Cuando Karina armó su perfil de Tinder tenía el panorama bastante claro. Hacía cuatro años que tenía “historietas” con chicas pero no una relación estable, iba a cumplir 30 y, aunque espantara, no pensaba ocultarlo: quería ser madre. Cuando Mariana armó su perfil en Tinder, en cambio, quería conocer a otra chica, tener historietas, pero en lo que menos pensaba era en la maternidad: le habían tenido que extirpar el útero unos años antes y “ya tenía ese duelo más o menos hecho”.
Quien habla con Infobae de ese duelo es Mariana Parodi, empleada administrativa y música. En 2015, dos años antes del match con Karina Montero, habían tenido que practicarle una histerectomía.
“Tenía unos miomas muy importantes, tanto que la única solución había sido que me extirparan el útero”, lo que mucha gente sigue llamando “vaciamiento”, “la vaciaron”.
Mariana nunca había sentido un deseo arrollador de ser madre y, si algo de deseo había, lo dueló en ese momento. La razón detrás de ese duelo es algo de lo que habló la ginecóloga e influencer Melisa Pereyra (@gineconline) en una entrevista con Infobae.
“ ‘Vaciar’ es un concepto que se usa en mujeres que tuvieron que hacerse una histerectomía (extirparse el útero) y yo pienso ¿qué fuerte, no? Como ‘listo, sin útero no es más mujer, está vacía’. Las mujeres sin útero se sienten vacías porque así se los impusieron. Lo que busco es resignificar esa palabra y que dejen de decir ‘me vaciaron’. ¿Cómo es que se siente un hombre sin próstata? ¿Acaso se sienten vacíos o es solo un antecedente quirúrgico?”.
La cuestión es que Mariana no se había puesto a investigar sobre fertilidad así que se enfocó en su salud y cerró el tema con una pila de creencias, algunas ciertas, otras no: sin útero no hay embarazo posible, sin posibilidad de embarazo no hay chances de tener un hijo biológico (con sus genes), sin posibilidad de embarazo tampoco hay chances de dar la teta.
“La cosa fue que nos conocimos y lo primero que Kari me dijo fue ‘mirá que yo quiero ser mamá’”, se ríe Mariana. Karina, sentada al lado, se ríe por lo intensa pero dice que no fue ni así ni tan rápido.
“Yo le dije ‘mirá, estoy estudiando una carrera universitaria y mi idea es tener hijos en algún momento, formar una familia”, cuenta Karina, que es fonoaudióloga. “Como que se la tiré para que después no se asuste. Si te vas a ir, es ahora”.
¿Podían tener un hijo? Claro: podían recurrir a una inseminación artificial con un donante de esperma para tratar de que Karina quedara embarazada. Parecía lo lógico: Karina no sólo tenía su útero sino que era cinco años más joven que Mariana, o sea, sus óvulos eran más y de mayor calidad.
El modelo cantado era similar al de una pareja heterosexual: que Karina gestara, pariera y diera la teta, y Mariana acompañara. Pero no fue eso lo que sucedió.
Tres “no”
Un año después del “match” se fueron a vivir juntas y empezaron a averiguar sobre los tratamientos de fertilidad. No tenían mucha idea así que fueron a Concebir, una ONG que ofrece talleres de orientación para parejas igualitarias. Fue ahí, charlando con otras parejas, que se enteraron de algo llamado “método ROPA”.
El método, también conocido como “doble maternidad” o “maternidad compartida”, es la sigla de “Recepción de Óvulos de la Pareja”. Mariana tenía 35 años, no tenía útero pero sí ovarios que seguían produciendo óvulos de buena calidad. Eso significaba que podían fecundarlos con semen de un donante anónimo y transferir los embriones que se formaran al útero de Karina, que sí podía gestar.
De este modo, las dos podían jugar un papel determinante: la que pusiera los óvulos podía ser la “madre biológica” y la que pusiera el útero, la “madre gestante”.
Fueron primero a la prepaga de Karina, donde recibieron el primer “no”: les dijeron que de esa cobertura se ocupaba la obra social. Y a la obra social fueron.
“La ley dice que primero se deben hacer al menos dos tratamientos de baja complejidad, que son los más baratos. En nuestro caso, inseminaciones a mí, usando mis óvulos y un donante de esperma”, explica Karina. “Pero si hacíamos eso, Mariana no iba a poder participar. Necesitábamos un tratamiento de alta complejidad para poder usar los óvulos de ella, pero otra vez lo negaron porque había que sacarle óvulos a ella y la afiliada era yo”.
Decidieron, entonces, cambiar la estrategia y probar con IOMA, la obra social de Mariana. “Nos asesoramos y nos dijeron que frente a un problema de salud que justificara acceder directamente al de alta complejidad, podíamos lograrlo. Y había un gran impedimento de salud, si ella no tenía útero. Pero también lo negaron”.
