Aquella era una sociedad en estado de locura: individual y colectiva. Nadie lo sabía entonces, y no se supo hasta después, pero fue en aquellos días en los que echó cimientos el fundamentalismo islámico. Hace cuarenta y cuatro años, el 4 de noviembre de 1979, un grupo de estudiantes, seguidores del ayatolá Ruhollah Khomeini, líder espiritual, religioso y político de una flamante “República Islámica de Irán”, tomó por asalto la embajada de Estados Unidos en Teherán, capturó a 90 personas, las mantuvo cautivas y en calidad de rehenes, para protestar porque Estados Unidos había dado asilo y tratamiento médico al ex sha de Irán, Mohammed Rezah Pahlevi, en el exilio y con un cáncer que estaba a punto de matarlo.
No era una medida sólo de protesta, ni aquellos muchachones eran una estudiantina fervorosa y jaranera: los tipos amenazaron asesinar a sus rehenes si intentaban rescatarlos. Fue un hecho político, no una simple protesta, que tuvo consecuencias también políticas: dos días después de la toma de la Embajada y de los noventa rehenes, Mehdi Bazargán, el primer ministro iraní, un político destacado, un catedrático reconocido, un demócrata aún bajo el régimen del sha y el primero de los gobernantes de la nueva república islámica, renunció y se fue a su casa. Esa sí fue una protesta, que facilitó a Khomeini apoderarse del control total de aquel país en estado de locura colectiva.
Llegué a Teherán como enviado especial de la revista “Gente”, veinte días después de la toma de la Embajada. Para entonces, el mundo entero había entendido muy a su pesar que aquella toma de rehenes era una nueva forma de hacer política, con el terrorismo ligado al poder, con un Estado terrorista que avalaba, justificaba e impulsaba la violencia en nombre de la religión. Y del petróleo. Voy a lamentar el uso de la primera persona en este relato. Lamentar no quiere decir arrepentirse. Pero es que en casi medio siglo no se han borrado de la memoria las escenas de aquellos días.
Ya el aeropuerto de Teherán nos recibió, padecimos esa aventura junto al reportero Héctor Carballo, un uruguayo aporteñado al que por cierto llamábamos “Tupa” y que hoy vive en Perú, con escenas delirantes. Bajamos del avión una veintena de pasajeros, que enfrentaron una cola de centenares de personas que pugnaban por salir de aquel país. Nos miraban como a bichos raros. Y lo éramos. Nos destriparon las valijas, removieron prenda por prenda, objeto por objeto en busca de alcohol, prohibido por el flamante régimen. Amenazaban con quitarte el desodorante, o el perfume comprado en la escala en París. Los vistas de aduana llevaban un fusil a la espalda. ¿Qué era todo aquello? El mundo era tan diferente que los reporteros cargaban con los rollos que iban a usar en paquetes de veinte, embalados en nylon: no existía la fotografía digital, éramos pioneros. El aduanero iraní que se topó con el cargamento de Carballo gritó: “¡Pornography! ¡Pornography!”, irreductible pese al “¡Pornography las pelotas, tarado!”, que le soltó furioso el “Tupa” y que bien nos pudo costar un dolor de cabeza más grande. Pasamos 40 minutos frente al energúmeno hasta que Carballo dio con la solución: puso en las manos de la bestia un billete de diez dólares y se nos abrieron las puertas del Paraíso.
Era de noche. El trayecto desde el aeropuerto al Hotel Intercontinental, el único lugar seguro a esa hora, estuvo signado por otro delirio. Las calles estaban repletas de mujaidines. Allí se aprendía rápido el diccionario islámico. Sabíamos qué significaba ayatolá. Ahora se agregaba mujaidín, la persona encargada de llevar adelante la yihad (tercera palabra del curso rápido), el esfuerzo espiritual para alcanzar un objetivo determinado. El espíritu podía y debía estar sostenido por las armas, si era necesario. De modo que mujaidín era sinónimo de combatiente islámico.
