“Si me sacan de acá, les cuento todo”, le dijo en voz muy baja, casi un susurro, Jenny Likens, la chica flaca con una pierna con secuelas de polio, a uno de los policías.
El hombre la tomó de la mano y la llevó fuera de la casa. Entonces Jenny le contó, atropellándose con las palabras, cómo habían matado a Sylvia, su hermana un año mayor.
Hacía menos de una hora desde que Richard Hobbs, un chico del barrio, había llamado a la policía para denunciar un accidente en la casa del 3850 de la calle East New York, Indianápolis, donde Gertrude Baniszewski vivía con sus siete hijos -producto de tres matrimonios- y las dos hermanas Likens, cuyos padres las había dejado a su cuidado.
La idea de Ricky, como todos llamaban a Richard Hobbs, era ingenua para un asesino en banda: con solo ver el cuerpo mojado de Sylvia en el piso del sótano, ni al más tonto de los uniformados se le podía ocurrir que la chica, de 16 años, había muerto al caerse por la escalera. Tenía moretones, cortes y heridas en la cabeza y el resto del cuerpo, olía horrible no por la muerte sino por las costras de roña que tenía pegadas en la piel y que, en algunos casos, tapaban las quemaduras provocadas con la brasa de su cigarrillo.
Cuando los forenses dieron vuelta el cuerpo y vieron su espalda, el horror se multiplicó: “I’m a prostitute and proud of it” (“Soy una prostituta y orgullosa de serlo”), se podía leer en la espalda de Sylvia, tallado quizás con una navaja o un cuchillo, o tal vez con un vidrio.
Luego de la autopsia, los médicos de la policía de Indianápolis, dictaminarían “hemorragia cerebral, shock y desnutrición”, como causas de la muerte. Agregaron que tenía heridas en la vagina, provocadas por algún objeto.
Cuando la versión del accidente se cayó a pedazos, Ricky, Gertrude y los hijos de la mujer la cambiaron por otra: Sylvia había salido a pasear con dos chicos y había vuelto así, que habían intentado salvarla pero no habían podido.
No hacía falta el relato de Jenny para saber que a su hermana Sylvia la habían matado, pero sí para saber quiénes y cómo la asesinaron y cuánto tiempo había durado su agonía, que databa de muchos días atrás.
Corría la tarde del 26 de octubre de 1965, que quedaría en los anales judiciales como el peor caso de abuso físico seguido de muerte investigado en la historia del estado de Indiana.
Las hermanas Likens
Sylvia era la hija del medio de Leste y Betty Likens, una pareja de artistas circenses que casi siempre estaba de gira. Sus hermanos mayores, Daniel y Dianna, eran mellizos, igual que los dos que la seguían, Benny y Jenny, que de chiquita tuvo poliomielitis y sus secuelas la obligaban a llevar un refuerzo de metal en una de sus piernas.
En lo físico, Sylvia era la contracara de su hermana menor. Sana y con un cuerpo donde se notaba la práctica de deportes en la escuela. Le costaba sonreír, porque de chica se le había partido un diente y si abría la boca mucho se le notaba. La familia no tenía dinero para dentistas.
Como sus dos hermanos mayores, trabajaba para ayudar en la economía familiar con changas o cuidando chicos de los vecinos.
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En junio de 1965, Lester y Betty debían iniciar una gira larga, que recorrería las ferias de verano de Indiana y de otros estados cercanos. Era mucho tiempo y la salud de Jenny, siempre frágil, no aconsejaba que la llevaran. Sylvia, que siempre la protegía, se ofreció a cuidarla.
Los Likens partieron con Daniel, Dianna y Benny, y dejaron a Sylvia y Jenny al cuidado de una vecina que tenía siete hijos. Se llamaba Gertrude Baniszewski y tenía 36 años. Era conocida de la familia, por lo que cuando se ofreció a cuidar a las dos hermanas, Lester y Betty no dudaron en dejarlas en su casa.
“Las voy a cuidar como si fueran mis hijas”, les prometió Gertrude.
Las dos caras de Gertrude
Gertrude había vivido siempre en ese barrio de los suburbios de Indianápolis. No cambiaba de residencia pero sí de parejas, que en eso decía siempre que no tenía suerte.
