Son las 8 de la mañana de un jueves de octubre y Elsa aparece, puntual, del otro lado de la pantalla. Está en la cocina de su casa, en Mendoza, y desde este lado se ve que habla, me habla. Se ve pero no se escucha: sus labios se mueven pero su voz no llega. Elsa no logra conectar el audio del Zoom, no sabe cómo se hace y se desespera, y la mímica de su boca y el silencio que la envuelve funcionan como una metáfora perfecta.
En pocos meses van a cumplirse 50 años desde que le pasó lo que le pasó -más bien de que le hicieron lo que le hicieron- y Elsa lleva todo este tiempo tratando de que le salgan las palabras primero, y de que alguien la escuche después.
Y tiene sentido que le cueste, que se ponga así de nerviosa, porque esta mañana fresca de primavera y después de haber hecho la denuncia en la Fiscalía de instrucción número 14 de Mendoza -una unidad especializada en delitos contra la integridad sexual-, va a contarlo públicamente por primera vez.
Eso que me hicieron
Era la década del 70, vivían en Mendoza y ella -cuenta a Infobae- era una de las menores entre 10 hermanos. Su mamá era ama de casa; su papá, albañil.
“Mi hermano me mojaba la cabeza para peinarme los rulos, me hacía una cola y salíamos así, no teníamos calzado ni nada. En la escuela nos decían que éramos unos rotosos”, recuerda Elsa Irazoque. “Fui dos años a la escuela nomás, después mi mamá me sacó para trabajar”.
Cursó primero y segundo grado y a los 8, cuando ni siquiera sabía leer de corrido, la sacaron para trabajar en la cosecha de aceitunas y uvas. La violación que recién hace cinco meses se atrevió a denunciar sucedió en ese contexto, en su propia casa y sin una maestra a quien pedirle auxilio, cuando Elsa no era esta mujer que hoy cuenta su historia sino una nena de 10 años.
“Ese día mi mamá había salido, no sé a dónde había ido pero tenía esa costumbre de irse. Yo siempre estaba con mis hermanos; mi hermano más grande por lo general me cuidaba, pero ese día no estaba”, sitúa. “Estábamos solos. Entonces mi padre me vino a buscar y me llevó de un brazo a su pieza”.
Y sigue de un tirón, como quien quiere sacarse esta parte de encima: “Era de día. Me acuerdo que me sacó toda la ropa y yo me defendí, pero él me puso un cuchillo en el brazo. Todavía tengo una marca, no se nota mucho pero yo la veo”, sigue.
“Cuando salió de arriba mío yo quise salir disparando y me caí de la cama. Quedé en el piso tirada, sin la ropa. Me salía sangre, yo me vi sangre y empecé a llorar, y justo llegó mi mamá”.
Elsa, llorando, le contó como pudo: “Le dije que él me había lastimado, le mostré la sangre”. Su mamá, según detalló Elsa en su denuncia, agarró a su papá de un brazo y se lo llevó a la cocina.
“Después volvió con un cinto en la mano y me dio una paliza”.
Lo que sigue en la memoria apaleada son los pedazos rotos. Esa nena de 10 años limpiándose sola en el baño; esa nena de 10 años, unos meses después, vomitando en ese mismo baño.
“Mi papá nunca me había tocado antes y nunca más me tocó”, describe, aunque sabe que lo más frecuente es que los abusos sexuales en la infancia se sostengan a lo largo del tiempo. “Desde ese día mi mamá empezó a tratarme muy mal, mi papá…él ni me miraba”.
“Embarazada” fue la palabra que Elsa escuchó, “aunque yo no sabía qué era lo que significaba eso: embarazada”, dice, abre las manos y eleva los hombros. El gesto es el mismo gesto de desconcierto que haría una niña.
