Escapó a Japón, que entonces era una potencia aliada a Alemania, en un submarino nazi. No, no era Japón. Huyó de Berlín a pie, protegido por sus fieles SS, hasta perderse en la zona montañosa de Alemania, en los Alpes del sur, cerca de Suiza, o en los bosques bávaros o en la Selva Negra, donde vivió de incógnito en una aldea olvidada criando animales o mientras cultivaba Edelweiss, la flor de la montaña, como el abuelito de Heidi. O, lo más seguro, que fugó a España donde el dictador Francisco Franco le dio cobijo y protección. Tampoco: Adolf Hitler logró llegar sano y salvo a Estados Unidos y prestó valiosos servicios a sus anteriores enemigos: lo vieron en Chicago. O en California. Pero no, donde lo vieron fue en los países bálticos. Tampoco. El ombliguismo argentino lo hizo llegar al país en un submarino cargado de oro y refugiarse en el sur, acaso con nueva cara. Aunque quién sabe: un delirante con licencia para el disparate juró haberlo visto y reconocido en Bariloche, cuando cenaba, Hitler, junto a Eva Braun.
¿Adónde estuvo Hitler los años que siguieron a su proclamada muerte en el bunker de la Cancillería, el 30 de abril de 1945? Todos aquellos años, Hitler estuvo muerto, bien muerto junto a Eva Braun, quemados sus cadáveres por sus fieles SS, enterrado a las apuradas dos pisos más arriba del búnker, descubierto por los rusos, enterrado en otros sitios y, ya en los años 70, desenterrados los restos de sus restos por última vez, cremados y arrojadas sus cenizas a un río.
Esta es la verdad que el mundo conspirativo nunca quiso creer y que vio alimentada sus teorías por la estrategia de José Stalin de no admitir la muerte de Hitler, ni revelar que en su escritorio del Kremlin guardaba un fragmento del cráneo y algunos dientes del dictador alemán.
Esta es la historia que muy pocos quieren saber.
Con los rusos al pie de la Cancillería, Hitler se casa con Eva Braun el 29 de abril de 1945 y llama a un joven oficial de las SS, Heinz Linge, que es su ayuda de cámara, su jefe de Protocolo y uno de sus más fieles seguidores. Le pide que huya de Berlín. Linge, que tiene treinta y dos años, se niega. Entonces Hitler le confiesa que se va a suicidar junto a su flamante esposa. Y que, cuando eso suceda, Linge debe rociar sus cadáveres con combustible y darles fuego: “No permita que bajo ninguna circunstancia, mi cadáver o mis pertenencias caigan en manos de los rusos”. Eso es lo que hace el fiel Linge. El 30 de abril, cuando Hitler es hallado en su habitación del bunker, con un balazo en la cabeza y restos de una ampolla de cianuro en la boca, Linge, junto al edecán de Hitler, Otto Günsche, de veintiocho años, envuelven los cuerpos en unas mantas y los suben a los jardines de la Cancillería. El combustible escasea, como las municiones, pero Linge se agenció de unos cuantos bidones de nafta para cumplir con el pedido de su jefe. Rocían los cuerpos, les dan fuego y huyen porque el otro fuego, el de la artillería roja, los obliga.
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A Linge lo hicieron prisionero los rusos. Lo interrogaron sobre el destino de Hitler en la prisión de Lubianka, la sede de la KGB. Eso quiere decir que al tipo lo colgaron de dos ganchos y, menos cosquillas, le hicieron de todo. Siempre dijo lo mismo sobre el cadáver de Hitler. Sobrevivió a la guerra y murió en Hamburgo, en 1980. Es en ese año, ya muerto uno de los testigos que dio siempre fe sobre cómo murió Hitler y qué pasó con su cadáver, cuando arreciaron las versiones sobre el Hitler vivo y ubicuo que aparecía por todas partes del mundo.
