El embarazo había transcurrido sin complicaciones y así, con la ansiedad lógica de las madres y padres primerizos pero con la tranquilidad de saber que todo estaba bien, llegaron a la clínica. La beba venía de cola, ya sabían que iba a nacer por cesárea, y en ese microclima de éxtasis y desconcierto de los primeros días, se fueron de alta. Nadie, en ese contexto, podía imaginar el drama que iba a suceder en casa y durante una siesta apenas cinco días después.
“El único síntoma fue un dolor de cabeza indescriptible”, cuenta a Infobae Cecilia Ortiz, que tiene 37 años, es abogada y trabaja en el Poder Judicial de la Ciudad de Buenos Aires. “Empezó la noche anterior a esa siesta, era insoportable, cerraba los ojos y era peor: sentía que me acuchillaban acá”, sigue, achina los ojos y se apoya la mano arriba de la frente.
Cecilia, como suele sucederle a muchas madres, se había vuelto invisible. Lo único importante parecía ser Julia, su beba, que encima había nacido en pleno rebrote de COVID y con la bilirrubina alta. Que agarre la teta, que no se vaya a caer de la cama, que no sea nada.
Enfocada en eso, el dolor de cabeza que la había mantenido en vela durante la cuarta noche post nacimiento, quedó relegado. Lo que se estaba gestando dentro de su cabeza, sin embargo, era un accidente cerebrovascular hemorrágico, algo que puede pasar durante el puerperio incluso en mujeres sanas y sin otros factores de riesgo, como ella.
Una historia de amor
Antes, casi 20 años antes de la siesta en la que se desencadenó el drama, había comenzado una historia de amor. Cecilia tenía 16 años cuando conoció a Juan; él, 17.
Era el año 2002, el país estaba enterrado en una crisis brutal pero esos dos adolescentes habían empezado a construir una atmósfera paralela: se habían encontrado en un canal de chat y rápidamente habían caído en la cuenta de una casualidad: vivían a una cuadra y media de distancia.
Se vieron por primera vez de día y en una plaza, se pusieron de novios, “cortaron”, fueron amigos, volvieron a salir, volvieron a cortar, volvieron a ser amigos. Ya adultos, cada uno se puso en pareja con otra persona.
“Hasta que nos reencontramos y nos fuimos dando cuenta de que queríamos estar juntos. Él se separó, yo también y hoy te puedo decir que estoy casada con el amor de mi vida”, dice ella sobre él, que es desarrollador de softwares.
Una década después del reencuentro, cuando decidieron que querían ser madre y padre, tuvieron la suerte que muchas parejas o personas solas no tienen: Cecilia quedó embarazada enseguida.
Julia nació tras una cesárea programada y volvieron a casa ya en “modo mamífero”: ese comienzo en el que, sin ninguna experiencia previa, hay que lograr la supervivencia de la cría. El dolor de cabeza insoportable arrancó durante la cuarta noche, en pleno puerperio y recién llegada a casa con una recién nacida, en ese océano de dudas del que no hay retorno.
Agotada, Cecilia se levantó y se tomó la presión: estaba muy alta.
“A la mañana siguiente teníamos que llevar a la beba a un control porque tenía la bilirrubina alta, y yo me concentré tanto en ella que me olvidé de mi dolor de cabeza. Después me sentí muy boluda de no haberme hecho ver, yo tengo un amigo que tuvo un ACV, conocía los síntomas, pero es como que después de parir dejás de existir”, cuenta.
Los conocía, lo que no sabía era que las chances de tener un ACV aumentaban con el embarazo y el puerperio. Según una investigación publicada en julio en “Stroke”, una revista de la American Heart Association, en la última década la tasa de ACV aumentó un 83% en mujeres que están en los primeros tres meses del puerperio.
