No se habían acallado todavía los siniestros ecos de La noche de los cristales rotos, el brutal ataque de las tropas de asalto nazis de las SA contra los ciudadanos judíos cuando, en Berlín, el 12 de noviembre de 1938, Hermann Göring entró al despacho de Adolf Hitler con una carpeta bajo el brazo.
No se trataba de un informe sobre los atentados perpetrados dos noches antes por los parapoliciales nazis a viviendas y comercios de judíos en varias ciudades de Alemania y de Austria sino de algo mucho peor: su erradicación, para borrar su existencia de los territorios del Reich.
Desde la llegada de Hitler al poder, en 1933, los nazis habían avanzado bastante en ese sentido: la población judía de Alemania se había reducido de 520.000 a 350.000 en apenas cinco años. Había emigrado a otros países para huir de las persecuciones.
Ahora, la idea de Göring era tan simple como delirante: confinar a todos los judíos en Madagascar, una isla del Océano Índico, frente a las costas de África.
El plan contemplaba poner Madagascar bajo la soberanía de Alemania y reubicar a los 25 mil franceses residentes allí, incluso con cierta compensación, para dar espacio vital a los judíos, quienes serían trasladados a la fuerza desde todos los países en la órbita nazi y perderían su ciudadanía.
No le costaría un marco al Reich, porque los gastos de transporte y asentamiento serían sufragados por los propios judíos con sus bienes expropiados al momento de la deportación. Allí vivirían con gobierno propio pero controlado por militares alemanes y solo podrían dedicarse a la agricultura.
En 1938 el proyecto era todavía impracticable. La guerra –aunque ya estuviera en la cabeza de Hitler y en los planes armamentistas de la Alemania nazi– no había comenzado, Francia no había sido ocupada y Madagascar era una colonia francesa.
El Plan Madagascar quedó en suspenso hasta que cambiara la situación.
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La perversión de una idea
La situación cambió en mayo de 1940, cuando las tropas alemanas invadieron Francia atacando la línea Maginot, esa cadena de fortificaciones que los franceses creían inexpugnables, pero sobre todo eludiéndola desde el norte, a través de Luxemburgo.
Cuando el 14 de junio cayó Paris y la Francia derrotada firmó el armisticio, el Plan Madagascar ya había sido reflotado. Si hasta entonces la isla había sido colonia francesa, ahora quedaba bajo dominio alemán.
Esta vez no fue Göring quien volvió a poner el plan sobre la mesa sino Franz Rademacher, diplomático en el Ministerio de Asuntos Exteriores alemán y nazi ferviente. Se lo presentó a Hitler el 3 de junio, cuando Paris aún no había caído.
“La victoria se acerca y Alemania debería hacer posible –en mi opinión tendría que ser un deber– que todos los judíos se marchasen fuera de Europa”, decía Rademacher en la introducción al plan.
Paradójicamente, la idea estaba inspirada en el libro de un escritor judío. Uno de los primeros dirigentes del Movimiento Nacional Judío a favor del Sionismo, Theodor Herzl, había escrito en 1902 una novela titulada Altneuland (Viejanueva tierra) en la que postulaba la isla de Madagascar como futura tierra de emigración para los judíos.
Claro que en la novela de Herzl la isla era una tierra prometida, un lugar de libertad, mientras que en el plan de Rademacher, Madagascar se transformaría en un inmenso campo de concentración.
El Führer “compró” el plan. El 18 de junio de 1940, durante una conferencia para discutir el destino de la Francia derrotada, Hitler y su ministro de Relaciones Exteriores, Joachim von Ribbentrop, informaron a Benito Mussolini y a su canciller, el conde Ciano, del nuevo Plan Madagascar.
Para entonces, Hitler había desechado un plan alternativo que le había presentado Adolf Eichmann, que pretendía confinarlos en Palestina.
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Un campo de concentración insular
Madagascar era también conocida como la “Gran Isla Roja” del Océano Índico, frente a la costa sureste de África y al este de Mozambique. Además de la isla principal, su territorio se extiende también a otras pequeñas islas que la rodean. Con 1.600 kilómetros de largo, es la mayor de África y la cuarta más grande del mundo.
Para 1940, su población estaba compuesta por unos 25.000 ciudadanos franceses, que convivían –en realidad colonizaban– a los nativos de la isla, los magaches.
Era un territorio salvaje, casi virgen, que carecía de infraestructuras de salud. La fiebre amarilla solía hacer estragos, sobre todo entre los nativos.
Su clima, pesado subtropical, supondría una sentencia de muerte para cualquier gran población. Y la llegada de los judíos expatriados la superpoblaría sin remedio. No tendrían lo suficiente para alimentarse ni contarían con viviendas.
El plan calculaba en cuatro millones la cantidad de judíos provenientes de Europa que vivirían desterrados en la isla. Se los despojaría de su nacionalidad y, si bien podrían organizar su propio gobierno local, estarían bajo la supervisión de la autoridad militar alemana.
Reademacher, además, proponía crear un banco europeo que se encargaría de liquidar los activos judíos y también serviría de intermediario entre los habitantes en Madagascar y el resto del mundo, con el objetivo de evitar que los judíos interactuasen financieramente con otros países.
Göring supervisaría la economía del Plan Madagascar y además se crearía un Departamento de Información junto con el Ministerio de Ilustración Pública y Propaganda, que se encargaría del manejo de información dentro de la isla.
El jefe de la división de la Cancillería de Fuhrer, Viktor Brack, coordinaría el trasporte. Las fuerzas militares alemanes construirían bases aéreas y navales.
Aislados, rodeados por el mar y vigilados por las SS, los judíos confinados en la isla no tendrían oportunidad de irse.
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Misión imposible
Pero transportar millones de judíos desde Europa hasta la isla se mostró pronto como una tarea imposible. En el plan original se planteaba que el transporte se realizaría con buques de la Armada británica, dando por sentado que tarde o temprano, Alemania vencería a Inglaterra y tomaría posesión también de sus barcos.
Por otro lado, el bloqueo naval de los ingleses dejó a los alemanes sin rutas marítimas. Y, pese a que Francia se había rendido, el gobierno títere de Vichy nunca firmó el acuerdo de ceder la colonia de Madagascar como pretendían los alemanes.
El Plan Madagascar, ese gueto monumental que tan grandioso le había parecido a Hitler, se derrumbó antes de empezar a aplicarse.
La solución final
Con el proyecto del gran gueto africano desechado por impracticable, los nazis volvieron a poner la mirada en los campos de concentración de los países ocupados de Europa del Este, principalmente Polonia.
Pero ya estaban superpoblados y las nuevas oleadas de detenidos amenazaban con hacerlos colapsar.
Los convirtieron entonces de centros de exterminio, con la implementación de fusilamientos masivos, cámaras de gas y crematorios para procesar los cuerpos de las víctimas.
La tarea de planificar y conducir el genocidio recayó en Adolf Eichmann, el mismo hombre que se había opuesto al Plan Madagascar y propuesto crear un gueto gigante en Palestina, lo que le había valido el rechazo de Hitler.
La “solución final al problema judío”, como se la llamó, fue para él una especie de revancha por aquella derrota.
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