“Lo que sé es que me empezaron a encerrar en una pieza. Mi mamá me preparaba té de perejil y yo lo rechazaba porque le sentía olor feo, me daba asco, y ella me tapaba la nariz y me lo hacía tomar a la fuerza. Cuando se iba yo me metía los dedos en la boca y lo devolvía. Al otro día se aparecía otra vez con el mismo té, lo mismo me hacía, y yo lo mismo lo devolvía”.
El encierro -relata durante la entrevista- fue de todo menos breve.
“Empezaron a pasar los días, los meses y yo seguía sola en esa habitación. No me dejaban salir al baño, me daban un tarro”, cuenta. “Yo recuerdo que mi panza iba creciendo y no sabía lo que me pasaba. La panza se me movía. Me daba miedo pero yo había visto a mi mamá embarazada de mi hermana menor así que pensaba que tenía una muñeca: así, creía que había una muñeca adentro mío”.
Madre a los 11
No sabe qué día fue ni si el embarazo estaba a término, sí que la llevaron en ambulancia al Hospital Emilio Civit, el primer hospital público de Mendoza.
“Me acostaron en una camilla y me pusieron un goteo. No sé que pasó ni cuánto tiempo pasó, sí que después abrí los ojos y sentía mucho dolor. Un médico que estaba parado al lado me dijo que mi nena había muerto, así ‘tu nena’, y mi mamá me miró y me dijo bajito ‘callate la boca, no llores. Se murió'”.
Pasaron casi 50 años pero Elsa achina los ojos y es como si estuviera en la escena otra vez. Dice que estaba en una sala (”un pasillo”) en la que había otras mujeres en camisón y varias cunitas, y en la que los llantos de recién nacidos eran permanentes, desincronizados. Que su mamá se fue (”me abandonó otra vez”), y que una señora desconocida que se recuperaba en la cama de al lado la defendió.
“La enfermera empezó a revisarme, a tratarme muy mal. La mujer de al lado le dijo ‘despacio, ¿no se da cuenta de que es una nena?’, y la enfermera le dijo ‘sí, pero abrió las piernas la nena’. La mujer respiró hondo y le respondió ‘usted no sabe lo que le ha pasado’”.
Elsa no se lo había contando a nadie y la mujer tampoco lo sabía pero no había que ser una luz para ver que, por la edad, la habían violado. Elsa estaba sola y acababa de cumplir 11 años.
Del alta, recuerda poco: sólo que volvió a casa sin bebé, sin muñeca, y que nadie le hablaba. “Salvo mi mamá, que me daba un jabón blanco y me decía ‘tomá, lavate’”.
Después
Elsa creció, formó pareja y se casó a los 18 años, tal vez la forma que encontró de salir de ese pantano. Se había creído la historia de que su bebé había muerto en el nacimiento así que “antes de casarme le pedí a mi mamá el papel de defunción, pero ella me dijo ‘olvídate de esas cosas, yo ya quemé todo’”.
Fue a ver a un médico poco tiempo después, cuando con ese joven marido quisieron tener un hijo y vieron que el embarazo no sucedía.
“El médico me preguntó si yo había tenido familia antes y le dije que sí, yo nunca lo negué, pero le dije que no sabía cómo había nacido. Me revisó y me dijo ‘fue un parto, es probable que te lo hayan sacado con fórceps, te hicieron un desastre’”.
Varios años después, le encontraron miomas en el útero y un tumor, y tuvieron que hacerle una histerectomía y extirpárselo completo, por lo que no pudo tener más hijos.
La forma en la que lo explica es, otra vez, una metáfora perfecta: “Tenía el útero lastimado, me habían dañado la matriz”.
Si bien el médico del hospital había dicho que había dado a luz a una nena “en mi familia me dijeron que había tenido un varón y que yo había firmado papeles ahí en el hospital para darlo. Pero yo tenía 11 años y no sabía firmar, si casi no había ido a la escuela. La primera vez que firmé fue a los 18 años, mi marido me enseñó a firmar para poder casarme”.
