año no pasó nada. En el segundo año empezó todo…eso”, arranca.
Por las noches, cuando los pupilos ya habían cenado, subían al primer piso donde estaba el pabellón en el que dormían. De un lado estaban las camas de los más chicos y separados por una pared baja -una especie de medianera-, los mayores.
“Por las noches se dejaban prendidas unas luces tenues amarillas para los que quisieran ir al baño antes de acostarse. Este sacerdote subía a eso de las 22.30 y comenzaba a caminar entre las camas mientras rezaba su rosario. En un momento se apagaba esa luz amarilla pero él continuaba caminando entre las camas a oscuras”.
Hernán lo contó durante dos horas y media frente a la Justicia muchos años después: “La primera vez se sentó en mi cama, yo ya estaba entredormido y me despertó con un beso en la boca. Yo quedé paralizado, no dije nada: es tu superior, el que te cuida, el que vela por vos. Yo estaba en el despertar de mi sexualidad, no sabía nada, y una persona de mi mismo sexo me hacía eso y me decía ‘te quiero’. Yo era chico y me puso en duda: ‘¿esto es normal o no?”.
Estaba claro que no podía hablar del tema con nadie, “que era un secreto entre nosotros porque yo era su preferido. Con el tiempo me fui dando cuenta de que cuanto más le permitía avanzar sobre mí, pasar del beso al manoseo, mayor era su afecto”, sigue.
“Luego ya pasabas a la instancia de su habitación, a donde se suponía que iban sólo los privilegiados. Yo era un niño, veía que otros niños iban y decía ‘qué suerte tienen, yo también quiero ir’. El tipo jugaba con eso, ninguno de nosotros le contaba al otro lo que pasaba ahí adentro”.
Había, según denunció Hernán, un tercer lugar en el que sucedían los abusos sexuales: un pasillo que dividía la habitación del sacerdote de su oficina.
“Te llevaba a su escritorio para hacer una suerte de guía espiritual, un espacio donde contabas lo que te pasaba. Si las sesiones espirituales normalmente eran de 45 minutos, duraban 20, el resto del tiempo me llevaba a ese pasillo y también me abusaba”.
Lo que dice después es una muestra de que los abusos sexuales pueden prescribir para el Código Penal, pero no para el cuerpo. “Pasaron más de 30 años y todavía escucho el ruido de la hebilla del cinturón cuando me lo aflojaba y me bajaba el cierre”.
Las víctimas, asegura, no eran elegidas al azar. “Iba fijando su atención sobre aquellos chicos más frágiles, más vulnerables”. Y habla en plural porque, aunque durante mucho tiempo Hernán creyó que esto sólo le había pasado a él, terminaron denunciándolo siete ex alumnos.
“En el medio de todo esto muere mi papá, yo tenía 15 años. Por eso digo que detectó cómo había aumentado mi vulnerabilidad. Para ese entonces ya me llevaba a ducharme con él, supuestamente para enseñarme a asearme. Ahí me manoseaba, por supuesto”.
Hasta que un día, después de una de esas duchas, “me lleva a su pieza totalmente desnudo y me acuesta en su cama. Recuerdo esa sonrisa sarcástica de triunfo maligno, como si su expresión hubiera dicho ‘ya lo tengo en mis garras’”. Fue ahí que intentó penetrarme”.
A pesar del trabajo fino sostenido a lo largo de dos años y medio, Hernán se dio vuelta e impidió la violación. “Y a él le molestó mucho y me dijo ‘levantate y vestite, hasta acá llegó nuestra amistad’”, detalla. “Después, me llevó a una capilla que estaba en el mismo piso a entregarle a la Virgen la amistad que habíamos tenido”.
La psicopateada tenía una finalidad nítida: quebrarlo para que accediera bajo la amenaza de perder su “amistad y su protección” justo en ese momento, que Hernán también había perdido a su papá.
“Yo no entendía bien qué pasaba, pero sentía que no estaba bien lo que este sacerdote me había hecho. Habrá sido por la educación que me habían dado en mi casa o incluso lo que los mismos sacerdotes me habían enseñado. La cuestión es que no accedí, y no me dirigió nunca más la palabra. Me usó y me tiró”.
