Un grupo de mujeres con paso vacilante se dirige hacia el río. Nadie las detiene. A nadie le parece que sea una locura lo que están por hacer. Sus miradas están vacías, los pelos sucios y las ropas raídas. Caminan como pueden. Están lastimadas, de algunas heridas todavía cae sangre, casi no tienen energía. Al llegar se llenan los bolsillos y las manos de piedras, lo más pesadas posibles. Y se lanzaban al río, a buscar la muerte, para escapar de lo que estaban sufriendo.
Ese no era el único método. Hubo mucho más que mujeres con piedras en los bolsillos tirándose al río para morir ahogadas. Parejas ahorcándose de una viga de un galpón abandonado. Una familia en la que le padre supervisa cómo todos los miembros se cortan las venas. Una madre envenenando a sus hijos con cianuro. Un abuelo que ahorca a su nieta.
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Caída del nazismo y suicidio
Tras el final de la Segunda Guerra Mundial, tras la caída del nazismo, hubo una ola de suicidios en Alemania. Decenas de miles de personas se quitaron la vida de las maneras más diversas.
Se suelen recordar los suicidios de los jerarcas nazis que no quisieron caer en manos de los aliados. Hitler, Himmler, Goebbels y, luego de la sentencia de Nuremberg, Goering. Fueron poco más de sesenta los altos mandos militares que no quisieron seguir viviendo en un mundo sin nazismo. Sin embargo durante décadas se habló poco sobre la enorme cantidad de civiles que se suicidaron.
Cuando el trámite de una guerra larga y muy cruenta como esta se da vuelta y su resultado parece inexorable, puede desatarse una ola de suicidios. Los japoneses lo hicieron en Okinawa para no caer en manos del enemigo. Y también frente al Palacio Imperial el día que el emperador Hiroito leyó por la radio la proclama que marcaba la rendición (aunque sin nombrar la palabra).
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Este fenómeno, en Alemania, tuvo múltiples causas. La que hay que descartar es que los ciudadanos hayan seguido el ejemplo de su líder. Porque en ese momento, los comunicados oficiales, elusivos en cuanto a cómo se había producido su muerte, hablaron de muerte heroica y dieron a entender que había sido luchando contra el enemigo. Una mentira más.
En los años previos a la caída, la propaganda nazi machacó a su población con la brutalidad del Ejército Rojo. Habló sobre las terribles consecuencias que tendría caer en manos enemigas. Torturas, saqueos, violaciones y asesinatos. La intención era infundir miedo en la población para que no se rindieran y siguieran peleando hasta el final. La comunicación oficial nazi no hablaba de lo que habían hecho sus tropas al ingresar a territorio soviético.
Ante la inminencia de la derrota, ante el irrefrenable avance del Ejército rojo por la parte oriental, los alemanes se comenzaron a suicidar para no sufrir las peores humillaciones y sufrimientos. Los hechos, luego, confirmaron varios de esos temores. Los soviéticos en busca de venganza, saqueando las existencias de licor de cada pueblo y ciudad que atravesaban, sólo dejaban dolor, sangre y humillación a su paso. Hubo en esos meses millones de violaciones de mujeres alemanas.
Si muchos se quitaban la vida antes que llegaran, otro gran número lo hacía tras la presencia de los soldados enemigos en su tierra por las vejaciones sufridas.
Hace pocas semanas se editó en España Prométeme que te pegarás un tiro. La historia de los suicidios de masas en el Tercer Reich del historiador Florian Huber. El libro, que había aparecido un par de años antes en Alemania, pone luz sobre un tema que era una especie de tabú, algo de lo que pocos hablaban. A pesar de ser uno de los periodos más investigados y de que genera un innegable interés son varios los aspectos de la Segunda Guerra Mundial que estuvieron velados hasta no hace mucho: los bombardeos a las poblaciones civiles alemanes, las violaciones del ejército Rojo a su paso y la barbarie en Berlín tras su caída, y ahora los suicidios en masa. Un antecedente de este libro es el de Christian Goeschel Suicide in Nazi Germany que también bucea en la cuestión.
En este caso el silencio de décadas se debió a varios factores. En la Alemania Oriental, por ejemplo, no se mencionaba la cuestión para no tener que asumir las consecuencias (ni siquiera reconocerlas) de la entrada de los soviéticos a ese país.
