Debería estar muerta. Pero vive. Es más, hoy celebra su cumpleaños treinta y tres. Pero hace dieciocho años, cuando tenía apenas quince, Jeanna Giese iba a rozar la muerte y a convertirse en el primer ser humano en sobrevivir al virus de la rabia, sin haber estado vacunada.
El 12 de septiembre de 2004, Jeanna asistía al servicio religioso de su iglesia, St. Patrick Font Du Lac, en la ciudad de Milwaukeee, estado de Wisconsin, en el noreste de Estados Unidos. Buena estudiante, orgullo de sus padres, amante de los animales, Jeanna trazó su cita con la fatalidad en plena ceremonia religiosa. Cuando un murciélago sobrevoló el interior del templo y empezó a tropezar contra los vitreaux, la chica se propuso expulsarlo al exterior no porque considerara que, después de todo, era una presencia malévola en la casa de Dios, sino para que ningún feligrés matara al pobre animalito. Logró echarle un trapo o una prenda encima, lo tomó en sus manos, lo llevó al exterior y lo dejó en libertad. Antes, el murciélago le mordió el dedo índice de la mano izquierda, una cosa de nada, una pequeña herida superficial que la mamá de Jeanna limpió con agua oxigenada.
Treinta y siete días después, Jeanna empezó a padecer síntomas extraños: temblores, cierta dificultad para caminar, visión doble, una fiebre inexplicable, cierta dificultad para hablar y un movimiento involuntario del brazo derecho. Lo grave es que su salud se deterioraba por horas. La internaron en el hospital infantil de Wisconsin, en Wauwatosa, una pequeña ciudad de cincuenta mil habitantes, al sur del estado. Los médicos no sabían qué le pasaba a Jeanna: los síntomas no coincidían con males conocidos; y la medicación para los males conocidos no hacían efecto en la muchacha. Hasta que su madre recordó aquel mínimo episodio casi sin importancia, el del murciélago y la leve mordedura tratada con agua oxigenada.
Fue entonces cuando el doctor Rodney Willoughby y su equipo empezaron a sospechar que Jeanna podía estar infectada con el virus de la rabia. El tiempo que separaba a la mordedura del inicio del tratamiento, más de un mes, auguraba un pronóstico fatal: si lo que Jeanna padecía era rabia, le esperaba una muerte horrible. Era rabia. Lo confirmaron las pruebas de laboratorio enviadas al Centro de Control de Enfermedades. Entonces, Willoughby y el Hospital Infantil de Wauwatosa decidieron apostar todo a una carta.
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¿Qué es la rabia? Es un mal bíblico. Tan antigua como el hombre y para lo que no hay remedio. Es un virus mortal que vuela de huésped en huésped, envuelto en la saliva de los animales infectados. El murciélago, tan útil en su función de equilibrar de algún modo la población de insectos, es uno de sus principales agentes transmisores. El animal infectado muerde lo que está a su alcance porque el virus le impide tragar y beber agua, de allí el término hidrofobia, para designar al mal.
En ambientes salvajes o silvestres, el virus se esparce al resto de la fauna: zorros, zorrinos, lobos, coyotes, vacas, cabras, caballos; en sitios más poblados, uno de los huéspedes más comunes del virus es el perro y, en menor medida, el gato. Por eso es vital la vacunación de los animales domésticos lo que ciñe la transmisión a los perros y gatos callejeros: un riesgo enorme. El ser humano se contagia, si no es mordido él mismo, por el contacto con animales infectados.
El virus ataca el sistema nervioso central de los mamíferos y, al menos hasta antes de Jeanna Giese, una vez manifestados los síntomas clínicos, la rabia es mortal en la mayoría de los casos, animales y humanos. La infección se desarrolla veloz y asciende con rapidez al cerebro y se replica en las neuronas motoras de la médula espinal. El período de incubación es de uno a tres meses, aunque hay casos detectados en menos de una semana y a más de un año de la infección. La inflamación progresiva del cerebro y de la médula espinal es lo que produce la muerte. La rapidez o lentitud en el lapso de incubación dependen de unos cuantos factores: la carga viral, la distancia entre el cerebro y la zona de la mordedura, y los factores inmunológicos de cada persona, lo que hace más vulnerables a los chicos.
