Fue un 14 de octubre, lunes, Gastón tenía turno con un traumatólogo por un dolor en las cervicales. Así que se puso el casco, se subió a su moto y salió de su casa, en Ramos Mejía. Entró al consultorio puntual, ya con el casco colgando del antebrazo, pero la secretaria hizo una mueca y le pidió disculpas: el médico acababa de avisar que había tenido un problema personal y no iba a poder ir.
Gastón resopló y preguntó cuándo podía volver. Le dieron un turno para el día siguiente, en el mismo lugar y exactamente a la misma hora.
Al día siguiente entonces, la coreografía arrancó igual. Gastón se puso el casco y se montó en su moto a la misma hora. Pero cuando sólo había recorrido seis cuadras un auto apareció por una bocacalle a una velocidad imposible de esquivar, lo embistió de lleno y lo hizo volar. Su cuerpo cayó 30 metros más adelante sobre un auto que estaba estacionado.
—Si no me hubieran suspendido el turno, al día siguiente yo no habría pasado ni por ese lugar ni a esa hora. Llámalo como quieras, qué sé yo…— dice él.
—Y vos, ¿cómo lo llamás?
—Destino, no tengo ninguna duda. Me tenía que pasar. Y menos mal que me pasó.
La crisis del todo
Acaban de cumplirse tres años del accidente y Gastón Santi escucha la pregunta: “¿Quién eras vos en ese momento, qué te estaba pasando?”. Después se toma unos segundos, busca hacia atrás en el tiempo y se nota que ya se puede mirar desde afuera.
“Básicamente le dedicaba mi vida a mi trabajo. Muchas veces dejaba de hacer cosas que me gustaban: había desplazado juntadas con amigos, tiempo de calidad con personas que quería y quiero. Vivía en automático: iba a trabajar, volvía a casa, iba a entrenar, no salía de eso. Todo lo demás, por ejemplo, ir a ver a mis viejos más seguido, eran cosas que dejaba para después”.
Gastón acababa de cumplir 30 años y trabajaba como Policía de la Ciudad, un trabajo en el Estado porteño que le daba la seguridad de que todos los meses iba a tener un sueldo. Si lo pinchaban un poco, sin embargo, no era ahí donde quería estar.
“Siempre había querido ser deportista pero me ganaban los miedos. ‘¿Y si me va mal?’, ‘¿qué pensará la gente, qué pensará mi familia?’, ‘¿cómo voy a dejar un trabajo seguro para ser deportista?’, ‘acá en Argentina es muy complicado vivir del deporte’”.
La creencia era la misma que puede tener alguien que desea ser cantante, tener una banda, ser futbolista. “Che, eso no es un trabajo, es para tres elegidos”. Y “salir de esos pensamientos me resultaba muy difícil, imposible te diría”, sigue.
También de la idea de “relación de dependencia”, de la seguridad y la estabilidad que ese trabajo le daba aunque el precio fuera tan alto.
“Por eso yo agradezco el accidente, voy a agradecer siempre todo lo que me pasó”, dice él con convicción. Sabe que puede sonar extraño porque fue el accidente en el que tuvieron que amputarle una pierna -¿quién puede agradecer algo así?-, por eso lo explica.
“¿Por qué no cambiaría nada de lo que me pasó? Porque casi me muero: con 30 años casi me muero, y eso me cambió completamente la perspectiva. Un día pensé: ‘¿Y se me hubiese muerto?’. Todo lo que quería ser me habría quedado en el tintero”.
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La crisis, ahora que puede despegarse, no era sólo laboral. Si alguien lo miraba desde afuera, Gastón no sólo tenía un trabajo estable sino una relación de pareja estable, todo lo que se supone que hay que tener para ser una persona “encaminada”.
“Pero estaba en una relación de pareja bastante tóxica, muy complicada. No la estaba pasando bien”, sigue él. “A veces en algunas relaciones te vas quedando por costumbre, ‘bueno ya la conozco’, y aunque te sentís mal, no te animás a separarte, menos a conocer a alguien más”.
Gastón usa la palabra “desamor”. No porque haya sido un amor no- correspondido sino porque amor no era: “Yo mantenía algo que no funcionaba, que era claro que no iba”. Era lo que, en el mundo de las mujeres heterosexuales, se resume en una frase célebre: “No seré feliz pero tengo marido”.
“Estaba mal sentimentalmente, psicológicamente y laboralmente. Con todo ese ruido es muy difícil tomar decisiones, o tomar la decisión correcta. Yo no me sentía pleno, completo, lleno, para nada, pero con todas esas interferencias no sabía qué tenía que hacer para estar mejor”.
Volar
Cuando Gastón alcanzó a ver el auto que apareció por la bocacalle de su lado izquierdo, ya era tarde. El conductor había doblado a toda velocidad por la avenida Brandsen, en Ramos Mejía, y antes de que pudiera reaccionar, lo impactó de lleno. Gastón no sólo tenía prioridad porque venía por la derecha: era una calle de un barrio tranquilo, y lo tomó por sorpresa.