“Cuando volvimos a casa le dije a mi marido ‘no puedo más, tomá, necesito dormir una siesta’”. Le dio a la beba y “media hora después me desperté del dolor de cabeza. Me quise parar y no pude, me caí, pero no perdí el conocimiento. Yo no sé si eso no fue peor, porque fui sintiendo minuto a minuto cómo las cosas se iban complicando, fui viendo mi deterioro”.
Su hermana médica, del otro lado del teléfono, le hizo varias preguntas y le pidió que dijera una frase: “El flan tiene frutas y frutillas”. Cecilia sabía que esa era una frase que usaban las y los médicos para detectar un ACV y pensó: “Se me desconectó algo”. Quería responder, sabía lo que quería decir, pero se escuchaba muy extraño: “Claro, ya tenía la mitad de la cara paralizada”. Todos los nervios y los músculos del lado izquierdo de su cuerpo se habían paralizado.
Un rato después, Cecilia entraba de urgencia a terapia intensiva con su hermana en la ambulancia. Con una tomografía de urgencia le detectaron un sangrado del lado derecho del cerebro, por eso toda la parte nerviosa del lado izquierdo estaba comprometida. Había tenido un accidente cerebrovascular (ACV) hemorrágico.
“Se fueron descartando las distintas patologías en las que uno piensa en primera instancia frente a un ACV de este estilo”, explicó a Infobae Natalia Ortiz, hermana de Cecilia y médica emergentóloga. “Primero, se descartó que el origen fuera una anomalía vascular, un aneurisma o una malformación, que es lo más común en pacientes jóvenes. Restaban las patologías ‘poco comunes’, que son las propias del puerperio”
Y siguió: “El caso de ella se terminó embolsando en estas patologías peri-parto. La principal sospecha es que hayan habido registros elevados de hipertensión que hicieron que la presión intracraneana se elevara y provocara un sangrado cerebral”.
En terapia intensiva, con la franja izquierda de su cuerpo paralizada y lejos de su beba de 5 días de vida, Cecilia se desesperó: “No pensé que me iba a morir, pensé ‘¿cómo voy a quedar?’, ‘¿cómo voy a cuidarla?’, ‘¿cómo voy a seguir con mi vida?’”.
La situación era tan dramática y la incertidumbre tal que no pensó en cómo iba a sostener la lactancia, algo que parece dividir al mundo: “buena madre” es la que da la teta a cualquier precio; “mala madre” es la que no la da, o se la saca.
Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa
Cecilia no tuvo contacto con su hija durante los 10 días en los que estuvo internada. A nadie le pareció una buena idea llevar a una recién nacida a un hospital en medio de un rebrote de COVID. La situación era extrema, sin embargo, las exigencias hacia la madre no cedieron.
“La primera situación concreta fue cuando mi marido llevó a la nena a un control. La neonatóloga lo atendió y lo primero que le preguntó fue ‘¿y la mamá?’. Él le respondió: ‘Está en terapia intensiva, ayer tuvo un ACV’. La médica le contestó: ‘¿Pero cómo, y la lactancia? Este momento no se puede perder, hay que llevarla a donde esté la madre, van a perder la conexión”.
Cuando le contaron a Cecilia el efecto fue demoledor: “Me mató”, recuerda ahora.
“Las culpas no sólo venían de afuera, yo soy parte de esta sociedad, así que ya sentía las propias. Pensaba ‘¿de qué sirvo?’, ‘la traje al mundo y ya’, ‘tu oportunidad de ser la madre de tu hija es ésta y ya está, se te fue’. Pero una cosa es con lo que una lidia y otra lo que siguen metiéndote de afuera. Evidentemente, las madres recientes no podemos tener una emergencia médica, no está permitido”.
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Su marido le contestó a la neonatóloga: “Le están dando medicación, no puede”. Y la médica respondió algo que no es cierto: “¿Qué medicación? Casi ninguna es incompatible con la lactancia”. Sigue Cecilia: “No digo criterio médico, digo sentido común, más viniendo de una mujer. Le estaban hablando de una mamá primeriza de 36 años con un ACV, era obvio que mínimo me estaban dando algún psicotrópico para no volverme loca”.