Enojadas pero sin planes de rendirse, presentaron reclamos en Consumo protegido, en Defensa del Consumidor, en la Superintendencia de Servicios de Salud, en la Defensoría del Pueblo y fueron a la Defensoría LGBT a pedir asesoría legal.
“Seguía pasando el tiempo y la verdad es que ya estábamos muy cansadas, así que decidimos presentar un recurso de amparo contra la prepaga”, cuenta Mariana. Después de años de burocracia y fastidio, 45 días después les avisaron que el amparo había salido favorable: la prepaga, una de primera línea, estaba obligada a cubrir el tratamiento con el método ROPA.
¿Por qué la Justicia les dio la razón? “Porque el proyecto de familia prevalece por sobre todo, y nuestro deseo era que ambas pudiéramos participar del tratamiento, tanto por cuestiones médicas como emocionales”, explica Karina.
También porque, en el medio, había discriminación: “Decían que ella no me podía donar sus óvulos, que tenían que ser de un Banco de gametos debidamente registrado. Pero ella no me estaba haciendo una donación, es mi pareja, es mujer y sus gametos son óvulos. En una relación heterosexual al hombre no le dicen que le dona esperma a su esposa”.
Arrancaron con la estimulación ovárica a Mariana, lograron sacar seis óvulos de buena calidad y prosperaron cuatro embriones. En octubre de 2020 le transfirieron el primer embrión al útero de su esposa. Pero dio negativo.
Transfirieron el segundo y otra vez recibieron una mala noticia. “Y decidimos esperar unos meses, había sido muy duro después de años de lucha legal y burocrática”, sigue Karina. Cuando volvieron a intentarlo entendieron qué estaba pasando: Karina tenía trombofilia, por lo cual, antes de recibir otro embrión, empezó un tratamiento con un hematólogo.
“En mayo pusimos los dos que quedaban juntos, nos la jugamos, podían ser mellizos”, cuenta Mariana. Prendió uno, Amal, el bebé que acaba de despertarse de la siesta y que las tiene a las dos embobadas.
Se habían enterado de que una estaba embarazada de un bebé que iba a tener los genes de la otra y faltaba algo que tampoco habían imaginado.
—Chicas, ¿van a dar la teta las dos?— les preguntó, unos meses después, la obstetra.
Cuatro tetas
“Yo siempre fui la Susanita, quería tener hijos, amamantar era mi sueño”, repasa Karina. Mariana todo lo contrario: no había hecho foco en la maternidad, menos en amamantar.
Un tiempo antes de lograr el embarazo, Karina había escuchado a otra pareja de lesbianas contar que estaban haciendo “la inducción a la lactancia para poder dar la teta las dos. Yo pensé ‘wow, ¿se puede hacer eso?’ Y se lo comenté a Mariana pero en ese momento ella no le dio importancia”
Karina ya estaba embarazada cuando la idea volvió con fuerza, especialmente después de haber escuchado la historia de Victoria Puentes Viar y Jacinta Segura, que habían tenido mellizos y las dos los habían amamantado hasta los 10 meses.
“Cuando la obstetra nos preguntó ‘¿chicas, van a dar la teta a las dos?’, ahí yo dije ‘bueno, podemos probar’”, cuenta Mariana. Su esposa ya estaba de siete meses y medio cuando lo ideal es empezar el tratamiento al tercer o cuarto mes de gestación, así que tenían que apurarse.
“Se hace a través de medicación (estrógenos y progesterona), y galactogogos farmacológicos, que ayudan a aumentar la producción de leche”, explica a Infobae Eugenia Castany, la puericultora que las acompañó. “A eso se suma la estimulación frecuente con sacaleche. El objetivo es crear un estado hormonal similar al que ocurre durante el embarazo para favorecer la preparación del pecho para la lactancia”.
Mientras Amal se gestaba en el vientre de su esposa, Mariana hizo el tratamiento. “Yo pensaba, ‘bueno, al principio no va a salir nada, pero la primera vez que me puse el sacaleches ya salieron gotitas. Yo quedé alucinada, llorando, fue muy emocionante saber que también iba a poder darle la teta a mi hijo”.
Siguió estimulándose todos los días cada tres horas y cuando el bebé nació lo amamantaron entre las dos. “En la clínica no entendían nada. Preguntaban ‘¿quién es la mamá?’. ‘Las dos’, contestábamos. ‘Ok, ¿quién da la teta entonces?’. ‘Las dos’, decíamos, y se nos quedaban mirando”, se ríe Mariana.
Pudo amamantarlo durante cuatro meses, porque la cantidad de leche no era la misma que producía Karina y, al final, resultó demoledor tener un bebé recién nacido y tener que despertarse cada dos horas para estimularse con el sacaleche. Dice Mariana que cuando logró bajar las expectativas entendió que lo que había pasado no había sido sólo alimento.
“Fue una conexión con él a otro nivel”, se despide. “El último mes se alimentaba con mi teta y se dormía con la de ella”, se despide la otra. “Creo que cuando nos relajamos lo disfrutamos mucho, no sólo nosotras: los tres”.
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