Eran mujaidines quienes habían tomado por asalto la Embajada y quienes mantenían en cautiverio a los rehenes. Eran mujaidines quienes declaraban enfrentar a tres grandes, supremos, enemigos: el antiguo sha, los Estados Unidos y su entonces presidente, el demócrata James Carter. Y eran mujaidines quienes ahora, en plena noche, en una ciudad que parecía iluminada por velas, tomaban por asalto los grandes supermercados, todos con impronta occidental, para destruir una por una todas las botellas con contenido de alcohol que encontraban a mano. Y eran muchas. Violentaban las persianas, entraban, sacaban a las calles las botellas en exhibición y las de los depósitos y las estrellaban contra el asfalto en medio de alaridos victoriosos, consignas revolucionarias o gritos entusiastas, agudos, penetrantes. No robaban nada porque la ley islámica tiene reservado un destino algo ingrato para los ladrones. Pero habían convertido las avenidas en un mar de cristales que, en algunos casos, barrían los propios fanáticos para permitir el paso de los coches y de los camiones que llegaban a la ciudad para aprovisionarla en la mañana. El espectáculo se trasladaba entonces a los grandes estacionamientos de los supermercados. Allí iban a parar las botellas de vinos españoles, de whiskys americanos, de champán francés, de vodkas rusos, de gins ingleses y de grappas italianas. Las costumbres occidentales se hacían añicos, el aire de la noche se inundaba de alcohol y, en general, la sensación era de que todo allí era precario, en especial, la vida.
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¿Qué había pasado en el antiguo y orgulloso imperio persa? De todo. Por empezar, el sha Pahlevi había gobernado con mano de hierro desde 1941; se había hecho coronar emperador en 1967; había sido un fiel aliado de Estados Unidos y de Gran Bretaña en el mundo siempre volátil de las ideas y el petróleo. Pahlevi encaró un gobierno signado por la desigualdad social y las promesas incumplidas, bajo un plan de reformas bautizado, con algo de pomposidad, “Revolución blanca”. Ese plan aspiraba a la expropiación de algunos latifundios, la instauración del voto femenino, algunas mejoras económicas para las clases sociales más bajas que nunca se formalizaron y cierto laicismo en una sociedad de inocultable y apasionada adhesión al Islam.
Del mar de petróleo que negociaba Irán con el mundo, de las enormes regalías por exportación que recibía el país, los iraníes no veían un peso incluso luego de que, en los años 70, el precio del barril se disparara y el mundo quedara escaldado después de la primera gran crisis petrolera. Irán era pobre. Y Teherán, paupérrima: el cuarenta y dos por ciento de sus habitantes no tenían casa, ni servicios esenciales: salir hacia las afueras no demasiado lejanas de Teherán, era hacer una excursión al medioevo. El imperio tenía los peores índices educativos y los más altos de mortalidad infantil entre los países de Medio Oriente. El sha mantenía su imperio apoyado en el terror de unas fuerzas armadas fieles, aunque también volátiles, y una policía, secreta y uniformada, brutal e impune.
En las paredes amuralladas que rodeaban la embajada de Estados Unidos, los mujaidines habían desplegado unos posters enormes que mostraban a las víctimas de aquellas fuerzas, iraníes brutalmente torturados, jirones humanos ensangrentados que conformaban una muestra caso grotesca de profundo contenido simbólico. El régimen de Pahlevi se había tornado más violento a partir de 1953 cuando el emperador impulsó un golpe de Estado, bajo auspicio de la inteligencia americana y británica, contra su propio primer ministro, Mohammed Mossadegh, que había nacionalizado el petróleo.
