La quintaesencia del francés romántico, intelectual, seductor y aventurero tenía nombre italiano. Se llamaba Ivo Livi, había nacido en una pequeña ciudad de la Toscana el 13 de octubre de 1921, y contaba con gracia que el seudónimo con el que se hizo famoso desde 1938 se le había ocurrido de tanto escuchar a su madre gritarle por la ventana de su casa “Ivo, ¡monta!” (“Ivo, ¡subí!”).
Yves Montand cumpliría hoy 101 años y está muerto hace 31, pero el Bella Ciao partisano que popularizó al grabarlo por primera vez en los sesenta –en plena era de revueltas estudiantiles y obreras–, sigue vigente en series de TV y hasta en el reclamo de libertad de las mujeres iraníes. Creció en Marsella desde los 2 años, y sin embargo uno de los mayores emblemas de la canción y el cine galos, siempre fue fiel a su origen inmigrante, a esa madre que siguió hablándole en su idioma natal para que no olvidara quién era.
Y pese a eso, la esencia de uno de los hombres más sexies que pisaron la tierra es una superposición de versiones contrapuestas; su historia, sus ideas y sus romances son tan indescifrables como cinematográficos. ¿Su familia escapó del fascismo o del hambre? ¿Era real su militancia comunista o una pose acorde con el papel de parisino que debía actuar para tener éxito? ¿Cuánto le debía a haber sido modelado por el genio creativo de Edith Piaf? ¿Cuán en serio se tomó aquel Let’s make love (George Cukor, 1960) del film con Marilyn Monroe? ¿Simone Signoret fue su gran amor o una pantalla en la que escondió su homosexualidad? ¿Abusó de su hijastra?
Al final, su gran verdad fue una carrera a la que le entregó la vida –su historia, sus ideas y sus romances– hasta el último minuto: sufrió un infarto en el set de su película póstuma, IP5: la isla de los paquidermos, que Jean-Jacques Beineix pudo estrenar un año más tarde; antes de morir, Montand había grabado todas las escenas de su personaje.
Contaba que su madre, Giuseppina, era una cristiana devota que toleraba por amor a su padre Giovanni, un artesano comunista, especializado en el poco glamoroso arte de hacer escobas. Según Montand, la familia había escapado a Francia en 1923 huyendo del terror de Mussolini, aunque algunas de sus biografías posteriores coinciden en que en realidad usaron la persecución política como un pretexto para ser aceptados, cuando lo que los había expulsado de su tierra era la pobreza de la Italia de la posguerra. ¿Quién podría juzgarlos por eso? En todo caso, los Livi se refugiaron en Marsella.
Son ciertas dos cosas: Montand creció en un hogar humilde y dejó el colegio a los 11 años para aportar a la economía doméstica con su trabajo en una fábrica, un bar y la peluquería de su hermana; y, desde sus comienzos como artista, y especialmente mientras estuvo casado con Signoret (1951-1985), manifestó su compromiso con la izquierda y una simpatía hereditaria con el comunismo, de los que se alejó desencantado en su madurez.
Cantó por primera vez en un teatro amateur cuando tenía 17 años, y para los 20 ya estaba en París y se presentaba en shows del circuito local como Yves Montand. Pero la varita mágica de la popularidad lo tocó el día en que se enamoró de la Piaf, en 1944. Ella ya era el Gorrión y lo tomó bajo su ala de todas las maneras posibles: lo llevó a vivir con ella, le enseñó a moverse en el escenario, a mejorar su dicción y su técnica, y le consiguió su papel debut en el cine, pidiéndole al director Marcel Blistène “un bolo para un amigo” en Étoile sans lumière (1946). Cuando lo dejó, dos años después, Montand ya brillaba con luz propia: a los pocos meses grabaría junto a Irène Joachim el gran clásico entre sus clásicos, Les Feuilles Mortes.
El año pasado, Christie’s subastó la carta con fecha del 30 de octubre de 1945 en la que Piaf –que según la leyenda se inspiró en él para escribir La vie en rose– le anuncia el final de la relación: “Yves, […] algún día tenía que terminar lo nuestro, supe hace tiempo que no estamos hechos el uno para el otro. Perdoná el dolor que te causé. Pero te aseguro que el mío es todavía más grande. […] Perdoname pronto y seguí siendo el tipo extraordinario que sos. Estoy cantando por última vez, mi chiquito”.
Montand no tardó en enamorarse otra vez de la que sería su mujer, Simone Signoret. La conoció en 1949 en su casa de playa de Saint-Paul de Vence, y fue amor a primera vista. Ella estaba casada con el director Yves Allégret y tenían una hija chiquita, pero dejó todo por él.
El público los adoró desde su primera película juntos, Les sorcières de Salem (1957, la adaptación de una obra de Arthur Miller que aludía a la cacería de brujas del macartismo), y se convirtieron en una de las parejas más icónicas de Francia, aunque ella tampoco había nacido en el país, sino en Alemania. De raíces judías, como Montand, los dos se convirtieron también en un emblema del antifascismo, en primer lugar, por haber escapado del horror con sus familias en la infancia, y luego, por sobrevivir ellos mismos a la ocupación nazi en la Segunda Guerra Mundial. Durante décadas, sus firmas no faltaron jamás en los comunicados contra las dictaduras latinoamericanas ni guerras como la de Vietnam. No se privaron sin embargo de filmar L’aveu (1970), de Costa Gavras –con guión del gran amigo de Montand, Jorge Semprún–, una crítica al estalinismo que les valió en los países soviéticos el mismo desprecio que se habían granjeado en Hollywood con Les sorcières...
