Cuando el médico apoyó los estudios sobre el escritorio, levantó la mirada y dijo “es cáncer”, Diego tenía 25 años y un trabajo que se lo estaba comiendo. Era joven, demasiado para andar pensando en la posibilidad de la muerte; sin embargo, aquello que en su momento fue un drama terminó siendo el tallo de todo lo que iba a florecer después.
“Mi relación con mi enfermedad es muy ambigua”, dice ahora Diego Lasso a Infobae, 20 años después, y se le quiebra la voz antes de poder seguir. “Porque fue mi tragedia, pero al mismo tiempo me trajo a ella y a mis hijos”.
“Ella” es Paola Korn, su esposa, la mujer que se seca las lágrimas a su lado y a la que no hubiera conocido si la enfermedad no lo hubiera obligado a dejar ese trabajo para cambiar el rumbo que le estaba dando a su vida. “Mis hijos” son los tres hermanitos que, muchos años después, adoptaron juntos.
El origen
Era el año 2002, Diego venía de ponerle el cuerpo a un arduo tratamiento de quimioterapia y rayos y el médico había sido claro: “Basta con ese trabajo”. Era chofer de los empleados de Aerolíneas Argentinas por lo que trabajaba sin horario, a la hora en que llegaran o partieran los vuelos.
La hermana de Diego fue quien tuvo la idea: “Ponete a estudiar, boludo. Hacete un profesorado, si vos siempre andás leyendo”. Él, entonces, se anotó en el Profesorado de Historia y durante el primer año se hizo muy amigo de otro joven. Fue ese muchacho quien, durante una cena cualquiera, le presentó a su amiga: Paola, una estudiante de Nutrición de su misma edad.
Así, cuando todavía parecía oírse el eco del cáncer de colon, arrancó el noviazgo. La quimio y los rayos habían barrido con todo, “así que siempre supimos que si algún día queríamos tener hijos biológicos íbamos a tener que hacer tratamientos de fertilidad”, cuenta ella a Infobae.
“Pero desde un principio nuestra idea fue ‘no tratamientos’. No queríamos probar y, si fallaban, ir a la adopción. Queríamos que la adopción fuera nuestra primera opción”.
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Siguieron casi 5 años de novios y otros 10 de casados. Recién ahí, cuando ya tenían 40 años, sintieron que había llegado el momento de inscribirse en el Registro Único de Aspirantes a Guarda con Fines Adoptivos (RUAGA) para ser padres por adopción.
A diferencia de lo que sucede en la enorme mayoría de los casos, Diego y Paola ampliaron los límites. Las cifras oficiales muestran que un 88% de los inscriptos postulan a niños de, máximo, 3 años. Ellos, en cambio, se preguntaron “¿hasta 10 años?”. Los dos respondieron “10 puede ser”.
Y aunque sólo un 2% de los postulantes, además, está disponible para 3 o más chicos, ellos se preguntaron: “¿Hasta cuántos niños podríamos nosotros?”. Los dos dijeron “3 puede ser”.
¿Por qué? A él, que en ese entonces era vicedirector en un colegio, un bebé le daba “pachorra”. Ella se ríe y dice: “Creo que pensamos en niños reales. Un chico al que lo sacan de su familia biológica porque está sufriendo maltrato o lo que sea, obviamente no lo sacan solo, lo sacan con sus hermanos”.
Paola conocía otra experiencia en su familia: una hermana que había adoptado a una hija y había esperado siete años. Pero había algo diferente en su caso, porque habían ampliado la búsqueda no sólo a más de uno sino a “chicos grandes”. El llamado del juzgado llegó en septiembre de 2017, un mes y medio después de haberse anotado.
“¿Chicos grandes?” pregunta ella, que es médica especializada en Nutrición. “Cuando recibimos el llamado del juzgado nos contaron que estaban buscando una familia para tres hermanitos varones. Tenían 9, 6 y 5 años, ¿grandes?”.
Sucede que mucha gente cree que es mejor adoptar bebés porque “son una hoja en blanco” o que los grandes “vienen con una mochila demasiado pesada”. Responde Paola: “Cualquier chico que llega a estar en estado de adoptabilidad viene con una mochila, un bebé también. Si viene de una situación de abandono o de maltrato viene con su mochila, más allá de su edad. Nosotros, como pareja, también traíamos la nuestra. Nadie es una hoja en blanco, ni un bebé biológico”.
Diego y Paola escucharon a la asistente social contarles que iban a entrevistar a varias parejas pero igual lloraron de emoción: la familia que siempre habían deseado se sentía cerca.
Si el cáncer había guiado a Diego hasta Paola muchos años antes, una nueva variable -¿una casualidad?- parecía ahora volver a guiarlos.
“Nos citan a la entrevista, nos empiezan a contar sobre ellos, su historia”, recuerda Paola, con cara de “creer o reventar”. “Podían ser chicos de cualquier parte del país, pero de repente nos dicen ‘y están en un Hogar en Benavidez. ‘¿Benavidez?’, pregunté yo. Ahí vivimos nosotros”.
Los tres hermanos vivían en el Hogar de una Iglesia evangélica a dos cuadras y media de su casa.
Y no fue solo esa “casualidad”.
“Cuando les contamos a todos que nos habíamos anotado para adoptar, una amiga que es maestra en un cole de por acá me dijo ‘ay, yo tengo un alumno que se llama Fran, está en primer grado y es un amor total. Está buscando una familia, anotate para él’”.