Lo primero que hizo el ejército alemán ya derrotado, fue decirles a los rusos que Hitler estaba muerto. A las tres y media de la mañana del 1 de mayo de 1945, doce horas después del suicidio de Hitler, el general Hans Krebs, el coronel Theodor von Dufving y un intérprete, llegaron al comando del general soviético Vasily Chuikov, instalado en el distrito de Tempelhof. “Usted es el primer extranjero a quien le digo esto –dijo Krebs a Chuikov- El 30 de abril Hitler voluntariamente tomó su vida: cometió suicidio”. El ruso, sin inmutarse, mintió: “Ya lo sabemos”, no sabía nada. Krebs leyó al ruso un mensaje del ministro de propaganda nazi, Joseph Goebbels, que confirmaba la muerte de Hitler y que informaba que el gobierno nazi había quedado en manos del almirante Karl Dönitz, a quien Hitler había nombrado su sucesor.
¿Qué buscaban los nazis derrotados? Una paz por separado con la Unión Soviética para evitar la destrucción total de Alemania y la muerte de miles de civiles a manos del “terror bolchevique” que el propio Goebbels había anticipado como consecuencia directa de la derrota militar. No era del todo verdad. Muerto Hitler, Goebbels, Göring, Himmler y el resto de los jerarcas nazis también buscaban una paz por separado con los aliados británicos y americanos y, tal vez, una alianza militar entre victoriosos y derrotados que les permitiera a ambos combatir al bolchevismo ruso. Fueron ideas desesperadas a lo largo de horas desesperadas: Goebbels se suicidó ese 1 de mayo junto a su mujer, Magda, que ya había asesinado a sus seis hijos, la mayor de doce años. El general Krebs regresó a la Cancillería y se pegó un balazo en la cabeza el 2 de mayo.
Los rusos querían a Hitler o lo que quedara de él. Sospechaban que ya no estaba vivo por lo que habían confesado sus generales y ministros. Era hora de hallar su cadáver. Al amanecer del 2 de mayo, Berlín amaneció en silencio. Era un extraño sonido el de la quietud después de semanas de bombardeos y disparos. Los berlineses se animaron a salir de sus refugios y se dieron con una ciudad destruida, edificios todavía en llamas, miles de cadáveres de tropas rusas y alemanas sobre los escombros que hablaban de una brutal lucha cuerpo a cuerpo. Ante la guerra perdida, a los berlineses les importó nada el destino de Hitler: se lanzaron a descuartizar los cientos de caballos muertos en las calles para llevarse un pedazo de carne a la boca y alimentar también a sus familias.
En el bunker de Hitler quedaba muy poca gente: quienes no se habían suicidado, como Goebbels o como Krebs, habían huido hacia el sector por el que avanzaban británicos y americanos: cualquier cosa, antes de caer en manos soviéticas. Una de las personas que todavía prestaba servicios en aquella guarida de lobos, era Johannes Hentschel, un ingeniero que había mantenido en funcionamiento el complejo equipamiento técnico de generadores que daba energía, agua y, sobre todo, ventilación a aquellos sótanos.
Hentschel esperaba la llegada de las tropas soviéticas en cualquier momento. Pero las primeras palabras que escuchó en ruso las pronunciaban un grupo de mujeres que vestían el uniforme del cuerpo médico del Ejército Rojo. Las encabezaba una oficial que hablaba alemán: “¿Dónde está Hitler?” preguntó. El ingeniero Hentschel les dijo la verdad, Hitler estaba muerto y su cuerpo calcinado estaba semienterrado en los jardines del edificio. “¿Dónde está Eva Braun?”, preguntó la líder del grupo. Hentschel les reveló el destino de la mujer de Hitler, paralelo al suyo. Entonces, una de las mujeres rusas preguntó: “¿Dónde están sus ropas?”. Años después, el ingeniero Hentschel recordaría: “Me di cuenta lo que aquellas mujeres rusas querían. Pensé que los despojos iban a las manos de los vencedores. Después de meses de pelear una guerra terrible, aquellas mujeres sólo buscaban unas ropas civiles decentes. Las llevé al vestidor de Eva Braun”.