A los 16 años dejó la escuela para casarse con John Banisewski -cuyo apellido conservaría siempre-, un joven agente de policía. John era de todo menos bueno, alcohólico y violento, le pegaba para que tenga y guarde. Entre golpe y golpe, Gertrude tuvo cuatro hijos durante los diez años que pasó con él antes de separarse: Paula, Stephanie, John y Marie.
Cansada de los golpes, se separó de John y se casó con Edward Guthrie. Duraron apenas tres meses juntos, quizás porque John le insistía a Gertrude que volviera con él, que nunca más le iba a pegar. Y Gertrude volvió. O, mejor dicho, Edward tuvo que irse de la casa de Gertrude para que volviera John.
En ese segundo tiempo matrimonial, tuvieron otros dos hijos, Shirley y James. Y Gertrude siguió coleccionando golpes de su marido hasta que, harta, se separó en 1963 y se quedó viviendo sola con sus seis hijos.
Pero la soledad no era una buena compañía para ella y, a los 34 años, formó pareja con Dennis Lee Wright, de 22. Estuvieron muy poco juntos, pero lo suficiente para que Gertrude quedara embarazada otra vez y tuviera un varón, Dennis Jr.
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Su salud dejaba mucho que desear. Con casi 1.70 de estatura, pesaba apenas 45 kilos, comía salteado y fumaba como un escuerzo.
Ni John ni Dennis le pasaban un dólar para los alimentos de los chicos, de modo que Gertrude trabajaba limpiando casas, cosiendo o cuidando chicos por horas. Los vecinos la consideraban una mujer muy sufrida, pero también muy confiable.
Cuando los Likens le ofrecieron 20 dólares semanales por cuidar a Sylvia y Jenny mientras ellos estuvieran de gira, Gertrude aceptó. Para una mujer en su situación, cuyos hijos comían salteado, era mucho dinero.
A fines de junio de 1965, Sylvia y Jenny se fueron a vivir con Gertrude y sus hijos. Las chicas estaban contentas, porque habían entablado una buena amistad con Paula y Stephanie, las dos hijas mayores de la mujer.
Nadie podía imaginar lo que vendría.
Las puertas del infierno
Los primeros días la relación fue armónica, con Gertrude como matriarca vigilante y los chicos compartiendo los espacios de la casa y saliendo a jugar juntos con otros chicos del barrio. En esos juegos, Sylvia conoció a Richard Hobbs, de 17 años. El chico se enamoró de inmediato y le declaró ese amor, pero Sylvia lo rechazó.
No le gustaba más que como amigo y, además, ella estaba ocupada: tenía que ir todavía a clases y había conseguido un trabajo por horas en un almacén del barrio.
Las dos primeras semanas fueron casi de rutina, hasta que al terminar la segunda, el cheque de 20 dólares que habían prometido los Likens a Gertrude no llegó. No fue porque no pagaran, sino un retraso del correo -llegó al día siguiente-, pero ese hecho cambió todo.
Gertrude no esperó ni siquiera un día para reaccionar de manera bestial. Esa noche dejó sin comer a las dos hermanas y las confinó en una habitación. Antes de encerrarlas con llave les gritó: “¡Las cuidé toda la semana por nada, putitas!”.
Desde ese día comenzó a golpearlas, generalmente con una pala de madera en las nalgas. Para proteger a Jenny, Sylvia le rogaba que le pegara solamente a ella, aunque fuera el doble. También empezó a decir en el barrio que estaba muy desilusionada por el comportamiento de las chicas que habían dejado a su cuidado, que Sylvia salía con muchos chicos, que era una prostituta precoz.
Pero lo peor de todo eran los golpes. Gertrude le pagaba a Sylvia varias veces durante el día, con cualquier excusa: que le había sacado ropa a una de sus hijas, que había comido más que los demás, lo que fuera.
Torturas en el sótano
Los meses que siguieron fueron el infierno propiamente dicho para Sylvia, una agonía dolorosa que terminaría con su muerte.
Ya no era solamente Gertrude quién le pegaba, sus hijos se fueron sumando, uno por uno -menos el bebé Dennis- a las torturas.
A principios de octubre, en un crescendo incontenible de su sadismo, Sylvia terminó encerrada en el sótano de la casa, de donde no volvió a salir. A veces le llevaban agua o alguna sopa y a Jenny la obligaban a ver los castigos que sufría su hermana.