Paola sonrió por la ocurrencia y le explicó que uno no puede elegir al niño, que podía tocarles cualquiera, dentro del rango de edad que habían puesto, de cualquier parte del país. “Bueno, el día que fuimos a la entrevista nos dijeron las edades y los nombres. El del medio se llamaba Fran: era el mismo Fran”.
“Estas casualidades, por decirlo de alguna manera, suceden mucho en quienes somos familias por adopción. Yo creo que cuando te tenés que encontrar, te encontrás”, se emociona Patricia Carrascal, directora, junto a Camilo Antolini, del documental “El día que nos conocimos”.
Allí abordaron cuatro historias de adopción contadas por sus protagonistas (adoptantes y adoptados): la de Paola, Diego y sus tres hijos es una de ellas.
El día en que nos conocimos
Un día después de esa entrevista les anunciaron que eran “los elegidos”: iban a ser los padres de los tres hermanos. Cuatro días después fueron a conocerlos.
Diego y Paola habían ido a varias charlas, clave para quienes se preparan para ser familia por adopción, y sabían que el encuentro podía ser frío, distante. Pero no fue eso lo que pasó.
“Entraron los tres corriendo. Fran a los gritos: mamá, papá, mamá, papá, mamá, papá”, se ríe ella. “Nos vino a abrazar como si nos conociera de toda la vida. Obviamente que ese ‘mamá y papá' al principio no es real, es un vínculo que hay que construir. Creo que era más bien su deseo”.
Y fue ese mismo día que Juan -el más chiquito, que tenía 5 años- le pidió a Diego que lo llevara al baño. “Llovía mucho, fuimos de la mano. Cuando salió, se trepó para lavarse las manos y cuando estaba en la mesada me dijo ‘upa’. Ahí, a upa, los dos mirándonos al espejo me preguntó: ‘¿Vos vas a ser mi papá?’ y yo le dije: ‘Si vos querés puedo ser tu papá... para siempre’”.
El pequeño Juan se quedó en silencio y después dijo “bueno, quiero”.
Leo, Fran y Juan habían estado dos años y medio institucionalizados. “Es muchísimo tiempo”, suspira Paola, que sabe que la ley establece un máximo de 180 días de permanencia en instituciones. Eso les había dejado consecuencias.
“Nos sentábamos a la mesa y ninguno hablaba, porque habían aprendido que estaba prohibido hablar hasta que no se terminaba de comer. Entonces fue enseñarles ‘acá podemos charlar en familia, es el momento en que nos juntamos y nos contamos cómo estamos’”, cuenta ella.
“Me acuerdo que un día les llevé el desayuno a la cama: un platito con la leche y unas galletitas”, sigue él. “Por poco fue una fiesta, no sabían que se podía desayunar en la cama. O una pavada: andar en calzoncillos en verano. En el Hogar había nenas, entonces tenían que dormir siempre con pijamas largos. Creo que el día que se tiraron en calzones a la pileta fue la tarde más feliz de sus vidas”.
Son detalles pero hablan de un derecho básico que tienen los niños, niñas y adolescentes: a crecer dentro de una familia.
“Un día quisieron ver Harry Potter y a la noche aparecieron muertos de miedo. El más grande temblaba como una hoja. Le digo ‘bueno vení metete con nosotros en la cama’ y me dormí pensando: ¿Qué harán los chicos que están en un Hogar cuando tienen miedo? ¿Alguien los arropará?”.
Había otras consecuencias de haber crecido institucionalizados, por ejemplo, la costumbre de romper juguetes, “porque luego llegaban otros a modo de donaciones”.
“Un día estaba limpiando la pileta y cuando se prende el filtro empiezan a salir un montón de porquerías que habían metido en el agujero. Yo los reté -cuenta el padre- y les dije ‘la próxima vez que hagan algo así se pudre todo’. Como se quedaron callados les pregunté ‘¿saben qué significa eso?’ y Fran contestó: ¿que nos vas a devolver?’”.
Diego y Paola dijeron “noooo” y convocaron a una reunión familiar. Había que construir una relación por fuera del miedo, que quedara claro que podían quedarse sin postre, sin bici o sin tele pero no sin familia.
“Les explicamos: ‘Se devuelven las cosas, los niños no se devuelven”, cuenta ella.
Haber adoptado a “niños grandes” tuvo sus ventajas.
“Porque ellos nos pudieron contar lo que se acordaban, especialmente el más grande, y eso nos ayudó a poder construir esa parte de su historia en la que no estuvimos″, piensa ella. “Fue más fácil para poder enlazarnos y llevar esa mochila adelante entre todos”.
Piensa él: “Yo reniego un poco de eso de ir moldeando a los niños. ‘Tenés que ser hincha de Boca’, ‘tenés que ser católico’. Me gustaría que pudieran construir sus historias con la libertad de elegir. Fran dice ‘cuando sea grande voy a buscar a los que me tuvieron, yo les quiero preguntar qué pasó’. Y ahí estamos nosotros: ‘Bueno hijo, cuando tengas la edad para hacerlo nosotros te vamos a acompañar’”.
Por todo esto es que Diego dijo lo que dijo al comienzo acerca del lado luminoso que a veces tienen los dramas.
“Ahora miro mi cáncer a la distancia y le veo otro significado. Fue por algo”, dice, otra vez emocionado. “Yo soy papá de ellos por mi tragedia y ellos son nuestros hijos por la suya. Nuestras tragedias nos unieron”.
*Estreno del documental: 19 y 20 de noviembre a las 20 en el canal OnDIRECTV (201 & 1201 HD) y en la plataforma de streaming DGO.
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