La historia, narrada en el libro de James O’Donnell y Uwe Bahnsen “Die Katakombe: Das ende in der Reichskanzlei - La catacumba: El final en la Cancillería del Reich”, revela el drama de confusión, delirio y anarquía, el laberinto de emociones que siguió al final de la guerra y a la llegada de las tropas soviéticas a la capital del Reich. Sin embargo, otros rusos buscaban de verdad a Hitler o a su cadáver.
En el curso de ese miércoles 2 de mayo, tropas del Tercer Cuerpo de Asalto del Primer Frente Bielorruso ocuparon la Cancillería. Primero, el cuerpo de zapadores buscó en cada rincón de aquello sótanos trampas explosivas caza bobos. No las encontraron Les siguió una unidad de contraespionaje de la URSS, la temida SMERSH (abreviatura de Smert Shpiónam, Muerte a los espías) que tenía una única misión: identificar a Hitler o a sus restos. Pese a la confesión de Krebs a Chuikov sobre el suicidio de Hitler, información que fue ratificada por el general Helmut Weidling a cargo de la defensa de Berlín, los rusos se mostraron desconfiados y cautelosos. Entre paréntesis, el general Weidling también fue prisionero de los rusos y no salió de la Lubianka: murió el 17 de noviembre de 1955, diez años después del final de la guerra.
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Si Hitler se suicidó, ¿dónde estaba su cadáver? Y si la información sobre el suicidio era falsa, ¿había sido capaz de fugarse? ¿Adónde? El contraespionaje soviético vivía una pesadilla, espoleada por el órgano oficial de la URSS, el Pravda, es decir, por Stalin, que afirmaba: “La muerte de Hitler es un truco fascista”. Al atardecer del 2 de mayo, el teniente coronel Ivan Klimenko empezó a buscar en el interior del laberinto subterráneo, de abajo hacia arriba. Encontraron de todo: “Decenas de proyectiles habían dado vuelta la tierra y destrozado los árboles; caminamos sobre ramas carbonizadas, convertidas en hollín; había ladrillos rotos y astillas de vidrio por todas partes”, recordó luego Yelena Rzhevskaya, que sirvió como intérprete a Klimenko y luego escribió “Hitler Ende – El fin de Hitler”
A las cinco de la tarde, uno de los investigadores soviéticos descubrió cerca de la entrada del bunker de Hitler, en el jardín de la Cancillería, los cuerpos de Joseph Goebbels y de su mujer, Magda. No estaban quemados del todo. El combustible, escaso, sí había servido para carbonizar a Hitler y a Eva Braun, pero los Goebbels eran todavía reconocibles. El teniente general Alexander Vadis, del Primer Frente Bielorruso, escribió: “El cuerpo del hombre era de baja estatura y el pie de la pierna derecha estaba doblado y en una carbonizada prótesis de metal” Era el famoso “pie zambo” que había atormentado a Goebbels desde su niñez. “En el cuerpo uniformado –siguió Vadis– había, quemada, una insignia dorada del NSDAP (Partido Nacionalsocialista de los Trabajadores). Cerca del cuerpo semi carbonizado de una mujer se encontró una cigarrera de oro, otra insignia del NSDAP y un broche de oro, todos chamuscados”.
Para identificar los cuerpos de Goebbels y de su mujer, los soviéticos llevaron al escenario al vicealmirante Hans-Erich Voss, al que habían capturado, al jefe de la Cancillería, Wilhelm Lange y al encargado del garaje del edificio, Karl Schneider. Los tres dijeron que los muertos eran el ministro de propaganda y su mujer. Voss señaló incluso que Hitler había premiado a Magda Goebbels con la insignia de oro del partido tres días antes de suicidarse.
Al día siguiente, 3 de mayo, en el interior de una de las habitaciones del bunker, los soviéticos hallaron los cadáveres de los seis hijos de los Goebbels, acostados en sus camas y con sus ropas de dormir, tal como lo estaban dos días antes de ser adormecidos por una inyección y envenenados con cianuro.
