La idea fue loca, insólita y descabellada. Pero en 1942, cuando el desembarco de Normandía todavía no se había producido y el resultado de la Segunda Guerra Mundial aún era incierto, el alto mando británico buscaba en forma desesperada una solución a los ataques de los submarinos U-Boote de la Kriesgmarine nazi en el Atlántico Norte contra los convoyes de suministros que los cruzaban desde Estados Unidos y Canadá. Y echaba mano de cualquier idea que repeliera la amenaza. En este caso fue el ofrecimiento de un científico e inventor inglés llamado Geoffrey Pyke.
El problema que enfrentaban era serio: uno detrás de otro, los buques mercantes que cruzaban en ambos sentidos hacia y desde los Estados Unidos con suministros vitales eran torpedeados por los veloces sumergibles alemanes. Cuando contabilizaron las pérdidas, los aliados contaron 148 naves de guerra hundidas y 45 averiadas. Y 2.779 buques mercantes enviados a pique. Todo gentileza de los U-Boote.
El poderío de los submarinos se fortalecía en medio del océano, sobre todo en una zona de 500 kilómetros cuadrados llamada por los militares “Mid Atlantic Gap” (La brecha del Atlántico medio), donde el limitado alcance de vuelo de los bombarderos no podían defender a la flota aliada por la distancia con la isla.
Lo que la Royal Air Force necesitaba para desplegar una eficaz defensa de cargas de profundidad (básicamente cilindros metálicos con una espoleta que llevaban entre 150 y 300 kilogramos de explosivos) eran portaaviones que llevaran a sus aeronaves hasta ese lugar. El problema era construirlos. Cuando comenzó la guerra, los británicos tenían 7 portaaviones y 6 en progreso en los astilleros. Pero en los dos primeros años del conflicto habían perdido 3, y en 1942, 2 más. La demanda de acero en esa época era brutal, y no era sencillo conseguir para los que estaban en construcción: el Illustrious, el Victorious, el Indomitable y el Formidable, todos de la serie Illustrious, que desplazaban 35.500 toneladas.
Entonces apareció Pyke, un periodista, científico e inventor nacido el 9 de noviembre de 1893 en Londres, que había estudiado en el prestigioso Pembroke College de la Universidad de Cambridge y había tenido cierta notoriedad al escapar de una prisión alemana durante la Primera Guerra Mundial. Trabajaba, en 1940, en el Cuartel General de Operaciones Combinadas británico, que se encargaba de la coordinación de los ataques militares. Allí era asesor de Lord Mountbatten, puesto a su vez en ese cargo por su amigo Winston Churchill, el primer ministro británico. Mountbatten era cuñado del príncipe Felipe, años después se transformó en tío y mentor del actual rey Carlos III de Inglaterra. Murió el 27 de agosto de 1979, en un atentado que llevó a cabo el Ejército Revolucionario Irlandés, IRA en su sigla en inglés.
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La asombrosa propuesta de Pyke fue construir un portaaviones enorme, mucho más grande que los existentes hasta el momento, y de un material insólito: el hielo. Hacerlo insumiría, según sus cálculos, el 1% de la energía que demandaría un navío de acero. No era, sin embargo, una novedad absoluta. Un constructor alemán llamado Gerke von Waldenburg lo había intentado en la década del ‘30, y llegó a probar un prototipo en el lago de la ciudad de Zurich. Los mismos ingleses lo habían considerado, pero nunca avanzaron en un plan concreto.
Primero, Pyke le envió a Mountbatten, en el más absoluto secreto, su propuesta. Pero para convencerlo usó un argumento simple: era imposible hundir un iceberg. Bautizó a su trabajo como el Proyecto Habbakkuk, que se transformaría en la esperanza de llevar un enorme iceberg hecho por el hombre para que funcionara como una base aérea en medio del océano. El nombre se debió a un profeta que aparece en el Antiguo Testamento y dijo: “Miren entre las naciones. Observen, asombrense y admirenla, porque haré una obra en sus días que no creerían ni aunque se las contaran”. Premonitorio.
