Mas de tres décadas después, la muerte de Robert Maxwell, el multimillonario magnate de medios, empresario fraudulento, terror de sus empleados y también de los políticos ingleses, sigue envuelta en una nube de rumores y misterio. Suicidio, asesinato o accidente son las tres hipótesis que se siguen barajando sobre su final el 5 de noviembre de 1991, un final sin testigos, porque de manera inexplicable, estaba solo cuando cayó de su yate al mar cerca de ls Islas Canarias.
Ese mismo día, Maxwell debía volver a Londres para enfrentar una investigación por el fraude de los fondos de pensión de los empleados de su diario, el Daily Mirror, por casi 500 millones de dólares. Se sospechaba que había desviado esos fondos para cubrir otras acciones financieras igualmente dudosas. Hacía agujeros en un lado para tapar los que había hecho en otros.
Al enterarse de la muerte, su archirrival, el también empresario de medios Rupert Murdoch, dijo a quien quisiera escucharlo: “Ah, saltó por la borda. Sabía que los bancos lo estaban acorralando, sabía lo que había hecho y saltó”. En su voz se notaba el desprecio y, tal vez, algo de satisfacción.
Pero no todos pensaron lo mismo. Su mujer y madre de nueve sus hijos, Betty, fue terminante: “Nunca se mataría”, dijo. Para ella, la muerte del hombre con el que ya casi no hablaba era un accidente. En cambio, la menor de sus hijas, Ghislaine – con cuyo nombre Maxwell había bautizado el yate que fue escenario de sus últimas horas de vida –, sostuvo siempre que lo habían asesinado.
Por entonces y para todo el mundo Ghislaine era simplemente la hija preferida de Maxwell, una niña consentida. Muchos años después se haría famosa por otras razones: hoy cumple condena en los Estados Unidos por ser cómplice de tráfico sexual y abuso de menores de quien también era su amante, Jeffrey Epstein.
La autopsia de Robert Maxwell no ayudó a aclarar las cosas. Los forenses dijeron que había muerto ahogado, pero no pudieron determinar si había caído accidentalmente por la borda, se había arrojado al mar por su propia voluntad o alguien lo había empujado.
Un accidente, era algo que podía pasarle a cualquiera, pero si se pensaba en suicidio o en asesinato, motivos sobraban para las dos cosas. Maxwell sabía que su fraude lo llevaría a la cárcel y, tal vez, no lo toleró y se tiró al mar. En cuanto a un asesinato, si algo le sobraba a Maxwell eran los enemigos, desde víctimas de sus maniobras fraudulentas hasta servicios de inteligencia de por lo menos dos países.
Robert Maxwell era un hombre que había empezado muy de abajo y llegado muy alto, tal vez demasiado alto, sin vacilar en pisar cabezas en el camino.
De Eslovaquia a Inglaterra
Robert Maxwell nació el 10 de junio de 1923 con el nombre de Ján Ludvik Hoch en una región de Eslovaquia que hoy pertenece a Ucrania. Hijo de una pobre y numerosa familia judía, su infancia se desarrolló en la miseria más absoluta. Ján y sus hermanos dormían sobre un colchón de paja raída y tenían que turnarse para compartir su único par de zapatos.
En 1939, la invasión nazi exterminó a toda su familia menos a él. Se mantuvo oculto hasta que logró escapar a Gran Bretaña. Corría 1940, tenía 17 años y lo recibieron en condición de refugiado. Unos meses después se alistó en el ejército británico para combatir en la guerra. Luchó casi toda la campaña europea desde el desembarco de Normandía hasta la toma de Berlín. Su foja de servicios era impecable, lo que quedó reflejado en sucesivos ascensos, hasta llegar al grado de capitán. Al final de la guerra, fue distinguido con la Military Cross, uno de los máximos reconocimientos militares para los héroes de guerra.
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En 1945 se casó con Elizabeth Mayne, Betty, y decidió cambiar su nombre por el de Ian Robert Maxwell. No pensaba regresar a su tierra natal, donde nadie lo esperaba, sino en convertirse en ciudadano británico con plenos derechos. Su viejo nombre, Jan, quedaba evocado en el primero de los que adoptó, Ian, aunque nunca lo utilizó.
Robert Maxwell sólo miraba hacia adelante.
Negocios y política
Antes de volver a Inglaterra, destinado en Berlín, Maxwell conoció al editor Ferdinand Springer, dedicado a las publicaciones científicas. Debido a las restricciones impuestas por los aliados, como alemán no podía hacer grandes negocios. El futuro magnate de medios se ofreció a distribuirle los libros y las revistas desde Londres y así entró al mundo editorial.
Le fue bien y en 1951 compró el sello editorial inglés Pergamon Press como primer paso para la construcción de su imperio.
Ya por entonces tenía fama de empresario brillante, pero también corrían rumores de que realizaba movimientos dudosos de fondos para comprar otras editoriales y pagar sus propias imprentas. Sacaba el dinero del negocio principal, al que ponía al borde de la quiebra, para poder comprar otros.
Mientras tanto, su fortuna personal crecía a ojos vista. Para 1960 vivía en Headington Hill Hall, una mansión cerca de Oxford.
Estaba decidido dar otro salto, esta vez al mundo de la política. Algunos de sus conocidos de esa época contarían más tarde que Maxwell aseguraba que llegaría a ser primer ministro británico.
Lo más lejos que llegó fue a conseguir un escaño en el Parlamento como representante del Partido Laborista en 1964 y a conservarlos en 1966. Tenía 41 años y aspiraba a más, pero luego de esa experiencia no logró ser reelecto.
Un imperio y un rival
Mientras tanto, su obsesión era crecer en el mundo editorial. En 1969 intentó comprar el tabloide News of the World, pero otro hombre de los medios, Rupert Murdoch, le ganó de mano y lo incorporó a su holding.