Hablar
Hernán todavía no sabe cómo se animó pero al año siguiente, en 1992, “le dije al sacerdote que cuidaba a los más grandes, Juan Alberto Puiggari, que quería hablar con él sobre el caso del padre Justo José Ilarraz. Él asintió con la cabeza, no se sorprendió, como que ya algo venían sospechando”.
La charla fue de noche, “y durante una hora y media. Y el otro sacerdote me escuchó y repitió varias veces ‘Pobre Hernán, pobre Hernán”. El superior, luego, se lo infirmó a quien entonces era monseñor - “un tipo de mucho peso”- y al año siguiente se inició un juicio diocesano, a escondidas de la Justicia.
En ese juicio de cotillón declararon muchos jóvenes. “Me convocaron a declarar en una parroquia. Conté todo, pero no volví a tener ninguna novedad”, sigue Hernán.
“Con el tiempo supe que lo habían encontrado culpable, es más: el abusador redactó una carta en la que reconoció que había tenido ‘relaciones amorosas y abusivas con seminaristas menores’ y mostró arrepentimiento. ¿Sabés qué hicieron frente a la confesión? Lo sacaron del seminario y lo mandaron a estudiar a una universidad de Roma”.
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En resumidas cuentas, cuando volvió de Europa, le prohibieron instalarse en Paraná y lo mandaron a Tucumán para seguir ejerciendo como sacerdote. “Yo ya era adulto pero el tema me seguía angustiando mucho. Si seguía ejerciendo el riesgo era que siguiera causando el mismo daño a otros niños”.
Las condenas
En 2010 -18 años después de habérselo contado a otro superior aquella noche- Hernán volvió a la carga.
“Porque ahora ese superior al que yo le había contado todo, Puiggari, había sido nombrado arzobispo de Paraná, tenía mucho más poder”, sigue. “Cuando le pregunté por qué el sacerdote que me había abusado seguía ejerciendo me contestó ‘prescribió’. No dijo ‘no existió', ‘no pasó'. Habían hecho de todo para que pasara el tiempo y prescribiera”.
Dos años después de ese punto muerto, sin embargo, sucedió algo inesperado. Una revista llamada “Análisis de la actualidad” investigó y publicó el caso. Inmediatamente estalló un escándalo provincial: en la revista decían que las víctimas habían sido unos 50 seminaristas de entre 12 y 14 años.
Ese trabajo periodístico obligó a la Justicia a iniciar una investigación de oficio.
Hernán fue llamado a declarar en un tribunal y fue recién ahí que vio llegar, poco a poco, a otros seis ex alumnos que llevaban años sosteniendo no un silencio cualquiera: el que va comiendo por dentro. Había un hilo que los unía: todos eran de orígenes católicos, humildes y rurales, con algún bache en su estructura familiar (un padre muerto, alcohólico, violento, por ejemplo).
¿Se podía juzgar si habían pasado más de 27 años? ¿Y la prescripción? Ese fue uno de los mayores obstáculos, que llevó años de apelaciones de ida y vuelta. Al final, la Justicia descartó el planteo de la prescripción porque entendió que “el bien tutelado, es decir, el interés superior del niño, primaba por sobre el argumento de defensa del cura.
El juicio comenzó en 2018 -seis años después de la denuncia de la revista- y el primer día declararon tres jóvenes. Hernán fue uno de ellos:
“Mientras iba contando los abusos recordé su perfume, usaba el Old Spice, el de la fragata. A veces salíamos perfumados de su pieza, como que ese olor se te pegaba en el cuerpo. Al día de hoy no puedo oler ese perfume, solo verlo me descompone”.
El sacerdote Justo José Ilarraz, entonces de 59 años, fue condenado a 25 años de prisión por abuso y corrupción de menores contra siete menores. Sin embargo, sus defensores continúan apelando porque sostienen que los abusos sexuales prescribieron, por eso el fallo no está firme. El cura cumple prisión domiciliaria con tobillera electrónica, muy cerca de donde Hernán vive.
El cura ya está por cumplir 70 años, y Hernán todavía espera. La semana pasada el Papa Francisco aseguró que “en la Iglesia algunos no ven claro la lucha contra los abusos a menores”. Después dijo que hay un proceso en marcha y que se está haciendo “con valor, aunque no todos tienen el valor”. Eso, querido Bergoglio, está claro.
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