Pero en 1961 él entró a los grandes estudios norteamericanos por la puerta grande cuando George Cukor lo llamó para hacer de partenaire de Marilyn en Let’s Make Love. El romance entre el francés más sexy del momento y la mujer más sexy de todos los tiempos se viralizó en tiempo récord. Tanto, que Signoret comenzó a ser acosada por la prensa para que diera respuestas. ¿Lo sabía? ¿Por qué no hacía nada al respecto? Todo el asunto dio lugar a dos de las respuestas más inteligentes que ha dado alguna vez una mujer engañada: “¿Cuántos de los varones que conocen podrían resistirse a Marilyn Monroe?”, y “la clave del matrimonio no es ser ciego, sino cerrar los ojos cuando hace falta”. Signoret llegó a decir que perdonaba a Marilyn –cuya relación con Miller habría quedado herida de muerte después del romance– y que, como ella también tenía buen gusto, entendía perfectamente a su marido. No se separaron hasta la muerte de la actriz, en 1985, y hoy el cuerpo de Montand descansa junto al de quien fue su mujer por 34 años en el cementerio parisino de Père Lachaise.
Con Carole Amiel también se conocieron en Saint-Paul de Vence, pero un verano de 1974, cuando ella tenía 17 y el 53. El cantante y Signoret tenían una casa de vacaciones y Amiel los veía cada tarde en el café del centro con un grupo de notables entre los que siempre estaban Jacques Prévert, Henri Clouzot y Charles Aznavour. En el libro que publicó el año pasado con sus memorias junto a Montand –Yves Montand, la force du destin–, su última mujer y madre de su único hijo reconocido, Valentin –nacido en 1988–, cuenta que la relación entre ellos dio un vuelco cuando se convirtió en su asistente para una gira mundial después de una década de ausencia de los escenarios, en 1982. “Enseguida nos volvimos amantes”, escribe. Se casaron en 1987, dos años después de la muerte de Signoret. Valentin tenía sólo tres años cuando Montand murió también, el 9 de noviembre de 1991.
Su muerte no lo liberó de cuestionamientos: en sus últimos años, desencantado con el comunismo en particular –tras la invasión rusa a Hungría– y con la izquierda en general, había apoyado enfáticamente a Ronald Reagan, y muchos lo vieron, sino como una traición, como una señal de que nunca había abogado realmente por los ideales de la justicia social; simplemente se había subido a la moda más conveniente para encarnar al prototipo del artista francés propio de su época.
También pesan sobre su tumba, de donde debió ser exhumado por una demanda de paternidad con la que se negó a cumplir en vida, la sombra de una hija no reconocida –Aurore Drossard, que reclamaba ser fruto de una relación que el cantante tuvo con su madre en 1974, aunque el resultado del ADN no fue concluyente–, y una denuncia de pedofilia por parte de Catherine Allégret, la hija que Signoret crió junto a él.
En su autobiografía (El mundo del revés, 2004), la mujer, hoy de 76 años, dice que Montand la acosaba regularmente desde que su madre se casó con él, y que incluso intentó violarla. Según Allégret, Signoret lo sabía y lo consideraba “una manera de mantener el romance” en su propia pareja. En las entrevistas promocionales, aseguró que los había perdonado a los dos y que sólo hablaba ante las versiones que decían que había tenido una relación consentida con el actor de Z, Manon des Sources y Jean de Florette. Ninguno de sus dichos pudo probarse: todos los protagonistas, salvo ella, estaban muertos.
Montand se fue sin resentimientos, en el hospital de Senlis, la pequeña localidad del norte de Francia donde filmaba con Beineix cuando sufrió el infarto del que no pudo recuperarse. La televisión francesa dijo que sus últimas palabras, a los 70 años, fueron: “Viví bien, y viví lo suficiente para no arrepentirme de nada”.
Se dice que Montand nunca superó del todo el despecho por perder a Piaf, aunque, como con todo en su vida, aprendió a sortearlo con elegante disimulo. Durante años, cada vez que le preguntaron por su mentora, dijo que jamás hubiera logrado nada sin ella. Pero al final, cuando quedaba poco por disimular, volcado a la extrema derecha y casado con una amante a la que le llevaba más de tres décadas, sentenció: “Le debo mucho, pero ella no me inventó”.
Su voz suave y rasposa, susurrante, lo mantuvo siempre cerca del cariño del público francés, que por encima de cualquier contradicción, vio en él a aquel tipo extraordinario al que Piaf le cantó sus estrofas más célebres: “Quand il me prend dans ses bras/ Qu’il me parle tout bas/ Je vois la vie en rose”, “Cuando me toma en sus brazos/ y me habla en voz baja/ Yo veo la vida en rosa”.
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