Pero, ¿dónde estaba Hitler? Los soviéticos interrogaron a todo el mundo sobre el paradero del cadáver. El vicealmirante Voss les dijo que, cuando él intentaba huir de Berlín, había oído que Hitler se había suicidado y que su cuerpo había sido quemado en el jardín de la Cancillería. Por fin, en el atardecer del 3 de mayo descubrieron bajo un depósito de agua destinado a apagar incendios, varios cuerpos entre los que había uno que podía guardar cierto parecido con Hitler. Pero una inspección más minuciosa reveló que el muerto llevaba calcetines remendados, algo imposible en el Führer, pensaron los soviéticos. Y lo descartaron.
Por fin, el 4 de mayo, los hombres de Klimenko encontraron los cuerpos de un hombre y una mujer, a medio enterrar en el cráter dejado por una bomba y a unos cuantos metros de la entrada del bunker. Pero no había razón para creer que fuesen los restos de Hitler y de Eva Braun y fueron enterrados con rapidez. Pero Klimenko dudó a la mañana siguiente y ordenó a un pelotón liderado por el primer teniente Alexei Panasov, desenterrar los dos cadáveres carbonizados;, los envolvieron en mantas, los colocaron en dos cajas vacías de municiones y los llevaron al hospital quirúrgico de campaña levantado en Buch, en las afueras de la ciudad.
A esta altura de la investigación, los oficiales del contraespionaje soviético de la SMERSH ya habían capturado al general Weidling, el encargado de la defensa de Berlín que había confirmado el suicidio de Hitler, y al piloto del Führer, Hans Baur y los habían interrogado con intensidad sobre el destino del dictador. El 5 de mayo el comandante del Frente Bielorruso envió su informe al jefe de la inteligencia militar, coronel Fyodor Kuznetsov: decía que su conclusión era que Hitler había cometido suicidio y, antes de matarse, había ordenado que su cuerpo fuese quemado. El informe llegó de inmediato a manos de Stalin.
Entre el 7 y el 9 de mayo, los forenses soviéticos, supervisados por el coronel Faust Iosifovich Shkaravsky examinaron los cuerpos de los Goebbels y los de sus seis hijos y determinaron que, en todos los casos, habían mordido una cápsula de cianuro. Las mismas astillas de cristal fueron halladas en las bocas de Hitler y de Eva Braun, o de lo que se suponía eran sus restos. El hallazgo entraba en conflicto con las declaraciones de Krebs y de Weidling que aseguraban que el Führer se había pegado un tiro en la cabeza.
Fue entonces cuando jugó el azar. Los forenses decidieron que los dientes de ese cadáver, ¿era Hitler? debían ser resguardados para una investigación más profunda sobre las astillas de cristal.
Otro de los médicos de Hitler era el profesor Carl von Eicken: Lo había operado un par de veces de sus cuerdas vocales. Él dio a los rusos el nombre del dentista de Hitler, Hugo Blaschke, que en los días finales de la guerra había huido de Berlín hacia el retiro alpino del Führer en Obersalzberg, en el sur de Alemania. Pero en Berlín había quedado su asistente Käthe Heusermann. La mujer recordaba de memoria, Blaschke se había llevado las radiografías de su paciente, el puente dental de Hitler, que coincidía con las piezas recuperadas del cadáver carbonizado que examinaban los forenses soviéticos. El técnico dental Fritz Echtmann identificó también un puente dental de goma artificial que usaba Eva Braun. Los rusos ya no dudaron: esos dos restos humanos carbonizados eran los de Hitler y su mujer.
El 13 de mayo los soviéticos dieron con un testigo vital: era el SS Harry Mengershausen, jefe del Servicio de Seguridad del Reich, que había visto cómo los cadáveres de Hitler y de Braun habían sido llevados a los jardines de la Cancillería, rociados con combustible e incinerados. El teniente general Vadis informó entonces al jefe del servicio de inteligencia, y asesino preferido de Stalin, Lavrenti Beria sobre el resultado indudable de la investigación.