“Así como vino me chocó, no llegó a frenar, nada. Impactó contra mi pierna izquierda y la aplastó contra la moto. Después salí despedido”, cuenta. “Nunca perdí el conocimiento. Crucé volando toda la calle, volé 30 metros, me retorcí hacia un lado en el aire y caí con las costillas contra un auto que estaba estacionado adelante”.
La moto había quedado enterrada abajo del auto; él tirado sobre el asfalto.
Mientras los vecinos, peatones y conductores corrían horrorizados a socorrerlo, Gastón logró sacarse el casco, abrirse la campera, sacar de un bolsillo interno el carnet de su prepaga y pedirle alguien, con un hilo de voz, que llamara a la ambulancia.
Todavía no lo sabía pero podía sentirlo: en el desplome se le habían fracturado varias costillas -desde la sexta hasta la décima- y en varios pedazos. Esas puntas le habían perforado un pulmón y habían causado un neumotórax; el otro pulmón también había colapsado.
“Me miré la pierna y me di cuenta de que estaba destruida. Si quería moverla se caía. El dolor era terrible, el pie estaba completamente dado vuelta y estaba perdiendo mucha sangre. Me senté y me hice un torniquete, con eso mermó un poquito”.
Gastón, de alguna manera, se atendió a sí mismo: “Es que yo, como policía, había visto pila de accidentes así y actué como si fuera el accidente de otro. Pero no era el accidente de otro. Era el mío, por suerte”.
Lo que sigue en su recuerdo es una imagen de película. La gente de la ambulancia que lo llevaba corriendo por los pasillos del sanatorio, él recostado en la camilla viendo los tubos de luz de los techos pasar, las puertas vaivén abriéndose. El frío, por semejante pérdida de sangre, lo hacía temblar.
“Me acuerdo de los cirujanos a los pies de la cama. Levantaban la sábana, me miraban la pierna y hablaban bajito. Me acuerdo textual lo que dijo uno: ‘Vamos a meterlo en el quirófano porque se está yendo’”.
Durante los siete días que siguieron Gastón estuvo en coma farmacológico. En esa semana lo operaron de los pulmones y le hicieron tres cirugías para tratar de salvarle la pierna.
Fue su papá, mientras él seguía dormido, quien tuvo que firmar el consentimiento para que se la amputaran.
“Debe haber sido una decisión muy difícil, yo era muy joven. Por eso se lo agradezco. Qué loco, ¿no? Le agradezco a mi viejo que haya firmado para que me cortaran una pierna”, sonríe.
“Es que esa decisión no sólo me salvó la vida sino la rodilla, porque el aplastamiento había sido tan grave que no irrigaba sangre y, si dejaban pasar más tiempo me habrían tenido que amputar desde más arriba”.
Cuando lo despertaron, Gastón ya no tenía nada de la rodilla izquierda hacia abajo, aunque estaba tapado y no se dio cuenta hasta que se lo dijeron. “El médico me dijo ‘imaginate que agarrás una bolsa de hielo, la tirás contra el piso y la rompés una y otra vez. Así estaba tu pierna”.
Un mes después, el mismo joven que había salido de casa con la idea de ir al traumatólogo y volver, salía del sanatorio en silla de ruedas.
“Como te decía, me tenía que pasar. ¿Por qué? Eso lo descubrí después, lo sé ahora”, introduce. “Porque el accidente me cambió la vida, y me la cambió para mejor”.
Después
Por supuesto que hubo un shock inicial y Gastón necesitó tiempo para procesar. Pero llegó un momento en que empezó a notar que el impacto había sido tan estructural que lo había empujado a hacer todo lo que antes no se había animado.
“Dejé el trabajo, me despedí de la Policía, me separé”, enumera, para empezar. “Todo ese qué dirán, ‘¿y qué va a pensar la gente si hago tal cosa o tal otra?’, desapareció”, cuenta. “Básicamente, empecé a vivir la vida que siempre había querido, empecé a ser yo. Por eso digo que si tuviera que vivir de nuevo todo lo viviría, no cambiaría nada”.
Sin tanto ruido mental y con la certeza de que podría haber muerto, Gastón empezó a tomar decisiones. Mientras se rehabilitaba, empezó a dedicarse a lo que siempre había querido: el deporte.
No se había animado a ser deportista cuando “era normal”, dice, y hace comillas con los dedos, y hoy que tiene una pierna amputada es entrenador físico con especialización en biomecánica aplicada a la fuerza.
Ahora, además, en su vida hay espacio para parar, para los amigos, para su familia, para salir del modo automático. Por eso dice lo que dice cada vez que habla del accidente: “Ahora que me falta una pierna me siento más completo que antes”.
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