En 1978, le rebelión iraní estaba lanzada estimulada por el fervor religioso islámico y por la figura de Khomeini, que agitaba las aguas desde París: Francia le había dado refugio por años y tal vez miraba su accionar con simpatía. Carter le había sugerido al sha democratizar en parte su imperio congelado en el tiempo, pero esos consejos o bien no fueron oídos, o bien llegaron tarde, o bien fracasaron si es que alguna vez se pusieron en marcha. Pahlevi, además, estaba enfermo. Tenía cáncer. El 16 de enero de 1979, junto a su esposa, Farah Diba, marchó al exilio y ocultó su derrota con la excusa de su salud precaria y la necesidad de tratamiento médico; dejó un gobierno provisional de cartón pintado y un país en los albores de una guerra civil, con guerrillas de izquierda y militares islámicos, en lucha con las fuerzas armadas defensoras de la monarquía.
Quince días después de la huida del sha, Khomeini llegó a Irán y el 11 de febrero proclamó la República Islámica de la que se erigió en sostén religioso. Pahlevi nunca regresó a su imperio. Peregrinó por varios países del mundo, algunos se negaron a darle asilo, en una gira patética y lúgubre que incluyó Estados Unidos y México, hasta que murió en El Cairo el 27 de julio de 1980, cuando la crisis de los rehenes llevaba ya casi diez meses.
Lo que siguió a la instauración de la República Islámica fue el caos. Entre febrero y junio de 1979, los jóvenes mujaidines fueron responsables de centenares de ejecuciones sumarias, sin juicios, o con juicios amañados y tribunales populares; hubo fusilamientos, linchamientos, ahorcamientos, una bacanal de sangre hasta que, en pro de regular aquel descontrol, el gobierno creó un cuerpo especial y una dependencia táctica: los Guardianes de la Revolución reunió a sesenta mil jóvenes que se convirtieron en una fuerza paramilitar, sostén del régimen de Khomeini.
A la mañana siguiente del delirio callejero de las botellas rotas, junto con el resto de la prensa mundial que veía con asombro cómo se abría un abismo entre Oriente y Occidente, hicimos el peregrinaje hasta la Embajada, un edificio casi majestuoso que se alzaba en la Avenida Takht-E-Jamshid, que ahora se llamaba Ayatolá Telghani. Las calles habían cambiado de nombre en Teherán. O habían perdido el suyo y esperaban ser renombradas. Llegar a cualquier lado dependía del azar, o de la veteranía y buena voluntad del taxista que aceptara llevarte: todo el mundo vivía a merced de otras fuerzas.
Aquella mañana cerca de diez mil personas gritaban frente a la Embajada, con gruesos portones negros, cadenas gruesas, nidos de ametralladoras en sus pilares de ladrillo a la vista. La consigna principal, gritada, susurrada, cantada, aullada o rezada era: “Alá es grande y misericordioso. Y Khomeini su única guía”. La muchedumbre estaba contenida y custodiada por civiles militarizados, armados con fusiles G3, alemanes, que se abrían paso en las veredas, de espaldas a aquellos paneles que mostraban los horrores de la policía del sha.
En veinte días, por orden de Khomeini, la cantidad de rehenes habían quedado reducida a cincuenta y dos. Poco a poco, los ocupantes habían dejado en libertad a los no estadounidenses, a todas las mujeres y a quienes consideraban “minorías” en Estados Unidos, porque las juzgaban oprimidas por el gobierno de ese país. En ese lapso había empezado a regir a pleno la ley islámica, que marcó el final del proceso de acercamiento, o de entendimiento, de Irán con Occidente. Las mujeres fueron obligadas a vestir de negro de la cabeza a los pies, a usar el chador sobre la cara y las cabezas cubiertas. Las mujaidines fueron las primeras y muchas montaban guardia en el interior de la embajada. El resto de las mujeres iraníes que vivían en Teherán, y las extranjeras todavía lucían polleras, todas con el ruedo debajo de las rodillas, blusas y sacos recatados: “No creo que se animen a tanto” me dijo una de ellas para evitar pensar en verse obligada a vestir según el estricto código islámico. Se atrevieron. Y a más, también.