Pero Stalin desconfiaba. O decía que desconfiaba. El 26 de mayo, en una conversación con el embajador de Estados Unidos en Moscú, Harry Hopkins, Stalin dijo que él creía que Hitler había logrado huir junto con Martin Bormann y estaba escondido en un sitio desconocido, según revela el historiador Volker Ullrich en su libro “Eight days in May – How Germay’s war ended – Ocho días de mayo – Cómo terminó la guerra en Alemania”. Pasarían muchos años hasta que se descubrieran los restos de Bormann en las excavaciones para ampliar una estación de trenes de Berlín: se había suicidado con cianuro probablemente el 2 de mayo, cuando intentaba contactar a las tropas aliadas.
Tal vez, sostuvo Stalin ante Hopkins, Hitler había logrado huir en submarino hacia Japón. O había logrado llegar a España para que Franco le diera refugio. Fue Stalin quien inventó el mito de Hitler vivo. ¿Por qué lo hizo? ¿Realmente pensaba lo que decía pensar, o intentaba engañar a sus aliados? Todo indica que mintió a sabiendas y que la semilla de la confusión destinada a británicos y americanos también echó raíces en las tropas soviéticas. En una conferencia de prensa en Berlín, el gran héroe soviético de la guerra, el mariscal Georgy Zhukov reveló que no había “nada definitivo sobre el destino de Hitler” y que era posible que hubiera logrado escapar de Berlín hacia España.
A principios de 1946, el NKVD, el Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos creó una comisión con un simbólico nombre en código: “Myth – Mito”, encargada de revisar todos los hechos conocidos hasta entonces sobre el suicidio de Hitler. Volvieron a interrogar a todos los prisioneros nazis en poder del espionaje ruso y la comisión viajó a Berlín para ampliar la investigación en la Cancillería. Volvieron a examinar las manchas de sangre del sofá donde Hitler se había suicidado, manchas que habían sido preservadas, y ampliaron las excavaciones en la zona del jardín donde habían aparecido los dos cadáveres.
Allí hallaron, después de “peinar” el sitio, dos fragmentos de cráneo humano, con el daño característico que provoca la salida de un proyectil. Los testimonios de quienes habían jurado, aún bajo tortura, que Hitler se había pegado un balazo en la cabeza se confirmaron. Los investigadores rusos agregaron que era muy posible que Hitler hubiese mordido también una cápsula de cianuro.
Después del trabajo de los forenses, los restos de Hitler, de Eva Braun y de la familia Goebbels fueron colocados en cajas de madera y enterrados el en distrito de Buch, al norte de Berlín y cerca del hospital de campaña. De allí fueron exhumados por la SMERSH y llevados a zonas donde estaban estacionadas tropas soviéticas: de Finow fueron a Rathenov, a Stendal y a Magdeburg, donde fueron de nuevo enterrados en terrenos militares en febrero de 1946.
Allí permanecieron, en los cuarteles soviéticos de Magdeburg y bajo el gobierno de la Alemania Oriental, hasta 1970. Fue entonces cuando el jefe de la KGB, Yuri Andropov, que en noviembre de 1982 sería secretario general del PC soviético y máxima autoridad de la URSS hasta su muerte, quince meses más tarde, envió una carta al poderoso Leonid Brezhnev en la que, sin hacer nombres, ni falta que hacía, decía: “Los restos deben ser desenterrados y destruidos de una vez por todas por incineración”.
El 4 de abril de 1970, oficiales de la KGB cavaron y desenterraron las cajas de madera y su contenido. El informe final decía: “La destrucción de los restos se produjo por incineración en una pira. Los restos fueron completamente incinerados y triturados junto con pedazos de carbón hasta convertirlos en ceniza pulverizada. Luego fueron arrojados al río”.
En 2018, patólogos y forenses franceses determinaron que los restos de Hitler que atesoraban los soviéticos, eran de Hitler.
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