La mentira que le inventaron, además, puso la bolsa de la culpa sobre los hombros de ella para sacársela al verdadero responsable.
“Decían que habían tenido un varón gringo, lo contrario a mi papá, que era morocho. Que yo había andado loqueando por ahí con un chico que era un vecino de mi abuela, nada que ver el chico, pobre”.
Elsa tenía unos 23 años cuando alguien de su familia la llamó por teléfono. “Me dijo ‘te tengo que decir una cosa’, y cuando le pregunté ‘¿qué?’, me dijo ‘tu hija está viva. A tu hija la vendieron’. Y me cortó'”.
Elsa se desesperó y empezó a hacerle preguntas a todos los familiares que podían saber algo. Su mamá respondió lo mismo de siempre: “Olvidate de eso, yo no tengo nada que ver, no sé, se te murió'. Olvidate, siempre olvidate”.
Pero ella nunca se olvidó, y desde entonces le escribe cartas a esa hija robada, la hija a la que “hicieron desaparecer”.
“Hola mi amor, espero que estés bien. En un sueño te apareciste, me abrazaste y me dijiste ‘mamá’. No te pude ver la cara pero el abrazo y el ‘hola mamá’ me quedaron muy adentro mío, cómo me hubiera gustado que fueses verdad”, le escribió en una.
“Te cuento que yo no te regalé ni te vendí, te pido perdón porque no te pude defender, yo tenía 11 años. (...) Me vaciaron después, no pude tener más hijos, pero si hubiera tenido igual te seguiría buscando”.
Pasaron años, décadas. Elsa enviudó y volvió a formar pareja y fue hace poco, justo antes del comienzo de la pandemia, que otro “arrepentido” de la familia le confirmó lo que ella ya había escuchado en aquel llamado telefónico.
“Me dijo que hacía tiempo que se quería sacar esa mochila de encima, que él sabía la verdad porque había estado ahí, en el hospital, no se lo habían contado”, cuenta ella. El hombre le dijo que sí había tenido una nena, que él incluso la había visto, que la beba no había muerto, que sí la habían vendido a otra familia, que Elsa no había firmado ninguna entrega voluntaria, le dio nombres y apellidos.
Con todos esos nombres y apellidos y una pista inesperada, el 24 de mayo de este año, Elsa Irazoque hizo la denuncia en la fiscalía de Mendoza. Su caso fue caratulado como “Sustracción, retención y ocultamiento de menores”.
La pista es un cartoncito que recibió hace nueve años pero que pudo interpretar hace muy poco.
“Me lo dio mi hermana y me dijo ‘guardalo, nunca lo rompas, te va a servir’. Cuando le pregunté qué era me dijo que era una vacuna que me habían puesto a mí en aquel momento”.
Algo de verdad y algo de mentira viajaban con ese cartón. Era cierto que le iba a servir, pero no que era una vacuna que le habían puesto a ella. El papel dice “BCG”, la primera vacuna que le ponen a los bebés cuando nacen, y tiene una fecha: 27 de septiembre de 1974.
“Supongo que esa es la fecha de nacimiento de mi hija, o que había nacido unos días antes”. Que la hayan vacunado es una prueba concreta de que esa criatura no había muerto, como le dijeron, durante el parto.
Desde entonces, Elsa busca a su hija, que hoy debería tener unos 48 años. Su madre y su padre murieron hace tiempo, por lo que no hay esperanza de que paguen penalmente ni que puedan responder preguntas.
La única chance, cree ella, es que esa mujer, en algún lado, sospeche sobre su origen biológico, una los puntos y llegue hasta ella.
“Hija, por favor, no dejes de buscarme”, le ruega en cada una de sus cartas. “No te voy a pedir nada. Ni que cambies tu vida ni que dejes de querer a tus padres de crianza. Nada, jamás te pediría eso, solo quiero abrazarte, pedirte que me escuches y decirte que te amo”.
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