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Los rehenes habían sido exhibidos todos los días, atados, con los ojos vendados, con un andar a tientas en un espectáculo de zoológico festejado por miles de manifestantes. Ese show había terminado, pero la algarabía frente a la embajada tomada seguía a lo largo de las veinticuatro horas. Khomeini vivía en Qom, a ciento treinta kilómetros de la capital y se reservaba el papel de árbitro ante las idas y vueltas de un gobierno caótico, improvisado y contradictorio y al arbitrio siempre insólito y extravagante de las llamadas asambleas populares, o tribunales populares. A ese voto callejero y popular sometieron en los primeros días de nuestra estada, la decisión de permitir el ingreso a la embajada de las únicas dos personas, extranjeros, no islámicos que accedieron desde el día de la toma: un representante de la Cruz Roja y el representante republicano por el Estado de Idaho, George Hansen.
Una mañana, el ministro de Relaciones Exteriores de la flamante república, Sadeg Ghotbzadegh, anunció que viajaría a Estados Unidos para mantener negociaciones con el gobierno de Carter. A las dos de la tarde anunció que el viaje se había postergado sin aviso. Dio una conferencia de prensa enmarañada y caótica, de pie y en un marasmo alocado de periodistas, custodios, fanáticos partidarios y demás invitados especiales. El azar y los empujones me pusieron cara a cara con el ministro. Le pedí una entrevista, claro, para la Argentina. Me miró con inocultable desprecio y dijo “¿Argentina? Cuánto lo lamento”, mientras dos de sus muchachos me molían la espalda a golpes. Lo arrestaron al año siguiente, acusado de querer asesinar a Khomeini. Lo torturaron de modo indecible, lo enjuiciaron y lo fusilaron en la prisión de Evin el 15 de septiembre de 1982. Así de rápido cambiaba todo en aquellos días.
Los torturadores que habían hecho trizas al canciller, eran los mismos que habían actuado en las mazmorras del sha y ahora estaban al servicio de Khomeini: esa gente cambia de dueños, pero no de oficio. Y la revolución islámica hizo la vista bien gorda con los derechos humanos que decía defender y que violaba todos los días con sus opositores en las mismas prisiones del sha. Pero, en las calles, los carteles gritaban otras cosas. Pedían que Pahlevi fuese extraditado y Carter asesinado. “Mad Karter” (Carter Loco) decía un cartel que sostenía una nena de dos o tres años: era un espectáculo aterrador. La habían vestido de negro de la cabeza a los pies, y le habían colocado entre las pequeñas manos un fusil automático, con cargador completo, y el cartel con letras coloradas en la boca del caño. A su lado, otra beba de la misma edad miraba asombrada con un chupete amarillo en la boca.
Con Carballo tiramos una botella al mar. Nos presentamos ante la guardia de la embajada tomada y dejamos un pedido de entrevista a “las autoridades”. Nos reímos escépticos de nuestra propia esperanza y lo mismo hicieron, y por lo mismo, algunos Guardianes de la Revolución con quienes nos veíamos a diario. Ellos no despreciaban a la Argentina; nos unía en el diálogo una palabra: Maradona. Irán había jugado en Argentina el Mundial 78 y Maradona acababa de deslumbrar al mundo en el Mundial Juvenil de Japón y era una especie de salvoconducto en medio de aquel caos permanente.
