Sadako Sasaki era una niña de poco más de dos años y todavía caminaba con pasos torpes cuando el presidente norteamericano Harry S. Truman dio la orden de lanzar las bombas atómicas sobre Japón.
Vivía en Hiroshima con su familia, Sadako Sasaki, y era una más entre las 255.000 personas que habitaban la ciudad el 6 de agosto de 1945 cuando la muerte cayó desde el cielo.
Era liviana la niña Sadako Sasaki, tan liviana que cuando la bomba estalló la onda expansiva la hizo volar a través de una ventana y cayó en el patio de su casa, o de lo que quedaba de ella.
Apenas pudo, su madre corrió hacia donde Sadako había caído, creyéndola muerta. Pero la niña estaba viva e, inexplicablemente, ilesa. La levantó en sus brazos y corrió, como si hubiera un lugar donde huir para salvarse del espanto.
Mientras la madre corría con Sadako en brazos, una lluvia negra comenzó a caer sobre ellas. Era pegajosa la lluvia, tan pegajosa que se adhería a sus cuerpos.
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Esa mañana del 6 de agosto, unas 80.000 personas murieron de inmediato en Hiroshima y otras 70.000 quedaron heridas. Con el correr de los meses siguientes, hasta el final de ese año, morirían miles más. Morían por las heridas o por los efectos de una asesina invisible llamada radiación.
Pero Sadako Sasaki y su madre no murieron cuando cayó la bomba, ni después por las heridas. De Hiroshima no quedaba casi nada, pero la madre creyó que, pasado el espanto, la niña estaba definitivamente a salvo.
No sabía – en ese momento nadie lo sabía – que esa lluvia negra, pegajosa, que había envuelto sus cuerpos había dictado una silenciosa condena a muerte para Sadako una muerte con plazo fijado.
Durante los nueve años que siguieron, Sadako Sasaki creció, fue a la escuela, jugó con sus amigos y llegó a destacarse en los deportes.
La pesadilla parecía haber quedado atrás hasta que, en noviembre de 1954, cuando tenía once años, se le empezó a hinchar el cuello y después también le apareció una hinchazón detrás de las orejas.
En enero de 1955, los médicos le diagnosticaron leucemia y un mes después la internaron en un hospital. Dijeron que le quedaba, como mucho, un año de vida.
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En el hospital, al lado de la cama de Sadako, también padecía otra víctima de la lluvia negra. Era una niña un poco más grande y también tenía leucemia. Fue ella la que le contó la leyenda Senbazuru, que prometía a quien lograra armar mil grullas de papel y las atara todas con un hilo, que una grulla le concedería su mayor deseo.
Así, Sadako Sasaki comenzó a confeccionar grullas con cuanto papel caía en sus manos. Su mayor deseo era sobrevivir.
Un bombardero no es una grulla
Una grulla de papel origami no pesa casi nada, todo lo contrario que un bombardero. Con las grullas de papel vuelan los deseos y los sueños, los bombarderos llevan hombres que arrojan muerte sobre la tierra.
El avión que arrojó la bomba atómica sobre Hiroshima a las 8.15 de la mañana del 6 de agosto de 1945 era un B-49 comandado por el coronel Paul Tibbets, que había despegado de la base aérea de North Field, en Tinian, volado durante seis horas para llegar a su objetivo.
A bordo, con Tibbets, volaban el teniente primero Jacob Beser el teniente segundo Norris R. Jeppson, el capitán Theodore J. Van Kirk, el mayor Thomas W. Ferebee; el capitán William S. Parsons, el capitán Robert A. Lewis, los sargentos Robert R. Shumard, Joe A. Stiborn, Wyatt E. Duzenbury y George R. Caron, y el soldado Richard H. Nelson.
El coronel Tibbets le había puesto nombre el avión en que volaban y ese nombre era Enola Gay, el de su propia madre. Extraño nombre para un bombardero, porque las madres se distinguen por cargar vidas en sus vientres, pero lo que el Enola Gay cargaba era un devastador artefacto de muerte.
La bomba de uranio 235 también había pasado por su ceremonia de bautismo: se llamaba Little Boy, aunque de pequeña no tenía nada: pesaba 4.400 kilos, medía tres metros de largo por 75 centímetros de diámetro y tenía una potencia explosiva de 16 kilotones, el equivalente a 1600 toneladas de dinamita.