Por supuesto, y como todos saben, el hielo puede ser muy resistente pero se derrite. Pyke lo tenía en cuenta: la idea central era enfriar el gigantesco bloque con tubos de aire frío que recorrerían su interior. Pero enseguida llegó el primer escollo: se dio cuenta que el hielo, aunque duro y resistente, se quebraba cuando le inyectaban aire a alta presión. En el proyecto ya colaboraban científicos norteamericanos del Instituto Politécnico de Brooklyn, y desde allí llegó la solución: la adición de aserrín o viruta al hielo. Comenzaron a probar distintas proporciones, hasta que llegaron a la óptima: 86% de hielo, y 14% de aserrín. El material adquirió una dureza fabulosa, 15 veces más que el hielo natural. También se comprobó que tardaría años en derretirse. Y como es más liviano que el agua, sería imposible de hundir. Además, como iba a carecer de un casco metálico, no atraería minas magnéticas. Para homenajear al hombre que había tenido la idea primaria, el novedoso material se llamó Pykrete.
Nadie sabe si es cierto o parte de la leyenda, pero cuentan que Lord Mountbatten, muy entusiasmado, fue hasta la casa de Churchill con un trozo de pykrete. El primer ministro se daba un baño de inmersión e invitó al noble a sentarse junto a la tina. Allí arrojó el pequeño iceberg y ambos quedaron asombrados mirando flotar el material sin que se disolviera en el agua.
Pyke llevó los planos ante Churchill. El portaaviones que había planificado tenía 610 metros de eslora, 90 de manga y un peso que calcularon en dos millones de toneladas. El tamaño de tres Titanic o tres portaaviones clase Illustrious, de 239 metros. A diferencia de los portaaviones convencionales, que podían llevar entre 37 y 55 aviones, éste transportaría 150 aeronaves entre cazas y bombarderos. Para desplazarse a unos diez nudos de velocidad usaría la potencia de 26 motores eléctricos, y poseería cuatro hangares. Se preveía que el casco de hielo estaría construido por 290 mil bloques de pykrete y tendría un ancho de 12 metros para que no lo dañaran las bombas ni los torpedos. Además, en caso de una avería, la reparación sería tan sencilla como… añadir un trozo de pykrete.
A Pyke le dieron carta blanca y 5.000 libras esterlinas en la mano para la construcción del primer prototipo, que tendría 20 metros de largo y mil toneladas. Se despidió de su esposa Margaret, se mudó a Canadá y comenzó a trabajar en él a orillas del lago Patricia, en la zonas de las montañas Rocallosas.
Todo parecía ir bien, excepto por algunos detalles que terminaron hundiendo el proyecto de construir el HMS Habbakuk. Pyke se percató que no sería tan sencillo colocar un timón que domara semejante mole. Además, si bien el aserrín no es tan caro ni escaso como el acero, disponer de las 300 mil toneladas que se necesitarían para el portaaviones afectaría la fabricación de papel en Gran Bretaña y el resto de los países aliados. Todos estos escollos hicieron que el presupuesto se triplicara: de 700 mil libras esterlinas pasó a 2 millones.
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Hacia el otoño de 1943, el Proyecto Habbakkuk naufragaba. Cortos de dinero, Lord Mountbatten intentó convencer a financistas norteamericanos para que aportaran a la causa. Llevó un bloque de pykrete a la Conferencia de Quebec. Allí, para demostrar la firmeza del material, le disparó a un trozo de hielo, que rompió en pedazos. Y luego, al de pykrete. La bala rebotó y casi mata al jefe del Estado Mayor Aéreo, Sir Charles Portal. Se llevó un “no” como respuesta.
El devenir del conflicto hizo que los aliados se enfocaran en soluciones más sensatas. Por ejemplo, construyeron bases aéreas en las islas Azores en vez de un iceberg flotante de dudosa efectividad, además de colocar tanques de combustible con mayor capacidad en los bombarderos.
Una vez que desguazaron el prototipo, el pykrete restante fue puesto a pique. En 1985, una expedición al mando de la doctora Susan Langley llegó a los restos de la nave en el Lago Patricia, ubicado en la frontera con los Estados Unidos frente al estado de Michigan. Halló algunas maderas retorcidas, conductos metálicos y una placa submarina que recordaba el fallido portaaviones.
Pyke, derrotado, regresó a Londres. El 22 de febrero de 1948, casi tres años después del final de la guerra, se suicidó con una sobredosis de somníferos. Tenía 54 años. La investigación de su muerte sostuvo que tenía problemas mentales. Como a su proyecto, la guerra también lo había hecho naufragar.
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