El Teherán nocturno cerraba a las nueve, menos frente a la Embajada, donde el candombe seguía toda la noche. Pero en el resto de la ciudad sólo quedaban los indigentes, que eran bastantes, y se protegían con cartones del invierno inminente: nada nuevo bajo el sol. El fanatismo religioso había terminado con la vida nocturna de la ciudad: casi todos los cines, teatros, bares y clubes nocturnos habían sido quemados y eran ruinas. Sólo quedaba en pie un cine de la avenida Ferdowsi que exhibía “Adiós al amigo”, con Charles Bronson y Alain Delon. Era el único vestigio de cultura occidental que se mantenía erguido. También había algunos puestos callejeros que vendían, de contrabando, casetes piratas con grabaciones de Frank Sinatra o Los Beatles, la última música occidental disponible. También vendían casetes con los escasos discursos de Khomeini, encabezados por una música atonal, con unas armonías de gladiadores, que habían abierto paso a la revolución islámica que había editado algunos posters para coleccionar. Uno, muy pedido, mostraba a Khomeini junto, un fotomontaje tal vez, al entonces líder de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) Yasser Arafat. También se vendían otros con imágenes de los fusilamientos tempranos de la Revolución. Recuerdo uno que estaba dividido en dos mitades; una mitad mostraba la cara suplicante del condenado; la otra, su cuerpo contorsionado por los disparos. Eran imágenes muy educativas. Costaban quince riales cada una, veinte centavos de dólar.
Una mañana anunciaron que “el pueblo iraní”, llegaría al Hotel Intercontinental para asesinar a todos los corresponsales extranjeros. Tal vez lo merecíamos; parecía imposible pero hubo quién lo juzgó probable. Todo porque un colega inglés, George Wilson, de “The Guardian” de Londres, había propuesto una solución para la crisis de los rehenes: había que tomar por asalto la ciudad de Qom –según la estrategia del colega– secuestrar a Khomeini y usarlo como prenda de canje. En realidad Wilson no habló de secuestrar, sino de “retener”. Tampoco dijo quiénes ni cómo podían llevar adelante su plan maestro. Nunca supimos si el tal Wilson había pisado Teherán y aún estaba allí, o si había escrito su plan a orillas del Támesis, con una cerveza en la mesa y otras muchas en el cuerpo. Pero desató una bonita tempestad.
A la mañana, una gigantesca manifestación orilló el hotel, sin que se rompiese un vidrio, ni que se arrojase una piedra, cuando los periodistas ya estábamos en nuestra guardia diaria frente a la Embajada. Allí llegaron al mediodía más de tres mil personas que habían viajado desde Qom en trenes, autobuses y camiones fletados por la Guardia Revolucionaria, para cuando, calculaban, los corresponsales extranjeros colgáramos ya, gráciles y balanceados por la brisa, de los árboles vecinos a la Embajada, en la Avenida Roosevelt que ya no se llamaba así, sino Avenida Mobarezán, todo en nombre de Alá el misericordioso y de Khomeini su único guía. Los manifestantes de Qom lucían pecheras blancas, a modo de hombres-sándwich, con cartelones en los que se leía: “Pueden tirar contra mí. Pueden matarme. Estoy preparado”. Tenían en las manos la edición del día del diario “Bamdad”, que había reproducido en farsí el artículo del estratega Wilson.
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También en aquellos días de noviembre se anunció en Teherán otra enorme manifestación popular que estaba destinada a mostrar el poderío político y religioso de la rama chiita del Islam. Iban a recordar el martirio de Husaín ibn Alí, nieto del profeta Mahoma en el año 680 y en la ciudad de Kerbala, Irak. Para los chiíes, la muerte de Alí simboliza la lucha eterna entre el bien y el mal, y la de los oprimidos contra la injusticia. El día del martirio, conocido como el día de la Ashura, es el 10 de octubre y, para igualarse a Alí, sus fieles incluyen un violento ritual de autoflagelación. El 10 de octubre había quedado atrás hacía ya más de un mes, pero Khomeini había decretado: “Todos los días son la Ashura y todo lugar es Kerbala”.
De modo que miles de personas, jóvenes y adultos, pero en especial chicos entre los diez y los quince años, vestidos con camisas negras, marcharon aquella tarde frente a la Embajada, armados con unos instrumentos sencillos, un palo de escoba, corto, al que se le había añadido unas cuantas tiras de pequeñas cadenas de bronce o plomo, de las usadas en tiempos lejanos en las puertas de los comercios para impedir el paso de las moscas. Con eso azotaban sus espaldas: las camisas negras que parecían empapadas de sudor, lo estaban de sangre: algunos preferían mostrar sus llagas como muestra de fe: otros marchaban con cuchillos en sus manos para prodigarse cortes en los brazos, el pecho y en las cabezas rapadas para la ocasión.