Fue el nacimiento de una furiosa rivalidad de dos hombres que buscaban lo mismo: controlar a los poderes políticos y económicos a través de sus periódicos. Para lograr sus fines, Maxwell compró The British Printing Corporation en 1982 y dos años más tarde se hizo con el Mirror Group Newspapers, entre cuyos diarios se encontraban el sensacionalista Daily Mirror, el Sunday Mail, el Sunday Mirror y el Daily Record.
La lucha encarnizada entre Maxwell y Murdoch se hizo legendaria. Sus tabloides competían por sacar a la luz los peores escándalos de los políticos y los miembros de la realeza.
Para seguir creciendo, Maxwell también probó suerte en el mercado estadounidense, donde compró la editorial MacMillan y el New York Daily News. También expandió sus negocios a Israel, donde invirtió en donde invirtió en farmacéuticas, editoriales y empresas informáticas.
Se decía, aunque nunca pudieron probarlo, que tenía vínculos con el Mossad y con el MI6. También se aseguraba que en esos lugares se había ganado más de un enemigo.
Un tirano en las redacciones
Sus empleados no lo respetaban, pero sí lo temían. Hacía y deshacía a su capricho, tanto en el contenido de sus medios como en las relaciones laborales. Más de una vez despidió a un redactor o incluso a un editor a los gritos, delante de todos los demás, sin que nadie se atreviera a reaccionar.
Cuando el flamante desempleado abandonaba el lugar, Maxwell se quedaba de pie en el medio de la redacción y decía a voz de cuello para que todos lo escucharan: “No quería hacerlo. Pero esto es lo terrible de este mundo: hay que hacer sacrificios para el mayor beneficio de los demás”.
El hijo mayor de Maxwell, Ian, le contó a uno de los biógrafos de su padre que trabajar para él era horrible, que intimidaba y humillaba al personal y que sembraba desconfianza entre los periodistas para crear rivalidades y ejercer el control.
En la sala de redacción había micrófonos y muchos de sus editores fueron seguidos por detectives en busca de pruebas de deslealtad. “Por fin salí del manicomio”, pensó Ian cuando su padre lo despidió por un error menor. Pero volvió a contratarlo tres meses más tarde, y por un salario mucho menor.
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Roy Greensdale, editor del Daily Mirror, contaría años después que cuando Maxwell quería destrozar a un político o lanzar una campaña mediática, ponía todo el medio a su disposición para hacerlo. Sus “declaraciones del editor” – una suerte de editoriales en los que por lo general atacaba a alguien – eran temibles.
“Eran documentos arrogantes, ampulosos e insultantes, como la personalidad de Bob Maxwell, pero cumplían una de las funciones fundamentales de la propaganda: eran relativamente breves, ya que estaban pensados para ocupar la primera página de uno de sus periódicos. A pesar de ser arrogantes, estos editoriales eran simples. Maxwell pensaba que la propaganda va dirigida a la masa y la masa entiende lo simple”, las describió Greensdale.
Un fraude descomunal
Pero detrás de la fachada de magnate tan deslumbrante como temido se escondía otra de las caras de Robert Maxwell, la de estafador. Para acumular medios y empresas sacaba dinero de donde podía y muchas veces no correspondía.
Lo había hecho en sus primeros tiempos, para comenzar a construir su imperio desde el pequeño sello editorial Pergamon Press. De ahí en más, se dedicó a comprar empresas en problemas y les inyectó dinero, siempre por medio de sus esquemas opacos de movimientos de fondos entre unas y otras.
A lo largo de los años, fue denunciado muchas veces por estas maniobras, pero para 1991 había traspasado todos los límites al sacar casi 500 millones de dólares de los fondos de pensión de los trabajadores de sus propias empresas.
Sobre ese delito debía responder el 5 de noviembre de 1991 cuando se embarcó solo en su yate de 20 millones de dólares, el Lady Ghislane, y poco después su cadáver apareció flotando en el mar.
Una muerte y una mala herencia
Maxwell había llegado a las Canarias, más precisamente a Tenerife, unos días antes de su muerte, para escapar de la presión de las denuncias en su contra que se acumulaban en Gran Bretaña.
Los medios “enemigos” cubrían el asunto con munición gruesa. La BBC y The Independent lo acusaban de prácticas delictivas en la bolsa y con sus lectores, y decían que su viaje a las Canarias era en realidad una huida.
El 5 de noviembre de 1991 hizo bajar a toda la tripulación del yate y zarpó solo. Horas después, el Lady Ghislaine fue encontrado sin un alma a bordo, como si fuera un barco fantasma. El cuerpo de Maxwell apareció antes del anochecer flotando bocabajo a 32 kilómetros de la Gran Canaria.
Después de la autopsia que no pudo determinar si su muerte era resultado de un accidente, un suicidio o un asesinato, el cadáver fue trasladado a Israel y fue enterrado en el Monte de los Olivos, en Jerusalén.
Robert Maxwell dejó este mundo, pero no se llevó con él sus problemas.
Sus hijos mayores debieron enfrentar largos procesos legales por su presunta participación en las maniobras de su padre, aunque finalmente fueron sobreseídos.
Casi treinta años más tarde, su hija Ghislaine también debió sentarse en el banquillo, pero de un tribunal estadounidense, acusada de ser cómplice de la red pedófila de Jeffrey Epstein, que se suicidó en la cárcel en julio de 2019. Fue condenada a 20 años de cárcel en junio de este año.
También tres décadas después de ocurrida, la muerte de Robert Maxwell sigue siendo un enigma con tres incógnitas: ¿Suicidio, accidente o muerte?
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