Little Boy explotó a 600 metros de altura sobre Hiroshima y mató al instante a decenas de miles de personas y condenó a morir en los años siguientes a otras tantas más. Entre esos condenados por Little Boy se contaba una little girl de dos años llamada Sadako Sasaki.
Las mil grullas de papel
La compañera de Sadako en el cuarto del hospital de la Cruz Roja de Hiroshima se llamaba Chizuko y era dos años mayor que ella. Era otra de las tantas víctimas de la lluvia negra causada por la bomba atómica.
Una bomba que también había sido de tiempo, con efecto retardado: casi una década después de la explosión de Little Boy en Horshima – y también en Nagasaki – hubo otra explosión: la de casos de leucemia, sobre todo en niños.
Los médicos dijeron que Sadako padecía una leucemia maligna aguda de las glándulas linfáticas. Su madre lo decía de manera más sencilla y dolorosa: “Tiene la enfermedad de la bomba atómica”.
Una tarde de agosto de 1955, de una cama a la otra, Chizuko le contó a Sadako la leyenda de las mil grullas de papel. También le enseñó a hacerlas.
En la cultura japonesa, la grulla es símbolo de buena fortuna, longevidad, lealtad, protección, armonía y felicidad, y según la leyenda, quien confeccione mil y las ate con un hilo verá cumplido su mayor deseo.
Las mil grullas de papel deben armarse a través de la técnica del origami, un tipo de papiroflexia que consiste en elaborar figuras (o esculturas) de papel sin cortar o pegar el material, simplemente doblándolo en pliegues.
Cuando se terminan de hacer las mil grullas, se las ata con un hilo y se las deja en un templo o al aire libre. Es una manera de entregar la energía del deseo al Universo, confiando en que será concedido a medida que las grullas se desintegran en contacto con la naturaleza.
Sadako tenía el deseo de sobrevivir y volcó la poca energía que le quedaba en confeccionar las grullas febrilmente. Sus manos se volvieron expertas en hacer los pliegues. Las hacía con cuanto papel tenía al alcance, hasta prospectos de medicamentos.
Según su padre, Shigeo Sasaki, Sadako también le deseaba la paz al mundo.
Hay quienes dicen que entre agosto y el 25 de octubre de 1955, cuando murió sin que se cumpliera su deseo, Sadako alcanzó a hacer 644 grullas y que, después, sus compañeros de colegios hicieron las restantes hasta completar las mil.
Sin embargo, en un documental en blanco y negro, el padre de Sadako dijo que su hija había hecho cerca de 1.400 grullas en el hospital y que él las tenía guardadas. Y contó que las mil grullas atadas con un hilo con las que fue enterrada su hija eran, sí, obra de sus compañeros de escuela.
Después de su muerte, el cuerpo de Sadako fue examinado por la Atomic Bomb Casualty Commission (Comisión de Bajas por la Bomba Atómica) para investigar los efectos de la bomba atómica en el cuerpo humano. Más tarde se reveló que la comisión había llevado a cabo varias pruebas en Sadako mientras ella estaba viva, sin el consentimiento de la familia.
Un símbolo de paz
La historia de Sadako Sasaki y sus mil grullas de papel se hizo conocida gracias al libro “Luz en las ruinas”, del periodista austríaco Robert Jungk, sobreviviente del Holocausto.
La historia fue tan impactante que trascendió los límites de Japón y convirtió a Sadako y sus grullas en un símbolo de paz.
Desde 1958, en el Parque de la Paz de Hiroshima se levanta una estatua que la recuerda. En la base se puede leer: “Este es nuestro grito, esta es nuestra plegaria: paz en el mundo”.
Desde entonces, todos los años, los niños de las escuelas que lo visitan depositan miles de grullas de papel en su homenaje.
De alguna manera, aunque solo sea como un símbolo grabado en la memoria, la pequeña Sadako logró su deseo de sobrevivir.
Su deseo de paz en el mundo, en cambio, sigue sin poder cumplirse y cada día que pasa parece más lejano.
Aunque las grullas, cuando vuelan, no arrojan bombas. Y la esperanza es lo último que se pierde.
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