La idea de que para ser una buena madre había que inmolarse estaba clara: era el elefante en el consultorio. Y como la creencia de que “la buena madre debe poder hacer todo” también está instalada, la culpa siguió en casa, cuando Cecilia volvió pero sin poder siquiera caminar.
“Al ‘no le puedo dar la teta’, ‘se perdió la conexión’ se sumó el ‘soy la madre y no puedo atenderla’. Porque al principio la escuchaba llorar y no podía siquiera acercarme sola a la cuna para consolarla. Un mes después pude volver a caminar pero el brazo seguía paralizado, por lo que si ella lloraba yo no podía ni alzarla ni prepararle una mamadera”.
Su familia y sus amigos armaron una red fuerte para sostenerla. Su suegro, por ejemplo, se paraba detrás de ella y la ayudaba a sostener a la beba para que Cecilia pudiera intentar bañarla con el brazo que sí funcionaba.
“Era una sensación desesperante, vos le decís a tu brazo y a tu pierna ‘muévanse’ y no pasa nada. Y al mismo tiempo sentía en el brazo algo que se llama ‘dolor neuropático’, que a veces es una quemazón, a veces frío, a veces electricidad. Los nervios estaban en cortocircuito. Llegué a gritar ‘córtenme el brazo, no puedo más’. Es muy difícil ver cómo tu cuerpo deja de funcionar y parece volverse en tu contra”.
Tres meses después del ACV, Cecilia había mejorado y se animó a ir a vacunar a Julia. “Era una de las primeras veces que salía sola con ella, me sentía muy orgullosa. La persona que la iba a vacunar me dijo ‘ahora le podés dar la teta’, y yo saqué la mamadera. Me dice ‘no, la teta’. Yo no tenía ganas de explicar y le dije ‘no toma teta’, y volvió ‘¿pero cómo una criatura de 3 meses no toma la teta?’”.
Cecilia enfureció y le dijo “mirá, tuve un problema de salud” y la enfermera volvió a la carga: “¿Pero qué problema de salud te puede impedir darle la teta a tu hija?”. “Casi me muero”, le respondió Cecilia. Pero la enfermera continuó con el fino trabajo de borramiento de la madre: “Tendrían que haber tomado las medidas para que continúe la lactancia, era muy importante para tu hija”.
Durante los meses que siguieron hubo miradas de todo tipo: gente que hacía muecas en la calle si la beba lloraba en el cochecito y la madre no la alzaba, por ejemplo.
Elegir
Cecilia continuó con un arduo trabajo de rehabilitación y hoy apenas tiene cierta debilidad en los dedos de esa mano. El escenario cambió, sin embargo, el bombardeo de culpas sólo cambió de piel. ¿Dejar a tu hija por placer?
“Un amigo festejaba su cumpleaños y se iban todos a Cancún. En mi familia y mis amigas más cercanas me insistieron mucho para que fuera, venía de pasarla muy mal. Y ahí ni te cuento lo que pasó con las culpas”, sigue ella.
“Había gente que me lo decía en la cara: ‘En esta no te banco, ¿cómo vas a dejar a tu hija de nuevo? ¿Y para irte de vacaciones?’. Yo pensaba ‘si esto lo hiciera mi marido nadie le cuestionaría nada… de hecho hace poco se fue de viaje, ¿vos te pensás que alguien me dijo ‘ay, ¿te dejó sola con la bebé?’”.
Julia tiene ahora 10 meses y una madre que tuvo un aprendizaje en tiempo récord.
“No podía darle la teta, pero sí podía hacer una pila de almohadones, apoyar ahí el brazo que no funcionaba y darle la mamadera. No podía hacerle upa pero podía pedir que me la apoyaran en el pecho y dormir juntas la siesta”, se despide. “La conexión no se perdió, no era cierto. Y yo aprendí que ser mamá es estar desde donde se puede”.
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