La Humanidad debe a Louis Pasteur la vacuna contra la rabia. Es eficaz para prevenir el contagio del virus, aunque también fue usada con éxito en pacientes mordidos por animales rabiosos. De hecho, en julio de 1885, Pasteur salvó la vida del joven José Meister, mordido catorce veces por un perro rabioso, al inocularle su vacuna contra la rabia. La vacuna y el número de dosis a ser aplicadas varió mucho en casi un siglo y medio, pero el tratamiento preventivo antirrábico para personas agredidas por animales tiene aún las mismas bases científicas descubiertas por Pasteur. El suero antirrábico, inmunoglobina de origen humano, también impide que el virus se expanda al sistema nervioso central y detiene la enfermedad, siempre y cuando su aplicación sea oportuna y no haya transcurrido demasiado tiempo desde la infección. De alguna forma la vacuna previene y el suero antirrábico actúa en los pacientes ya infectados.
Hace ya muchos años, el entonces joven periodista Gabriel García Márquez escribió una crónica extraordinaria sobre el caso de un chico venezolano mordido por un perro rabioso. Venezuela tenía en ese momento abundancia de vacunas antirrábicas, pero no tenía un suero, Iperimune, vital para salvar la vida del muchachito. Pese a los años, la crónica de García Márquez desnuda un drama todavía vigente en varias regiones de América Latina y, al mismo tiempo, es un ejemplo de relato periodístico excepcional. Para curiosos, la crónica está titulada “12 horas para salvarlo”.
Con Jeanna al borde de la muerte, el doctor Willoughby ofreció a los padres dos posibilidades: un tratamiento paliativo, con pocas garantías de vida, casi ninguna, o una nueva estrategia agresiva, nunca ensayada hasta entonces: una combinación de fármacos anti excitantes con poderosos antivirales: la condición era poner en coma a Jeanna. La teoría del Willoughby y su equipo decía que si la mayoría de las muertes provocadas por la rabia eran causadas por una disfunción cerebral temporal y no por un daño cerebral permanente, “poner a dormir” el cerebro de la muchacha le daría tiempo a su cuerpo de generar los anticuerpos necesarios para vencer al virus. Era una carta audaz. Era la última carta.
Indujeron el coma farmacéutico de Jeanna, en principio por siete días, con dos potentes drogas: ketamina y midazolam. No la inocularon contra la rabia pero le administraron dos fuertes antivirales: ribavirina y amantadina. Luego, monitorearon minuto a minuto la presencia de anticuerpos contra la rabia en el organismo de la chica y de ácidos nucleicos del virus en su saliva.
Pasada la semana, se redujeron los antivirales y Jeanna recobró el sentido, su estado de alerta permanente, de manera progresiva. A los treinta y un días la sacaron del aislamiento, estaba en cuarentena, porque ya no se detectaron rastros de rabia en su organismo: el virus había sido vencido.
En 2006 regresó a su casa y a su colegio con secuelas leves: su estado cognitivo no sufrió alteraciones; padece un leve entumecimiento en la zona del dedo mordido, cierta alteración en el tono muscular del brazo izquierdo y cierto andar más amplio, por definirlo de alguna manera, cuando corre. Así se convirtió en el primer ser humano en sobrevivir al virus de la rabia sin tratamiento específico contra el virus.
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Ese tratamiento tiene nombre y apellido: protocolo de Milwaukee, o “tratamiento de Jeanna Giese”. Fue usado, esta vez sin éxito, en otros seis pacientes. Eso puso en duda el tratamiento de Willoughby, que respondió en abril de 2007, algo encabritado, con un artículo en “Scientific American” en el que señaló que quienes habían intentado seguir su protocolo “lo habían violado al fallar en la combinación de medicamentos que fue descrita por primera vez”.
Jeanna fue la primera, pero ya no es la única en haber sobrevivido al virus de la rabia. En 2008 un chico de once años de Cali, Colombia, se recuperó después de un tratamiento de coma inducido y aplicación de antivirales. No fue posible aislar el virus de sus muestras de saliva y líquido cefalorraquídeo, por lo que los médicos dudan que haya padecido el mal. En 2013, un joven chileno, César Barriga, mordido por un perro rabioso en Quilpé, Chile, se recuperó igual que Jeanna Giese.
Después de su odisea, Jeanna regresó a su colegio, se graduó con honores en 2007, empezó a manejar vehículos y hoy se dedica de lleno a su profesión. Adivinen qué: es veterinaria.
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