El título del libro de Huber deriva de una historia que él utiliza para abrir el texto. En un pueblo alemán, un hombre ya mayor es reclutado por el ejército en el intento, desesperado y final, nazi por resistir: el Volkssturm, la Tormenta del Pueblo; milicias integradas por todos los varones alemanes sin excepción que tuvieran entre 16 y 60 años. El hombre es viudo y vive con su hija de 21 años. Antes de partir le entrega un arma cargada a su hija y le enseña a usarla. “Prometeme que cuando los rusos lleguen, te vas a pegar un tiro. De otra manera, no voy a poder seguir viviendo”, le dijo. También le explicó que debía meterse el caño en la boca y gatillar. El hombre partió sin esperanzas hacia el frente, sabía que su destino estaba escrito. Diez días después, Friederike Grensemann, la chica de 21, vio entrar al Ejército roja a su pueblo. Escuchó estampidas, disparos, ruidos de botellas rotas, gritos de dolor, aullidos de desesperados. Se llevó el arma a su boca y el dedo tembloroso acarició el gatillo. Pero decidió no dispararse. Prefería vivir.
Pero hubo muchas otras mujeres que no pudieron resistir. Sólo en Berlín se calcula que en durante 1945 se suicidaron más de 10.000 mujeres tras las violaciones masivas.
Los números no son exactos. La guerra había destruido todo. Es imposible tener estadísticas fiables. También había destruido el tejido social.
El caso de Demmin
Un ejemplo atroz de este fenómeno trágico fue el pueblo de Demmin ubicado en la Pomerania Occidental. Tenía 15.000 habitantes. Más de 1.000 se suicidaron después de la guerra. Una tasa altísima que habla de la devastación del pueblo.
La gente de esos lugares no pasó de una vida tranquila y de lujos al desastre. Desde hacía mucho tiempo sufrían bombardeos, privaciones de todo tipo, hambre, la muerte de sus seres queridos. Sin embargo, en ese momento, con la derrota consumada y con el enemigo, el vencedor, arrasando, decidieron no sólo quitarse la vida, sino también matar a sus hijos.
La historia retiene el caso de Magda Goebbels que en el bunker de Hitler envenenó a sus hijos antes de tomar ella el cianuro junto a su esposa: “El mundo que viene después del nazismo y de Hitler es un mundo que no merece la pena ser vivido. Por eso me llevo a mis hijos conmigo”, dijo. El caso puede leerse como el de unos fanáticos, demasiado vinculados con el poder, que sabían que sería imposible para ellos una vida normal portando ese apellido. Sin embargo, el caso de padres de familia que decidieron matar a sus hijos se presentó en toda Alemania. Hubo familias enteras que entraron a un río atadas para que la corriente se los llevara a todos juntos. En otros el padre se encargaba de matar a sus hijos y a su esposa para luego suicidarse él. En Demmin se registró un caso de una mujer que ahorcó a sus tres hijos pero cuando intentó hacerlo ella fue rescatada por otra gente.
Eran tantos los casos que varios testimonios sostienen que los soldados soviéticos intentaron evitar que varias mujeres se suicidaran.
Hubo tres momentos en que los suicidios fueron masivos. Cada ola fue mayor a la anterior, el número de víctimas siempre creció. La primera ola se dio a principios de 1945 cuando la evidencia de que el trámite de la guerra era muy adverso y de que era casi imposible de revertir se hizo evidente: lo que habían luchado durante tanto tiempo se desmoronaba antes sus ojos. La segunda llegó en el momento de la rendición: la desesperación de la derrota, de no saber qué pasaría, la evidencia de todo lo que habían perdido. La tercera fue la que más suicidios produjo y se dio luego de la entrada de los aliados y los saqueos y violaciones masivas.
El temor a los soviéticos, la humillación, la culpa y la vergüenza convergieron. Un coctel que empeoró ante la certeza de que lo que el futuro les tenía preparado era una vida miserable, muy diferente a la que habían disfrutado, un porvenir negro que no merecía ser vivido. Habían perdido el hogar y muchos de seres queridos. Habían perdido también el sentido de la vida. “Era como si las ganas de morir se hubieran apoderado de todo el mundo”, escribió Huber.
El efecto contagio y la sensación de derrota hicieron que muchos vieran como natural el suicidio, casi como la única salida. Tres semanas antes de la caída definitiva, en la última función de la Filarmónica de Berlín, la juventud hitleriana, a modo de souvenir, repartió entre el público pastillas de cianuro para que fueran mordidas cuando el enemigo tomara la ciudad.
Del lado occidental también hubo altas tasas de suicidios ante la llegada del ejército norteamericano, aunque bastante menos que los del sector oriental. El caso paradigmático es el de Leipzig donde hubo centenares de casos. En esa ciudad además la situación quedó registrada por el trabajo de dos corresponsales de guerra, dos fotógrafas excepcionales, que captaron el horror del momento: Margareth Bourke- Smith y Lee Miller. Sus imágenes son impactantes y desoladoras.
La guerra se había terminado. Pero faltaba mucho para que llegara la paz. Las guerras provocan muertes hasta mucho después de que se firme un armisticio o la rendición. Provocan que la gente común se aleje de la razón, que suelte la vida hasta límites insoportables e inimaginables como que una madre mate a sus hijos por el temor a lo que vendrá.
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