Una noche, nuestra botella al mar llegó a destino. Con Carballo encontramos bajo la puerta de la habitación del Intercontinental un sobre con un membrete: “Iranian Islamic Republic – In the name of Allah”. Contenía una carta manuscrita que nos citaba a la mañana siguiente, en la Embajada de Estados Unidos, para que entrevistáramos a dos oficiales de la Guardia Republicana. Por supuesto decidimos aceptar y entrar al reducto donde estaban los rehenes, sin esperanzas y con cierto temor: dejamos nuestros datos, los teléfonos de la revista en Buenos Aires, el teléfono y la dirección de la Embajada Argentina y hasta las llaves de la habitación en manos del manager del hotel que nos despidió con certera sencillez: “Vayan tranquilos. Los espero para el almuerzo”.
Sólo un detalle para ilustrar la aventura: cuando ingresamos a la Embajada americana y nuestros colegas de la televisión canadiense filmaron todo desde el exterior, le dije a Carballo: “Tupa, me parece que de aquí no salimos”. Salimos, por supuesto y almorzamos con el manager del hotel. Pero antes mantuve la más disparatada entrevista de mi vida. Nos guiaron por el amplio espacio abierto que llevaba, desde la entrada, al edificio principal. Nos hicieron pasar, sobre el sector derecho, a un salón al que era difícil adivinarle una función anterior: lo que había habido allí, ya no existía. Había una mesa de madera, cubierta por una frazada de campaña, color marrón, algunas sillas, unos bancos largos de madera; unos paneles azules que ocultaban unas paredes revestidas con cerámicos grandes, retratos de Khomeini y algunas de sus máximas en inglés y en farsí. Detrás de la mesa y de un grabador, esperaban dos jovencísimos Guardianes de la Revolución, delgados, taciturnos, magros y ceñudos, ambos con unas barbas acaso ralas que proclamaban una adultez que tardaba un poco en llegar: veintipocos años el primero, menos el segundo. La única mujer del grupo, pantalones debajo de un abrigo cuadrillé, pañuelo en la cabeza y un muy aceptable español oficiaría de traductora.
Primera sorpresa, preguntaron, ellos primeros, sobre Isabel Perón y su condición de detenida bajo la órbita de la dictadura militar: un examen de argentinidad. Contesté lo que recordaba: la ex presidente había pasado de la órbita de la Armada, el almirante Emilio Massera la había alojado en la base naval de Azul, al ámbito del Ejército, que la había enclaustrado en la quinta que fuera de Juan Perón, en San Vicente. Mis entrevistadores no entendían muy bien esos cambios de jurisdicción de un detenido, algo impensable en el Irán iracundo y drástico. Quisieron saber más sobre el régimen militar, lo que implicaba hablar de la represión, los derechos humanos, la teoría del cuarto hombre tan en boga en esos días… No parecía algo fácil de explicar ni de entender para dos chicos que tenían a cincuenta y dos americanos secuestrados a pocos metros de la charla. Le dije al mayor de los muchachos que lo que preguntaba era muy difícil de contestar. Que ahora respondiera él: ¿Dónde están los rehenes? ¿Se los puede ver? ¿Están bien? “Eso sí que es difícil de contestar –dijo con cierto humor, sin sonrisas, el que llevaba la voz cantante–no estamos autorizados a dar ninguna información sobre el caso.”
Entonces explicaron que habían concedido la entrevista para hablar de los principios de la Revolución Islámica, del futuro de Irán, de su relación con Occidente y de la figura magnífica de Khomeini. Pregunté:
-¿Cuántos rehenes tienen?
-Cincuenta y cuatro –dijo uno–
-Cincuenta y dos –dijo el más joven.