Mientras tanto, los torturadores seguían creciendo en número. Además de los hijos de Gertrude, también bajaban al sótano para pegarle o quemarla con cigarrillos, Richard Hobbs, que había quedado despechado por el rechazo amoroso de Sylvia, y el novio de Stephanie, la hija mayor de la dueña de casa, un adolescente llamado Coy Hubbard. A estos dos, Gertrude les cobraba 5 centavos por cada vez que querían bajar al sótano para abusar de Sylvia.
En una ocasión, la propia Gertrude y su hijo John, de diez años, recogieron la caca del pañal del pequeño Dennis Jr. Y obligaron a Sylvia a comerla. Sylvia, atada a una viga, no pudo resistirse.
A mediados de octubre, Gertrude la violó con una botella que, además, se rompió en el proceso, lo que le provocó a las heridas en la vagina que fueron detalladas después en la autopsia. Desde ese hecho, Sylvia sufrió de incontinencia y debió pasar las horas y los días atada a la viga y sentada o acostada sobre un colchón mojado por su propia orina. Cuando rogaba que le permitieran lavarse, le tiraban agua hirviendo.
Por esos días, Gertrude y Ricky Hobbs le tatuaron en la espalda, con una aguja al rojo vivo, la frase “I’m a prostitute and proud of it” y un número “3″.
“¿Qué vas a hacer ahora? Nunca te vas a poder casar”, le dijo Gertrude al terminar la macabra obra.
La carta y la muerte
Para entonces, Gertrude tenía claro que quería matar a Sylvia. Pretendió hacerle escribir una carta a sus padres diciendo que se iba a escapar con unos chicos con los que tenía relaciones sexuales.
Su plan era dejarla sin comer para que se debilitara del todo y después abandonarla en un bosque para que muriera de inanición. Después de hacerlo, les enviaría la carta a los Likens.
En 26 de octubre, Sylvia logró liberarse de las ataduras, subió como pudo las escaleras del sótano e intentó llegar a la puerta de calle para escapar. La descubrió Coy Hubbard, el novio de Stephanie, que la arrastró de regreso hasta la puerta del sótano y la tiró por las escaleras. No conforme con eso, una vez abajo, la volvió a atar y le pegó una y otra vez con la barra de una cortina en la cabeza.
Sylvia quedó inconsciente, ya no despertaría.
Atraída por los ruidos, Gertrude bajó al sótano y también la golpeó en la cabeza con un libro. “¡Falsa, falsa, no estás muerta!”, gritaba.
La desataron de la viga y la dejaron tirada en el piso. Entonces a Ricky Hobbs se le ocurrió llamar a la policía y hacer pasar la muerte de Sylvia como un accidente.
Ni a él ni a ninguno del resto de los asesinos se les ocurrió que no les creerían.
Juicio y castigo
Cuando se conoció el proceso brutal que culminó con la muerte de Sylvia Likens, la comunidad de Indianápolis reaccionó indignada. Los medios siguieron día tras día el desarrollo del juicio, en el que Gertrude Baniszweski intentó desligarse del asesinato diciendo que los culpables eran sus hijos y sus amigos, que ella nunca supo qué pasaba en el sótano de su casa.
En cambio, los hijos de Gertrude, Ricky Hobbs y Coy Hubbard reconocieron su participación en las torturas.
Gertrude y su hija Paula fueron condenadas a cadena perpetua por asesinato; Hubbard fue condenado a 20 años de cárcel y, cuando cumplió su condena, se convirtió en un delincuente reincidente; Hobbs también recibió una condena de 20 años y nunca volvió a la calle porque murió en la cárcel de un cáncer de pulmón.
Pese a que había ayudado a Hubbard a arrojar a Sylvia por las escaleras del sótano, Stephanie Baniszweski recibió una condena de apenas 12 meses en calidad de cómplice.
En cambio, su hermano John Jr., de solo 12 años, recibió una condena de 21 años, que debió cumplir primero en un reformatorio y después en una cárcel de adultos. Cuando fue liberado, desapareció sin dejar rastros.
Gertrude salió en libertad condicional en 1985, por buena conducta. Murió cinco años después, en 1990.
Años después, la película An American Crime contó -con muchas licencias- una ficción del caso.
La casa del 3850 de la calle East New York, Indianápolis, donde se perpetró “el peor caso de abuso físico seguido de muerte investigado en la historia del estado de Indiana”.
Lo peor del calvario de Sylvia Likens fue que nadie se diera cuenta.
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