Los miré. Se miraron. La traductora enmudeció. Se hizo un breve silencio hasta que atacó el mayor de los dos con una frase de Khomeini. Y así seguimos durante casi una hora. A cada pregunta sobre los rehenes, ¿los había visto el representante Hansen, de Idaho?, ¿qué tipo de asistencia daba la Cruz Roja, qué pedían a cambio de su liberación, cuándo pensaban liberarlos?, los tipos, de mármol y acero, contestaban con una bajada de línea sobre los principios básicos de la revolución y el vital liderazgo de Khomeini. Nos dio vergüenza enviar esa nota a Buenos Aires.
Salimos de la Embajada con un regusto amargo; en el camino pateé una pelota de tenis Penn, olvidada y sacudida por la lluvia, hasta que la levanté del suelo y la metí en el bolsillo de mi campera como si fuese mía. Fue un adorno un poco tonto, pero con historia, en los estantes de mis recuerdos y ahora no sé adónde está.
En la puerta de la Embajada nos esperaban los chicos de la tele canadiense. La pregunta era si habíamos detectado algo, algún dato, un indicio de que aquella gente pudiera asesinar a los rehenes. Parecía imposible que la República Islámica, que empezaba a ser reconocida en el mundo, se largara con semejante matanza frente a la prensa del mundo. Pero nunca se sabía.
Los canadienses estaban preocupados por un secreto que ya no era tal, y que se mantenía en calidad de rumor que afirmaba que seis diplomáticos estadounidenses habían logrado escapar de la toma y estaban refugiados en la Embajada de Canadá, vecina a la de Estados Unidos, o bien en la residencia del embajador Ken Taylor, que murió en 2015 a los ochenta y un años. Los canadienses no se atrevían a chequear el dato ni con los funcionarios de su embajada, por temor a desatar otra cacería: hasta los Guardias de la Revolución estaban enterados del dato. Años después, el rumor se reveló cierto y fue el argumento de la película “Argos”, que en 2012 dirigió Ben Affleck y que ganó el Oscar a la mejor del año.
El 24 de abril de 1980, a cinco meses del secuestro, el presidente James Carter ordenó un operativo de rescate, bajo tutela de la CIA, que terminó en un desastre, lejos de Teherán, con un helicóptero estrellado y sus ocupantes muertos. En noviembre de ese año, Carter perdió las elecciones frente a Ronald Reagan y poco después, con la mediación de funcionarios argelinos, empezaron las negociaciones para liberar a los cautivos. El 20 de enero de 1981, día de la asunción de Reagan, Estados Unidos liberó tres mil millones de dólares en activos iraníes congelados y prometió liberar otros cinco mil millones en ayuda financiera. Minutos después del juramento de Reagan, los rehenes salieron de Teherán en una avión argelino. Habían terminado cuatrocientos cuarenta y cuatro días de cautiverio. Al día siguiente, el ex presidente Carter viajó a Alemania Occidental para regresar con ellos a Estados Unidos.
Con los años, Irán profundizó su revolución, lideró gran parte del movimiento fundamentalista islámico, libró una guerra sangrienta e inútil con Irak, de la que salió victorioso, si eso fuese posible; financia y arma aún hoy algunos movimientos guerrilleros de Medio Oriente, ha enviado a sus Guardianes de la Revolución para ayudar a sus aliados en Siria y El Líbano, cobija la guerrilla pro iraní de Hezbollah, su dirigencia política está involucrada, al menos como firmes sospechosos, del atentado contra la AMIA, el más sangriento que sufrió la Argentina, el 18 de julio de 1994 y hoy exporta sus drones para que Vladimir Putin bombardee Ucrania.
Una década después de los hechos en la Embajada de Estados Unidos, el 3 de junio de 1989, el ayatolá Khomeini murió en Teherán a los ochenta y seis años. Había nacido como Ruhollah Hendi, pero había adoptado el nombre de su ciudad natal, Khomeyn.
Ningún miembro de la dinastía Pahlevi volvió a vivir en Irán.
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